martes, 14 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (324)

Bilbao, 28 de noviembre de 2005.

Querida Lorsen:

En el día de tu tercer aniversario, lejos de decaer tu presencia en mi corazón, esta se acrecienta; y el tiempo, que -según dicen- todo lo cura sólo va tendiendo caminos hacia tu encuentro. Hoy te decía, en la Iglesia de San Vicente, donde acudíamos los dos –sin conocernos todavía- de niños, que me dieras fuerza para resistir, hasta el día en que ¡ojalá! volvamos a encontrarnos en un espacio más grato que el que nos uniera un día. Te lo pedía por mí, pero también por nuestra hija, que aún sigue siendo feliz señoreando ese espacio vital que es para ella la Unidad de Cuidados Intensivos de un hospital.
Pienso que te equivobas al dejarme. Decías que me casaría. “Eres guapo. No tendrás problema”, eran tus palabras. El caso es que, de un tiempo a esta parte no confío en exceso en esa posibilidad. Quizás ocurra que empiezo a ser más consciente de mis limitaciones después de todo. Dejaste en este mundo a un señor con una perspectiva de vida limitada.
No creo que sea una joya para nadie, soy un producto poco apto para esas posibilidades y aunque ponga todo lo mejor que hay en mí para encarar la vida con algún estilo –lo hago por mí, por no hundirme en el pozo de la amargura- hay veces en que se nota que no estoy bien. “Estás preocupado”, me decía Jean-Pierre esta tarde. “No especialmente –le contestaba-. Pero hay días en que tienes la sensibilidad a flor de piel”.
Quizás por eso no he encontrado a nadie que pueda resultar una compañera más o menos definitiva. Y pienso que tampoco me importa tanto. Mi vida resulta tan desordenada como puedo y juego al escondite con la soledad, para que no me interpele sobre mi posición en este mundo y no sepa entonces muy bien qué respuesta darle. Quizás porque en ese momento tenga yo mismo que protegerme de mí mismo –como decía aquel capitán, amigo de Ludwig segundo de Baviera, en referencia a ese rey.
Sólo estoy tranquilo cuando estoy contigo, en sueños. Incluso cuando, como en la otra noche, soñaba que tú conducías un coche en el que viajábamos los dos, y que por culpa de la excesiva claridad del día perdías el camino y nos despeñábamos. La sola idea de compartir la muerte contigo me hacía concebir ese sueño, no como una pesadilla, sino como un hecho reconfortante.
Unas semanas se suceden a otras. Los sábados y domingos los programo para no tener un segundo de tiempo en qué pensar, más allá de los asuntos que imponen mi actividad diaria. A veces pienso que puedo llegar a enfermar, pero no me importa, ya te digo que la idea de la muerte no me preocupa -sí lo hace la idea del sufrimiento, del deterioro que me conduzcan a ella-. Sólo quiero llegar al descanso definitvo consciente de que he hecho todo lo que debía, que he bebido de la copa de la vida hasta las heces.
No me preocupa, no. No creo que necesite a una mujer que me cuide, que me acompañe, que me haga algún que otro arrumaco... Preludio todo ello de la mujer que me quite los mocos, me lea los libros y lleve los míos al ordenador, o conduzca mi coche... de ruedas. No quiero ser una carga para nadie, no lo soy aún, pero creo que lo puedo ser en un plazo no tan largo.
Son cosas que a ti te pedía. ¿Te acuerdas? “No te vayas. No me dejes ahora”. Pero te marchaste. Errada en tu diagnóstico. Porque tres años después aún puedo escribirte esta carta, sólo, en una noche más, sin que nadie me llame, nadie recuerde tu adiós –sólo mi hermana Carmen, pero sin atinar, con una semana de antelación-, sin que nadie pueda ya solidarizarse con mi pena de esta velada otra vez triste.
Grabaré esta carta. Te la mando con uno de esos besos de enamorado que te daba cuando éramos novios, cuando todo eran ilusiones y esperanzas, cuando éramos tan felices como jamás lo volvimos a ser.
Y espero -¡me gustaría tanto!- que tú misma, mi abuela Eugenia y Alfonso Zunzunegui me organizárais un buen festejo de recibimiento el día en que me toque acercarme hacia donde estéis.

1 comentario:

Sake dijo...

Escuchame porque no quiero ser pesado y quizás donde ahora estés sientas algún placer, por éso guardo silencio porque no quiero molestarte para al final aumentar mi propio sufrimiento.