lunes, 25 de marzo de 2013

Final... Y principio

Una ve concluida la narración de la historia de amor contenida en "Cecilia, entre dos mares", y después de que pase la Semana Santa para que mis lectores puedan descansar (y el que firma estas líneas también), pasaré a desarrollar una nueva historia de amor que tendrá por título, "NER, mensajes cruzados". Las nuevas tecnólogas se han puesto al servicio de las viejas pulsiones que mueven al mundo. "There ain't no cure for love", dice Leonard Cohen. Y es verdad que el amor no tiene remedio. En este caso les propongo una relación sentimental que se vive a través de SMS. Y que tendría como frontispicio (algo así como las citas introductorias que acostumbramos los escritores a situar antes de iniciar nuestra historia) las siguientes: I ”Il n’y a pas d’amours heureux” Louis Aragon “¿Hay algún lugar donde podamos ser felices a espaldas de la gente que confía en nosotros?” Condesa Olenska. La edad de la inocencia. Martin Scorsese, basado en la novela del mismo título de Edith Wharton. Espero que sea de vuestro agrado.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Las casas de Maura o Maura el marinero y su devota familia

Las casas de Maura o Maura el marinero y su devota familia Era llegada la hora y día de la excursión maurista que nuestros amigos frecuentaban con periodicidad ciertamente un tanto caótica, aunque con fervor rayano en el entusiasmo. "¡Por mí no quedará", parecían decir los descendientes de tan eximia persona (y asimilados), como decía el ilustre prócer cuando, pasada ya su hora madura, en lo que a edad y política se referían, y por eso de que su negativa a asumir responsabilidades de gobierno pudieran hacer decir a los españoles del momento y a los españoles del futuro, que Maura se reservaría, amargado, al discreto laborar de su bufete o a la dirección de la Academia de la Lengua. Esa frase seria muy apreciada por SM el Rey (que tantas contrariedades había producido en el político mallorquín) hasta el punto de que el lema asociado al titulo nobiliario que había concedido aquel a su hijo Gabriel era esa exigente consigna. No quedaba, por lo tanto para sus allegados, conducidos todos por la germánica dirección de la bella señorita Carla Rodríguez Spiteri, quien confesaba un tanto turbada al matrimonio formado por el autor de este blog y su no menos encantadora y agraciada Victoria: - Cuando voy a Alemania paso por un poco desorganizada, y aquí me acusan de lo contrario... "Cosas veredes". Lo cierto es que, con puntualidad más o menos nritánica, nos agrupábamos todos: a los ya mencionados habría que añadir nuestro habitual "cicerone", Alfonso Pérez-Maura; mi hermano Pedro y María; la familia de Gabriel Gamazo, con ausencia en esta ocasión de su hija, pero con la presencia de los demás, incluida, por supuesto Consuelo, su mujer... Y, ¡maravilla de las maravillas!, ese joven matrimonio de Gonzalo Montoliú y Josefina, que acobardado el primero por las lluvias norteñas, decidía poner distancia con Santander, por aquello de los resfriados del final de temporada, que dicen que son los más peligrosos (eso, aunque lo diga su dilectísimo suegro, no es verdad, que Montoliú es Maura y tampoco por él iba a quedar a causa de un catarrillo de tres al cuarto). Pero, en todo caso, los Montoliú no llegaron a la cita, que era en el Museo Naval, asunto también maurista donde los hubiera. No en vano, don Antonio sabia como pocos que un país como España debía asociar buena parte de su prestigio exterior a la creación de una armada competente. Y digo lo de "creación", porque como bien dijo en su día nuestro antepasado, no podían nuestros barcos cumplir con el mandato evangélico consistente en "poner la otra mejilla", pues atacados los dos navíos, se acababa con lo que se daba... Tuvo la condición -imprevista, en este caso- de guía del museo un descendiente de un Ministro de Instrucción Pública... de don Antonio. ¡Curiosa casualidad! De origen asturiano y primo del también político español -más reciente-, Rodrigo Rato, que se encuentra en las portadas de los periódicos por su discutida y discutible gestión en Bankia, Faustino -que es como se llama nuestro conductor por el museo- presentaba las diferentes salas con especial atención a la persona de Alfonso Pérez-Maura. Diría aún más, que solo observaba a Alfonso, de modo que cuando este dedicaba su atención a otras cuestiones, frustrado Faustino, parecía ofrecer sus explicaciones a una inexistente audiencia en medio del más desierto de los desiertos. Pero no crean que por eso nos sentimos apenados. Además disponíamos de otro documentado conductor: Gabriel Gamazo, uno de los pocos padres que existen en la actualidad volcados en enseñar historia de España a sus hijos, y que había visitado el museo en cuestión en ya varias ocasiones. "Hay una reproducción de un camarote", me decía. Y aunque el guía oficial lo pasara por alto, siempre gracias a Gabriel pudimos sumergirnos en la contemplación de la "boiserie" correspondiente. Tenía mucho que verse en ese museo. De modo que empleamos más de dos horas en su recorrido, pero aún dejamos buena parte de la más cercana actualidad apenas sin conocerla. Daría para otra ocasión, y de verdad que el espacio lo merece. Nos esperaba la lluvia en el Paseo del Prado, junto con la manifestación correspondiente. Pero no todo eran malas noticias, también estaban presentes los Montoliú, como había quedado dicho. De modo que, una vez abiertos los paraguas y sorteados los obstáculos de la escasa concentración de protesta, nos íbamos hacia la calle del Barquillo, primera de las residencias de don Antonio, en un ático interior de su numero 9. A partir de ese momento, pasaría Alfonso de principal oidor a prístino enseñador. Claro que los niños querían a toda costa entrar en las casas, pero solo podíamos observar las bellamente restauradas fachadas y conocer de labios de nuestro guía las incidencias de la vida de nuestro antecesor. Claro que, cada uno tiraba a lo suyo, y quienes procedemos de José María, queríamos saber dónde nacería este. Por lo visto en Lealtad -la actual Antonio Maura- según nos informaba Alfonso. De allí pasamos a la calle Recoletos. En un bajo, junto al cual existe un "restaurant" de francesas pretensiones vivió luego don Antonio. Y luego, muy cerca, en la misma calle, en un inmueble que es hoy propiedad del BBVA y que da a un amplio jardín, por el que penetraba la luz que tanto gustaba al político para lucirse en su afición por la pintura de la acuarela. Quedaba aún el edificio de la calle Génova, pero lo dejaríamos para más tarde, no sin prorrumpir en aplausos ante la sola mención de Alfonso por la cual debíamos agradecer -como descendientes de don Antonio- la liberalidad de Germán Gamazo, bajo cuyo amparo pudo el que fuera 5 veces presidente del Consejo desarrollar estas y otras actividades. Y como quiera que es Gabriel descendiente directo del prócer liberal, los aplausos y los vivas (podíamos haber dicho que "¡Gamazo, sí!", pero salvo algunos navarros en su época de Ministro de Hacienda, nadie más parecía haberlo dicho). En todo caso, reseñado queda nuestro agradecimiento, ¿quién sabe que pasaje de la historia de nuestros ancestros nos ha puesto en este tantas veces grato y otras tantas ingrato mundo? Estas cosas de los museos y de los paseos acostumbran dejar a los circunstantes poco menos que exhaustos, así que recibíamos el yantar en la bombonera de "El Espejo" como agua de mayo -que no de marzo, como la que dejábamos por el momento atrás-. Situados frente a unos reconfortantes caldos, nos enfrascábamos cada dos o tres en nuestros asuntos y conversaciones. Pero la tonitruante voz de Alfonso se elevaba sobre los concurrentes -y la concurrencia general del establecimiento- hasta el punto de que dirigían todos los presentes su atención a nuestro grupo, cosa que si bien podía considerarse poco discreta, no era en absoluto poco maurista, que don Antonio enardecía a las masas en plazas de toros y vegas carranzanas sin disponer de artilugios tales como los micrófonos asociados a potentes altavoces, como hacen ahora los diversos artistas del espectáculo. - ¡Fernando, Fernando! -gritaba Alfonso entre risas-. ¡A ver qué dices en tu blog! De manera que no tendría yo más remedio que escribir algo... Concluido el almuerzo y como quiera que nos quedaba un edificio por visitar, el de Génova, hasta allá nos fuimos. Este había sido derruido y en su lugar construido otro, que alberga hoy... El Instituto Social de la Marina, lo que no deja de ser una especie de indirecto homenaje a don Antonio. Y yo me volvía a casa pensando que si Madrid carece de puerto de mar es solo por casualidad. ¿Y la próxima? Toledo, que se resiste, pero que un día llegará. ¿Y qué tiene que ver la ciudad castellano manchega con don Antonio? Nada, seguramente. Pero allí donde acudan sus descendientes, el espíritu del gran hombre reverdece y su señera figura pasea por los caminos en nuestra compañía.

jueves, 14 de marzo de 2013

Cecilia, entre dos mares (y 55). Cecilia, decide (V)

Abrió la puerta. De espaldas, a ella, que contemplaba las casas grises del extrarradio, estaba un señor vestido con un traje gris a rayas blancas. "¡Otro contratiempo desagradable!", pensó. Había reservado para ella sola el departamento y se lo tendría que advertir. - Usted perdone... - La que tienes que perdonar eres tú -dijo el señor aquel sin dejar de mirar hacia la ventanilla. Me he permitido el atrevimiento de acompañarte a este viaje. Entonces se dio la vuelta. Pero Cecilia ya había reconocido su voz, tantas veces pronunciada junto a sus oídos junto a su boca... Cerró la puerta, se apoyó en ella y se echó a reír. - Este viaje... Y alguno más que se nos ocurra, Cecilia. Un largo túnel se abrió ante ellos. Afortunadamente, la bombilla titubeó, proyectando sobre ellos, apenas una luz amarillenta. Cecilia le besaba y le preguntaba por cosas y más cosas, y le volvía a besar...

martes, 12 de marzo de 2013

Cecilia entre dos mares (54). Cecilia, decide (IV)

Cecilia Llosa había dejado, en su departamento, una pequeña maleta-neceser y algún libro para leer durante el viaje. De pie, junto al pescante del tren, sujeta al pasamanos, para que el momento de la partida no la hiciera perder el equilibrio. Había fijado la vista en el final del anden. Su mirada, esa mirada lejana de la que nadie podría deducir si pretendía observar algo o descubrir, en la distancia, a nadie, quizás solo a ella misma. La estación, los maleteros, viejos y jóvenes, el rumor de las voces, las despedidas y los abrazos. Todo muy serio, muy circunspecto, muy de Bilbao. "¡Viajeros al tren, viajeros al tren!". Y luego, un pitido característico dejaba paso a un largo y pesado avance del convoy. Cecilia no veía ya la estación, en realidad, la había dejado de ver hacia tiempo. Sus ojos brillaban con ese resplandor que reflejan las lagrimas contenidas, que no acaban de brotar y ya no había delante de ella nada más que una insondable bruma. Volvía a su departamento, triste pero convencida. Todavía tenía vida por delante, aunque, cuando se cierran etapas y desaparecen las cosas que quieres, tú también te vas un poco con ellas, tú también te mueres con ellas.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Cecilia entre dos mares (53). Cecilia, decide (III)

- Don Miguel. La señorita Llosa ha dejado esto para usted -el conserje le entregaba un sobre de color azul cielo, perfumado. Iturregui se sentó en el sofá de cuero rojo y leyó la carta: "Querido Miguel, 'No sé cómo has conseguido que te quiera. Lo he pensado mucho y he llegado a la conclusión de que eres una especie de diablo -iba a decir que de 'diablillo', pero estás hecho de una pasta más fuerte-. Un diablo al que le abres la puerta de tu casa pensado que, con la misma facilidad con que entra, saldrá. Pero, contigo no ha ocurrido eso. Te has quedado, y muy dentro, de mí, además. Yo te quiero, Miguel. Te quiero tanto que no puedo aceptar que sufras por mi causa. Hay algo más, y es ello que la vida me ha traído problemas, cosas que no te he contado, cosas que te he contado... Y lo que sé muy bien es que no me gustaría recordarte como un problema, tampoco como un desamor. Quisiera que fueras feliz, y sé que es muy posible que lo llegues a ser: tienes para eso la capacidad de adaptarte a las situaciones complicadas y sabrás salir también airosamente de esta. Aprende a olvidarme, yo intentaré olvidarme de ti. Gracias por todo lo que me has dado. Gracias por el aire que estoy respirando, que he respirado -aunque sea el de este Bilbao contaminado por el humo gris de la industria y por el barro que se acumula en la calle-. Te quiero y quiero mantener el recuerdo de ti con la dulzura que hemos compartido estos meses".

lunes, 4 de marzo de 2013

Cecilia entre dos mares (52). Cecilia, decide (II)

Iturregui permaneció todavía unos segundos en el automóvil, sin arrancar. Finalmente lo hizo y dirigió el vehículo hacia su casa. Apenas cenó. Eran más de las doce cuando se acostó. Miles de confusas ideas giraban en torbellino sobre su mente. Se levantó de la cama y se fue a su escritorio. Cogió un papel y una pluma y escribió su carta a Cecilia. "Querida Cecilia, 'Cuando te marchaste ayer te hice una señal con la mano. Quería decirte: ¿Puedo darte un beso de despedida? Luego me quedé un rato en el automóvil, pensando en la forma maravillosa en que me dijiste adiós. Sentí tristeza, pero saboreé -perdona esta expresión- tu alejamiento. 'A lo mejor escribo una novela. Yo no soy escritor, pero solo por contar -siquiera a mí mismo- nuestra historia, lo sería. Una historia que escribiríamos los dos juntos, la historia de nuestro amor. No te importe demasiado, tu amor ha amado, y por lo tanto, no se ha perdido. El que te ha perdido soy yo, por no haberte querido lo suficiente. 'Aun así, a pesar de todo, entre mis dudas y mis certezas, con mis razones y sin ellas, quiero que sepas que te sigo queriendo, pero también que respeto tu decisión. 'Te mando el más grande de mis besos. Tú sabrás cómo recibirlo. 'Miguel",

viernes, 1 de marzo de 2013

Cecilia entre dos mares (51). Cecilia, decide (I)

Se sentía interiormente desconcertado. Tantas expresiones de duda no estaban bien tratándose de ella; tampoco para él, tampoco para Iturregui: no se las merecían ninguno de los dos. Así que había resuelto con rapidez las cuestiones pendientes del día, delegando en Astondo algún asunto de los que acostumbraba él gestionar personalmente, encargaba un gran ramo de flores, dos docenas de rosas rojas, que él llevaba en mano hasta el hotel Carlton. Preguntó por ella. En efecto Cecilia se encontraba en el establecimiento. Le vería en unos minutos. Iturregui esperó en su magnifico Bentley. Esa tarde del final del invierno bilbaíno iba concluyendo, como la estación; la puesta de sol refrescaba el ambiente, pero acurrucado en el habitáculo de su automóvil el industrial se protegía del frío. Contemplaba la espléndida fachada, iluminada, del hotel, creada por su amigo Juan Higgins, sus cinco alturas y la azotea, la rotunda puerta sobre las que descansaban las habitaciones con derecho a terraza, contiguas a la de Cecilia. Observaba, a veces, el reloj; otras, las estatuas dispuestas a los lados, en la planta baja o en la quinta; en alguna otra ocasión, la habitación de Cecilia, por si la veía, por si advertía cierto movimiento de visillos o una ventana abierta; y ella, diciendo que bajaba "en un cinco", o sea, tratándose de una mujer, enseguida. Y por fin llegó. Un ligero fru-frú de su vestido la acompañaba. Estaba tan guapa como siempre y su sonrisa hacia él le hacia pensar que todo estaba resuelto: sus dudas conjuradas por ella; su amor eterno, infinito. Él salió del coche y se dirigió hacia ella. Se encontraron a medio camino entre la puerta del hotel y su Bentley. Él la besó una vez en la mejilla, porque los peruanos prefieren emplearse en los besos más fogosos. Luego entraron en el automóvil. Cecilia se apoyó en el pescante y realizó un gracioso movimiento de cintura, casi un paso de baile y se sentó. Iturregui cerró suavemente y se dirigió hacia el lado derecho del coche, en el que se encontraba el volante. "Vamos a conversar", dijo ella. Iturregui, las manos enguatadas, sujetando el volante, la miraba, después observaba la tapicería de su Bentley. Le contó todas las historias que ella quiso. Prolongó su relato mientras le sonreía, y él intentaba cogerla de la mano, recubierta de un guante verde. "¿No te lo puedes quitar?", le pedía, deseoso de sentir el contacto de su piel. Ella lo permitió durante unos minutos, después volvía a enfundarse en su manguito. "Era el de mi mamá", explicaba. Y empezaron a hablar sobre ellos. "Lo tengo muy claro, Miguel. Tú volverás con tu mujer"., le dijo como una ráfaga. Y él, nuevamente sujeto al volante de su automóvil, miraba hacia el cielo y no descubría en él ninguna estrella. "Eso lo has decidido tú. Yo no lo tengo nada claro", le respondía. Pero se acercaba a ella, la acariciaba en la mejilla y en el cuello y sobre sus piernas, y alguna vez besaba su pelo moreno o sus labios. Cecilia le dejaba hacer, pero no permitía que se sobrepasara. Iturregui le hablaba de sus dudas y se agarraba otra vez al volante como si quisiera escapar de aquella situación. "Te estás engañando, Miguel. Tú volverás con ella". Y él seguía negando con la cabeza. "Porque tú lo dices. Pero no es esa mi intención". "¿Has tomado alguna decisión?", le preguntaba después. "Sí", contestaba resuelta. "Me voy sola. Me voy a París". Luego Cecilia volvía su cabeza hacia la ventanilla para decirle: "La otra noche me encontraba mal y tú no estabas, pero sabia que tú te encontrabas bien y eso me reconfortaba. No has estado cuando te he necesitado, Miguel".. Entonces Iturregui soltaba el volante y se dejaba caer sobre el asiento forrado de cuero de su Bentley. "Te he fallado. Lo siento". Y ella le decía: "No importa" y miraba hacia el cielo. Y ella, sí, descubría estrellas. Luego recogió las flores que él le entregaba. Y le besó en la frene. Y se fue hacia el hotel.