miércoles, 27 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (50). En un mar de dudas (IV)

- ¿Cómo te fue el día? Se trataba de una pregunta casual, sin problemas; de esas que bastaba con contestar un "bieeen, tranquilo"; o con un indirecto, "ya sabes, mucho trabajo"... Pero Iturregui prefirió responder directamente: - Interesante, Cecilia. ¿Sabes quién me ha visitado? - Si tú no me lo dices... - Pues he tenido una visita y he hecho yo otra visita... Cecilia dejó pasar el misterio, como era costumbre en ella, confiando en que el propio Iturregui lo desvelara. - Me ha visitado el padre Sopeña, el confesor de mi mujer... - ¿Y qué quería este? ¿Confesarte? -rió la peruana. - A lo mejor, a lo mejor... -dijo también, entre risas, el industrial-. Más bien ha venido a leerme la cartilla. - ¡Ah! ¡Eso! Que vives en pecado y todo lo demás... -exclamó la peruana, mirándole de reojo, algo desconfiada. - Sí, Cecilia. Tengo que hacerte una pregunta -dijo Iturregui cogiendo su mano-. ¿Tú me abandonarás algún día? - ¿Eso te ha dicho el jesuita? ¿Que te voy a abandonar? -Cecilia hablaba con suavidad, a la vez que clavaba su mirada sobre Miguel y acariciaba su mano. - Pues sí. Entre otras muchas cosas, eso ha dicho. - Miguel. De lo que no estoy muy segura es de ti. No sé lo que te va a durar este amor. El mío por ti tiene tal fuerza que está dispuesto a esperar, esperar el tiempo que tú tengas que darte para solucionar tus problemas. Y está también dispuesto a amar siempre. Iturregui observaba la habitación del hotel Carlton, la amplia cama, el armario con un gran espejo, un tocador y un lavabo. Tenía un gran peso interior que no estaba dispuesto a mantener oculto. - Y luego... ¿Sabes qué he hecho? Cecilia movió la cabeza. - He ido a hacer una visita a la Virgen de Begoña. - ¿Tú? ¡No te creía tan católico! -observó divertida Cecilia-. Perdona -dijo luego, ante la expresión un tanto dura de Miguel. - No tengo que perdonarte nada. Muy católico no soy, ciertamente. Pero a la Virgen de Begoña le tengo mucha devoción. Quizás, quizás sea ella el único eslabón que me une a toda la parafernalia religiosa... Cecilia permaneció callada. Iturregui solo estaba en el preámbulo de su intervención. - No sé cómo, estaba dando un paseo y me encontré, de repente, junto a la Basílica de Begoña. Y he entrado. Me he sentado en un banco de la iglesia y he tenido una sensación extraña - ¿Una experiencia religiosa? - Algo así. Yo estaba como diciéndole a la Virgen que solo quería ser feliz, y entonces ella, ella me ha sonreído. - Es lindo lo que cuentas. - La Virgen me lo ha dicho, Cecilia. Quiere que sea feliz. - Posiblemente sí, Miguel. Posiblemente les pasa a Dios, a la Virgen, a los Santos... que ellos quieren la felicidad de los hombres. Lo que pasa es que les han puesto unos intermediarios que lo hacen todo muy difícil. - Sí, unos intermediarios como el padre Sopeña, por ejemplo. - Quieren la felicidad... Pero ¿qué es la felicidad? Ahora era Miguel el que callaba. - Tu felicidad, la mía... ¿Dónde está? - Eso es lo que no sabemos, Cecilia. - Yo creo que sé dónde la tengo, Miguel. Me parece que tengo bastante claras mis ideas, mis sentimientos. En tu caso no lo veo con la misma claridad. Iturregui meditó durante unos segundos su respuesta. Luego dijo: - Para hablarte con franqueza, Cecilia, es verdad. Hay días en que veo muy claras las cosas, y otros en que no sé muy bien lo que debo hacer. - Será mejor que lo pienses bien. Ahora es mejor que te vayas, Miguel. Tengo que terminar una cosa. Iturregui se vio en el pasillo del segundo piso, después de que Cecilia le besara muy profundamente, con su sombrero y su abrigo, en tanto que ella le despedía con una sonrisa medio triste, le miraba a los ojos y luego al suelo, para después cerrar, lentamente, suavemente, la puerta.

lunes, 25 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (49). En un mar de dudas )III)

Estaba allí, de rodillas, en uno de los bancos de la iglesia, en la penumbra de la Basílica, apenas iluminada por la imagen de la Virgen, en el altar principal. "De rodillas y a tus pies". Las manos apretadas, su frente reposando sobre ellas, los ojos cerrados con fuerza, viendo, imaginando pequeñas estrellas colgando de un firmamento negro, azul oscuro. Así empezó a hablar con la Virgen. "Perdona, madre. Perdona que venga hoy a molestarte, cuando nunca vengo, cuando utilizo todas las excusas que tengo a mi alcance para no verte, para no hablarte..." Iturregui movía los labios produciendo apenas un sonido bisbiseante. "Hoy he venido aquí porque te necesito, necesito tu consejo. Este hijo tuyo tan decidido, tan resuelto, viene a pedir tu opinión, como si no supiera muy bien qué hacer, cuando tan pocas dudas ha tenido a lo largo de su vida..." Iturregui abría sus ojos y los levantaba hacia la imagen de la Virgen. Tuvieron que transcurrir unos segundos antes de que la captara su retina. Ella seguía ahí, sin decirle nada, como invitándole a que continuara su oración. "Sabes, madre, que estoy casado. Lo sabes porque fue aquí donde me casé. Que tengo una mujer y cuatro hijos, que tengo mis amigos y mis negocios. Pero tengo que decirte que ya no estoy enamorado de ella, que no me dicen nada sus risas y sus llantos, que sus reproches no me alcanzan... ¡Qué difícil es, madre, hablarte de desamor, a ti, que tanto amor tienes, que tanto amor te queda por distribuir! Tengo eso, desamor, pero también amor. A Begoña, a quien he dejado de querer, y a Cecilia,, a quien he empezado a querer. Y Cecilia es otra cosa, madre. Es guapa, es suave y es culta. Y te habla como acariciándote. ¡Cómo voy a pedirte consejo, madre, cuando posiblemente tú, no tengas más que uno! Me dirías, si pudieras bajarte de ese pedestal en el que te han subido, si pudieras tomarme de la mano o esconder mi cabeza en tu regazo; me dirías que he contraído matrimonio canónico y que no tengo más remedio que aguantar, quince, veinte, veinticinco años, quizás, sujetando esta cruz. Y que hay el consuelo del trabajo y de los hijos, y algún que otro consuelo que nos procuramos los hombres, al cabo, pecados veniales, de fácil digestión, porque se lavan con un poco de agua bendita. Pero yo no vengo aquí para que me digas lo que cualquier cura en cualquier confesionario. Vengo a que me escuches como a un hijo, como a un ser humano que cree que hay algo por encima de todo en la vida de cada uno: la felicidad. Vengo, madre, a que me digas que puedo ser feliz, porque todavía vivo y siento, y me emocionan las cosas que pasan, y porque también me emociona la mujer... Yo no estoy muy seguro, madre, de que todo sea tan fácil, ni siquiera mi decisión. Porque tengo dudas, porque no sé si seria más feliz con Cecilia o con Begoña. A Begoña la conozco, sé que está ahí y que ahí seguirá hasta que se muera, que me será fiel, o que le será fiel a la sombra de lo que fui, quizás porque no sea capaz de hacer otra cosa. Cecilia, en cambio, es una incógnita. Está aquí, como si la hubieran depositado en un carro de fuego, la gente hace todo tipo de comentarios sobre su belleza, su facha, sobre lo elegante que es. La gente... masculina, sobre todo, que las mujeres la miran con cierta envidia, más en Bilbao, porque en Bilbao hay mujeres que miran como si fueran a morder en la yugular. ¡Qué barbaras! Cecilia es una pregunta lanzada al viento, madre. No sabe si viene o si va. No te dice qué ha hecho ni qué quiere hacer. A veces pienso que el problema no es suyo sino mío. Que soy yo el que tengo que llevarla o traerla o decirle cómo son las cosas por aquí. Pero tampoco eso está claro, porque cuando lo intento de esa manera, a veces se me escurre, se me escapa, retorna a otro lugar... ¿Se me iría Cecilia, madre? Eso es lo que me ha asegurado el padre Sopeña, que me va a acompañar hasta que ella quiera, en tanto en cuanto yo me encuentre bien. Que no me va a admitir enfermo, viejo, en plena decrepitud. ¡Claro que Begoña sí! Seria otra de las obligaciones que ella asumiría, y lo haría sin un mal gesto, sin un reproche. Pero también sin un gesto de cariño, sin una sonrisa... Todo muy en la época en que estamos viviendo, sin sentirnos, sin reirnos. Sin amarnos, madre, vivimos como proyectos de muerte, como proyectos de cielo. Como si luego en el cielo, perdona, madre, podríamos ser felices, cuando ni siquiera lo hemos intentado aquí. No sé, madre, no sé muy bien qué me aconsejas..." Entonces Iturregui volvió a levanta sus ojos hacia la estatua de la Virgen. Lo hizo con lentitud, como si estuviera practicando un ritual o como el niño que no sabe si va a recibir una reprimenda o unas palabras de apoyo. Y cuando la tuvo toda entera delante de él, esa imagen que le hablaba de forma muy expresiva, la Virgen de Begoña, tan cerca de él en aquellos momentos, tenía una luz luminosa, casi riendo, como si le dijera: "Miguel, ¿cómo puedes pensar que una madre le puede negar a un hijo la felicidad?" Lo que pasaba era que ni siquiera ella, ni siquiera la Virgen de Begoña, te explicaba en qué consiste la felicidad.

jueves, 21 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (48). En un mar de dudas (II)

Había dejado a su izquierda el recinto que recogía la lapida dedicada a los Auxiliares, allí donde resonaban las estrofas, bellas palabras de la gente de Bilbao... ("Somos liberales/Sin color ni grito..."); con la mirada puesta en la Basílica de Begoña, donde se casaba, veinte años antes... Begoña. Un triple nombre para su vida: la de su Virgen de Bilbao, su mujer y su hija. Pero había sido primero siempre la Virgen, la "amachu", a la que se le rezaban las salves. Salves de Bilbao a la Virgen de Begoña, salves marineras a la Virgen del Carmen. Esa imagen fuerte de mujer de carácter, como las mujeres de nuestra tierra, como esas "emakumes" de Bermeo, a veces más parecidas a hombres que a mujeres, que esperan en tierra a sus maridos, a sus hijos, a sus padres; les esperan tomando decisiones, invirtiendo los dineros, comprando bienes raíces, mandando, mandando bien. Iturregui no era católico practicante. No lo era, claramente, desde que Cecilia aparecía en su vida. Antes de eso, era la misa dominical y poco más, como si se tratara de una visita de cumplido, algo quo solo se hace por obligación. Pero con la Virgen todo era distinto: con toda la teología que te pusieran por encima, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, parecían algo así domo una especie de seres impositivos, que emiten órdenes, terminantes... Seres que te condenan antes de escucharte, que te condenan al fuego eterno sin conocer las razones de tus actuaciones. Dioses para los dioses, no para los hombres. En cambio, la Virgen era diferente. Nació humana y vivió humana. Alguien le dijo un día que iba a ser madre, y lo aceptó. Aceptó el dolor del parto; aceptó, sin comprenderlo tampoco, la ausencia de su hijo, que salía a explicar al mundo su extraño galimatías; aceptó aquel lamentable proceso, en forma de farsa, que le hicieron, y su dolorosísima flagelación, cuando sentía ella, también muy profundos, cada uno de los latigazos qué le daban; y aceptó verlo, las manos desgarradas, sujeto a una cruz de madera, rodeado por dos delincuentes. Todo ello sin resultar protagonista de nada. No hizo ella el discurso de la Montaña, no distribuyó panes ni peces entre las gentes, ni siquiera inventó la oración del Padrenuestro. Acaso por eso, por su estilo discreto, por su papel marginal, luego fue la mujer recuperada en la religión católica. Tan recuperada que seria luego objeto de culto y devoción muy significados en el ritual. Con cariño, con emoción, muy cercana, como esa emoción que le sacudía a cualquiera, muy en el interior, cuando escucha cantar el "Ave María".

miércoles, 20 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (47). En un mar de dudas (I)

"Astondo. Este texto para 'El Porvenir'...", para publicar. Y, por favor, no me esperen, que tengo un negocio por resolver. No, ciertamente que no se trataba de ningún negocio. Lo que tenía que resolver, más bien, era otra cosa, y se trataba de sus dudas. Se puso su abrigo y se colocó el sombrero, comenzando así su deambular por las siete calles históricas de Bilbao, situadas detrás de su oficina. Tenía que ordenar sus ideas. Porque, lo,cierto era que, en ese momento, aún podía tomar cualquier decisión. Por ejemplo, salir de Bilbao hacia París con Cecilia; por ejemplo, quedarse en Bilbao con Begoña y sus hijos, explicando entonces a Cecilia que su historia de amor no podía tener continuidad. Esa segunda posibilidad no le supondría perjuicio económico alguno, al fin y al cabo, el capital que había convertido en efectivo era producto de la venta de sus acciones y de otros títulos, y se podría poner perfectamente otra vez en Bolsa, o adquirir con su importe otros bienes, inmuebles, en ese caso. No, el problema no era el económico. Estaba más bien dentro de él, en su cabeza, en su corazón. Y consistía en responder a una pregunta: ¿Qué tipo de vida quería llevar? Bilbao, con sus amigos, sus negocios, su ambiente de toda la vida; también la vida aburrida de un hogar insípido... O París. París se le aparecía entonces como la constatación de un futuro que al fin resultaba posible, el futuro que se le había negado en un.Bilbao que se decía cosmopolita pero que nunca había dejado de ser provinciano. París era algo así como la oportunidad de empezar de nuevo; de nuevo, pero con el bolsillo caliente, que algunos de los problemas de esa nueva vida, y de las otras, también se arreglaban con dinero. Y, por supuesto, estaba Cecilia. Ni punto de comparación con su mujer.. Pero, en ocasiones, Cecilia era la contradicción incomoda, el secreto de algo que fue y que nunca le contó. A veces, se preguntaba Iturregui si cabe que se oculte algo en una relación amorosa; si, al cabo, eso de conocerse, de ser novios, esa situación que desemboca en el matrimonio-; todo eso, no significa antes que otra cosa, una adaptación mutua, una especie de lavado de todas esas cosas que tienes, entre las cuales, alguna hay con la que no te encuentras muy feliz, ¿Caben secretos en el amor? ¿Ella no se daba cuenta de que en el otro, en él, no existía, aunque su secreto fuera muy duro de aceptar, por lo menos, comprensión? A veces a él le parecía sorprender en ella una excesiva prudencia en contarle las cosas. Y si, en ocasiones, le hacía ella alguna confidencia, de alguna historia pasada, lo hacia como quien no le da importancia, como si no estuviera contándosela precisamente a él. Y es que, en Cecilia, subsistía un gran secreto. Ella siempre se lo decía: "He sufrido mucho, Miguel. Y no quiero sufrir más". Y se quedaba en esas palabras, y dejaba que se le fuera la mirada, lánguida, infinita, para volver luego hacia él, con una sonrisa triste, para terminar después concentrando su vista en el suelo. ¿Le abandonaría Cecilia? Según el padre Sopeña, sin ningún género de dudas que lo haría. Para los curas, se diría que las mujeres se dividen en dos tipos de personas. Hay mujeres que tienen esa imagen de "femmes fatales", devoradoras de hombres, destructoras de matrimonios; mujeres que están hechas para el lujo y, en el caso de Cecilia Llosa, para los salones literarios; pero que son incapaces de volverse hacia sus familias, hacia un hombre, más allá de los momentos brillantes, también en la enfermedad, también en la pobreza... Las calzadas de Mallona le recordaban el ascender orgulloso en los homenajes a los caídos en el sitio de Bilbao, todos los dos de mayo, junto con los liberales, los bilbainos auténticos. Y se acordaba, entonces, de sus hijos. ¿Qué piensa, en realidad, un hijo de su padre? ¿Cómo percibe la imagen paterna? Un ser muchas veces airado, distante, que sitúa prácticamente todos los asuntos en negativo y que es incapaz de comunicar su afecto. Un ser que piensa la condición de padre en términos de lo que es justo. De lo que es suficiente, que concibe la niñez como una simple preparación para el futuro, no como ese fondo de felicidad del que puedas echar mano en los frecuentes malos momentos a lo largo de tu vida. Mecánicamente, Iturregui había desplazado la educación recibida por él a sus hijos, y según eso, en el colegio de la vida, había que aprender a sufrir. ¡Buena escuela!, que esa es la forja de los espíritus fuertes. Quizás esa era la causa por la cual Cecilia no quería volver a sufrir. Es cierto que nadie quiere sufrir, pero hay algunos que están dispuestos a asumir que hay momentos de tristeza, de dolor y que, según avanzas en el penoso paso de los años, es bastante inevitable que se produzca el sufrimiento. Y Cecilia le hablaba siempre de una niñez feliz, de un padre encantador. Y le pedía a veces. "Prométeme que no voy a sufrir contigo¡. Y él la miraba con una expresión hermética, los ojos clavados en el infinito. ¿Cómo se pueden prometer esas cosas?

lunes, 18 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (46). ¡Todo a la venta!

Se cerraba la puerta de su despacho cuando desaparecía la negra sotana del padre Sopeña, y entraba su apoderado con el último poema de Cecilia. Un poema que decía: "Además de ti No hay ninguno En quien yo pueda confiar, A quien yo pueda mirar Y creer en su mirada. No hay ninguno, Además de ti, Que sepa contestarme Sin palabras, Que sepa elevarme, Y traerme suavemente A su lado, Y que me entregue Cada noche, Una nueva ilusión, Y una promesa de amor, De cuando en cuando".

viernes, 15 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (45). ¡Todo a la venta! (II)

Era una tarde de diciembre, una de esas tardes en la que el "sirimiri" dejaba paso al aguacero y caían chuzos de punta. Iturregui repasaba en ese momento sus cuentas de lo que había conseguido realizar. Cuatro millones, quizás cinco. Y le quedaba todavía la parte más importante de todo: consejos, sociedades propias... De pronto, sonaron los clásicos golpes de Astondo al otro lado de la puerta. Iturregui dio su autorización a que pasara su apoderado. "Don Miguel. Es el padre Sopeña". Y, casi sin darse cuenta, se veía a sí mismo diciéndole a Astondo, "Sí. Dígale que pase..." Y ahí estaba el padre Sopeña, el director espiritual de su mujer, el cura de moda en ese Bilbao de la Dictadura del general Primo, el jesuita que influía en los hombres a través de sus mujeres. Era Sopeña un hombre de aspecto simplemente normal. Moreno, ojos y pelo oscuros y mirada evasiva. Pero, lo que más nervioso le ponía a Iturregui, era su ambigüedad: tan pronto se cernía en el ataque más despiadado hacia la debilidad humana, como podía llegar a su justificación. Todo dependía de la oportunidad, del circulo social en el que se moviera. Su tendencia a llevarse bien con la gente.que tenia posibles, aunque con él era difícil que se llevara bien. Sopeña estaba demasiado de parte de Begoña, su mujer, como para poder llegar a un acuerdo con él. Por eso era extraña su visita, en esa desapacible tarde de diciembre. A pesar de su posición, recientemente distante a las creencias religiosas, Iturregui no había perdido las formas. Así que se levantó de su silla e hizo el ademán de besar la mano del jesuita. - Iturregui. Me permitirá usted unos minutos... - Los que usted quiera, padre. Pero siéntese, por favor -le decía, indicándole una gastada butaca de cuero marrón, situada al otro lado de su mesa, en su amplísimo despacho-. Usted dirá, padre. - Pues mire, Iturregui. Lo cierto es que mi misión aquí es bastante desagradable. - Seguramente que le podría yo ahorrar su mal trago ahora mismo -repuso con dureza el industrial-. No tiene usted ninguna necesidad de decirme nada. Como dicen ustedes, yo soy un pecador. Lo malo es que no existe en mí propósito de la enmienda alguno. El jesuita acusó el golpe, pero intentó reconducir el dialogo. - E-en realidad, yo o ne venido aquí a hablar de pecado. Además, me serviría de muy poco hacerlo porque ya sé que a usted no le preocupa demasiado ese asunto. - Ya. Seguramente que se lo habrá dicho mi mujer. Una vez más Sopeña debió comprobar lo difícil que era su gestión. En ese caso, mejor seria dar la callada por respuesta . - A lo que he venido es a hacerle un repaso de su situación, Iturregui. A hacerle un comentario de amigo... - Entonces, sobra la visita, padre. A mis amigos los elijo yo. Resultaba demasiado para él, así que el jesuita hizo el ademán de levantarse de la butaca. - Está bien. Si no quiere usted escucharme... Pero Iturregui empezaba a sentirse algo incomodo consigo mismo.: se estaba comporta do de modo innecesariamente desconsiderado. - Perdóneme. Hable usted. - No. Si nadie quiere perder el tiempo, como decía usted. Y, además, tiene usted razón. No me ha pedido consejo, y es inútil que venga a ofrecérselo. "Eso último era lo único cierto que había manifestado el sacerdote en su, hasta ahora, corta declaración ", pensó Iturregui. Claro que le pareció más correcto no ponérselo de manifiesto. - Tampoco le voy a insistir más, padre. Pero estoy dispuesto a escucharle. El padre Sopeña abarcó alternativamente con su mirada el conjunto del amplio despacho de Iturregui, como para fijar, de alguna manera, sus propios puntos de referencia en ese lugar que era para él hostil. Luego dijo: - Mire, Iturregui. Yo sé que es usted un hombre inteligente. No solo ha recibido usted una importante fortuna procedente de sus familiares, sino que se ha introducido en otros asuntos, de modo que hasta ahora todo le ido muy bien. - Lo que pasa es que no es lo mismo crear una empresa que venderla -comentó, como de pasada, el empresario. - La verdad es que yo no entiendo mucho de esto. Pero hay un amigo suyo que dice siempre: "Es mejor no tener que vender por necesidad". - Si se puede, padre. Si se puede... - Supongo que es así -respondió el jesuita con una sonrisa complaciente. Después de todo, se había creado una cierta distensión en el ambiente-. Pero a lo que yo vengo es a comentar otra cosa - Espero que no vendrá usted a largarme un sermón. Aun y todo, Iturregui no se lo quería poner fácil. Y Sopeña debería pasar por alto muchas alusiones si quería alcanzar su objetivo. - Ya sé que lo habitual es hablar de estas cosas en otro sitio. Pero me he permitido emir aquí porque, en realidad, cualquier sitio es bueno. - Adelante, padre. No le hacen falta a usted preámbulos. Lo que le ruego es que no tarde usted demasiado, porque estoy bastante atareado. - Lo supongo, lo supongo-dijo entonces el sacerdote de forma resuelta-. Me preocupa lo que está usted haciendo. - Yo hago muchas cosas. Y no sé exactamente a cuál de ellas se refiere usted, padre -Iturregui había preferido dejar seguir su discurso al cura para contestarle en su misma longitud de onda. - Me refiero a lo que se dice por Bilbao: Que está usted empezando a realizar su patrimonio, para después marcharse con la poetisa peruana esa a París. "¡Qué curioso! ¡De lo que se llegan a enterar los curas!, se admiró Iturregui, después del comentario directo del jesuita-. Aparentemente recluidos en sus iglesias, absolviendo de sus inexistentes pecados, neuras incluidas, a una amplia cofradía de feligresas, sus vidas discurriendo entre sacristías y salones de intachables señoras. Curas que, al cabo, hilaban informaciones con chismes, comentarios con secretos de confesión. Siempre al corriente de todo... Porque, eso sí... los jesuitas eran tropa aparte en el gran ejercito del clero". - No le.niego que conoce usted la situación. Lo que no entiendo muy bien es lo que tiene usted que objetar a eso... - Tengo que objetar, Iturregui, que tiene usted mujer e hijos. Y que no es usted libre de actuar de la manera que le venga en gana. Era la reflexión jesuítica clásica. Hábil, por supuesto, porque no le estaba contando toda esa teoría del matrimonio canónico. No le decía, por ejemplo: "Eso es para toda la vida, Iturregui.. Pero el industrial no sabia muy bien quién le había dado al cura vela en aquel entierro. - Permítame que le diga que esa es su opinión, y que además me la dice usted sin que yo se la pida, padre. Sopeña se arregló los pliegues de la sotana, con estudiada elegancia, antes de contestar: - En la vida, hay cosas que debemos hacer com el objeto de prevenir un mal mayor. La vida es larga, la gente con la que te encontraste un día no es siempre la misma a medida de que el tiempo va transcurriendo. - Sopeña había introducido un tono más jesuítico a su reflexión, más cercano, eliminando el tratamiento de usted y procurando no pronunciar el apellido del industrial-. Nosotros mismos cambiamos¿. Ahora buen, de todo eso no podemos deducir nunca una posición de libertad. O, para ser más exacto, de que nos podamos comportar a nuestro libre albedrío. Nuestra decisión fue libre, lo fue cuando decidimos ligar nuestra vida a otra persona. Luego, fruto de esa responsabilidad, llegaron otras, llegaron los hijos, como producto más importante de esa unión. Y luego, otras cosas, un sinfín de situaciones que se crean después de muchos años de matrimonio... ¿Cuántos? - Nueve, nueve años, padre. -repuso, ahora más apaciguado, Iturregui. - Nueve años de matrimonio, cuatro hijos, una mujer y una vida ordenada, tranquila... "Una vida tranquila... ¡Un aburrimiento de vida!" ¿Y se puede romper con nueve años de vida en común con tanta facilidad? ¿Se le puede dejar a una mujer sola, sola ante la vida, con cuatro hijos? ¿Se les puede dejar a esos pequeños sin padre, en el momento en que más necesitan de un padre? - Tampoco piense usted que les voy a dejar a la última pregunta, padre. Dispondrán de todos los recursos suficientes -Iturregui era consciente de lo extrañas y sin sentido que sonaban aquellas palabras, incluso para él mismo; unas palabras que alcanzaba él a pronunciar, atrapado como estaba por la red de la fácil oratoria del jesuita. - Nadie lo duda. Todo el mundo sabe quién es don Miguel Iturregui y que don Miguel Iturregui es una buena, excelente persona -Sopeña hacia énfasis ahora en el tratamiento, en un intento de subrayar el señorío del industrial, como si de un "noblesse oblige" se tratara-. No es por eso, es que hay una mujer, hay una familia, hay una vida en común que se rompe, una vida que se pierde... ¿Y todo eso a cambio de qué? ¿De una relación con una joven? Guapa, desde luego, por lo que dicen. Una relación que puede durar... ¿Cuánto tiempo? ¿Dos años, cinco, diez? Luego, todo eso acaba y uno se acuerda de su hija Mercedes, de sus otros tres hijos, de su pobre mujer... Y uno envejece... ¿Se tienen cuántos? ¿Cuarentaitantos? - Cuarenta y cinco... - Cuarenta y cinco años -proseguía, ahora impetuoso, el padre Sopeña-. Diez, quince años más, como mucho, uno envejece. Los achaques te van venciendo, y la mujer que se encuentra a tu lado ya no está dispuesta a cuidarte. Ella se había enamorado de aquella persona brillante, en plenitud de facultades, un hombre maduro, magnifico... Pero no quiere aceptar la obligación que tiene toda mujer de cuidar a un hombre. Se niega a pasar las tardes de la primavera al calor del brasero o colocándole la manta cada vez que se le cae de sus piernas. Ella no se imagina dándole de comer a la boca o que se manche la servilleta y los pantalones, o a arrastrar por el parque un carrito de invalido... ¡Ni por todo el oro del mundo! Te lanzaría, en lugar de eso, al aire, un beso, antes de salir de tu casa para reunirse con sus amigos artistas y volvería al caer de la tarde, o ya entrada la noche, mientras que te imaginas que ha podido en ese tiempo entregar sus favores a otras personas, a otros hombres... Y lo que pasa es que ya te encuentras entregado a esa condición, y careces de la fuerza necesaria para tomar un tren que te devuelva a Bilbao, con los tuyos. Y un mal día, de un mal invierno, por culpa de una mala "grippe", te quedas en la cama, y no te despiertas. A lo mejor sin que te acompañe el auxilio espiritual... Cosa que puede no importar ahora, pero que, cuando llega la hora de la verdad, que es la hora última, te acuerdas siempre de tu niñez, de cuando tu madre te juntaba las manitas para enseñarte a rezar; "Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto, y te doy mi corazón..." Recuerdas todo eso. Y tu primera comunión, vestido de blanco. Y el sagrario. Y las flores de mayo a la Virgen María. "Madre, te ofrezco esta flor..." Todo eso reverdece cuando se van agotando las energías, cuando se te van cerrando los ojos, cuando solo queda en tu boca fuerza para pronunciar cuatro palabras, solo cuatro: "Perdón, madre. Lo siento". Sopeña Interrumpía su larga exposición para evaluar el impacto que sus palabras habían producido en Iturregui. Y este, ciertamente, no era pequeño. El industrial hundía su cabeza, casi calva, entre sus velludas manos. El jesuita introducía entonces, para terminar, un tono más suave que el apocalíptico retrato que había dibujado hasta entonces. - Y tu madre te perdona, con seguridad. Tu madre y la mía y la de todos, también la del Señor. Perdona tus pecados, porque ella también sabe perdonar. Y aboga en tu favor ante su Hijo, aquel Jesús a quien rezabas con fervor cuando eras pequeño, para que te deje vivir por siempre con El... Lo que nos tendemos que preguntar, querido Miguel -dijo, ya para concluir el jesuita, tuteando directamente al empresario-, es si todo eso ha valido la pena, si no hubiera sido mejor evitarlo cuando todavía teníamos tiempo. Evitarlo ahora, por ejemplo.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (44). ¡Todo a la venta! (I)

Era ambigua, como siempre ocurría con Cecilia. Pero, en medio de todo, le decía más veces que sí que las que le decía que no. Parecía que estaba bastante decidida. Bastante, que era como decir mucho, porque los peruanos dicen "bastante" como los españoles decimos "demasiado". Y eso que, alguna vez, se había como medio enfadado, cuando ella le decía, entrecerrando los ojos: "Te quiero bastante". "Pues yo te quiero mucho -le contestaba él-. Que es más que bastante". Entonces ella le explicaba el significado del término. Definitivamente, Cecilia se iría con él a París. Y entonces Iturregui empezaba a planificar el sistema de desprenderse de todo su patrimonio. ¿Cómo lo haría? Lo primero, desde luego, preparar un inventario. Empezaría por los negocios que él dirigía personalmente: la naviera, la siderurgia, el diario. Después habría que considerar los consejos en que participaba: el banco, otras siderúrgicas, la compañía de seguros en Madrid, alguna otra sociedad en Barcelona... Después estaban los títulos de la deuda, imposiciones a plazo, acciones en otras empresas... Todo ello llevaba su tiempo. Tiempo en el que se ufanaba de contar a Cecilia cómo estaba preparando las cosas, pero ella desviaba su mirada de él, como si no la interesara. Aunque para Iturregui todo eso era muy diferente, no se trataba de simples negocios de venta o de compra. Para él, cada una de aquellas actuaciones era una forma de demostrarle su amor. Luego de ordenar sus bienes, había que ver la forma de liquidarlos. Con los títulos era relativamente fácil. Por un lado, las acciones que cotizaban en Bolsa: solo tenía que esperar a una posición alcista del mercado para vender. Y ese era un buen momento. Bilbao, la Villa por definición del dinero caliente en aquella Europa de la posguerra. En cuanto a los demás valores, podía esperar.. En realidad, nadie le obligaba a realizar todo su patrocinio en dos minutos. Pronto se dio cuenta, sin embargo, de lo que resultaba más difícil de todo: vender sus propios negocios., los que él había dirigido con mano de hierro, de forma tan personal. ¿Quién iba a gestionarlos a partir de entonces? ¿Quién iba a decir, por ejemplo, cómo se tiene que comportar un apoderado con el nuevo dueño? ¿O quién le dice al nuevo propietario que se quede con su máxima persona de confianza? ¡Si lo venia siendo desde hacia más de veinte años! Imaginaba a Astondo saliendo de su despacho, ocupado ahora por otra persona, a lo mejor un joven petimetre, de esos que se creen que lo saben todo, diciendo para sus adentros: "Estas cosas, con don Miguel, no pasarían. Don Miguel sabría cómo afrontar esta situación. Y eso, si conseguía por lo menos vender su negocio, porque resulta complicado encontrar a alguien que se quiera quedar con una sociedad creada por otro, o por los padres o los abuelos de otro, llevada por ese otro, con el personal fiel a esa persona, los clientes, los proveedores... De alguna forma tendría que garantizar una continuidad a todo eso. ¿Y cómo se asegura la continuidad a todo eso cuando uno se encuentra a casi mil kilómetros de distancia? También estaban los otros negocios. Los consejos en los que se sentaba. Tendría que hablar com sus socios: "Goiri. He decidido dejarlo". "¡Qué me dice usted, Iturregui!, le observaría su interlocutor, aparentando una expresión confundida, pues ya todos lo sabrían en Bilbao, un secreto a voces. Miguel Iturregui se marcha con una señorita de Arequipa. Lo vende todo". Y le diría Goiri: "La verdad es que ahora me viene mal, Iturregui. Tengo otros compromisos financieros... ¿Y a cuánto me dice usted que lo vende?" Claro que siempre podría encontrar a otro interesado. No era tan difícil transmitir las acciones, en el fondo. Pero también estaban los derechos de tanteo. Y obligaría a algunos a comprar al precio al que él había acordado vender. "Todo con tal de evitar que se sentara en el consejo ese imbécil de tal..." Le crearía algún que otro enemigo. Pero, bueno, él estaría a mil kilómetros. Aunque, a nadie le hace gracia buscarse enemigos inútilmente.

lunes, 11 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (43). No comprendiern nuestro amor (V)

"¿Qué me dices, Cecilia. Vendrías conmigo?", le preguntaba con frecuencia Iturregui. Tantas como dos, tres o cuatro veces en el mismo día. Y ella le decía que sí, aunque a Iturregui le parecía que ella asentía sin demasiada convicción. Como si el secreto de Cecilia Llosa se interpusiera una vez más entre los dos, entre su amor, en el futuro que compartirían juntos. Y sentía una gran duda en relación con todo eso. Le parecía como si fuera a montar un viaje a París, después de venderlo todo, toda su fortuna, en billetes del Banco de España negociables en Francia o en Inglaterra, para que ella le dijera en el último momento que no, que se quedaba en Bilbao, para volver después a Arequipa o pasar una temporada en Madrid o Roma o Viena... Era la Cecilia vacilante, indecisa; o la Cecilia que afirmaba sus decisiones con los labios apretados y la mirada firme, sobre la base de causas desconocidas para él. Pero ella le decía que sí, que le acompañaría a París, que vivirían su amor, ella cogida a su brazo, paseando por el Bois de Boulogne, con una sonrisa de complacencia, de felicidad. Y, entonces, Iturregui seguía haciendo planes: "Iremos a París y veremos qué villa nos compramos por allí". O... "No, no. Mucho mejor. Nos hospedaremos en un hotel, hasta que pensemos dónde instalarnos definitivamente". Y Cecilia asentía y asentía, hasta decirle en alguna ocasión: "¡Qué envidia me das!. ¡Qué bien te lo vas a pasar en París!" Y Miguel se la quedaba mirando, perplejo. "¿Qué es lo que ocurre, Cecilia? ¿Tú no vienes conmigo?" "No lo sé", le contestaba entonces, con la mirada puesta en el suelo. "A veces creo que me voy a volver al Perú". Y él se veía, en París, solo, recorriendo las alamedas de la gran ciudad, con el frío viento del invierno sacudiéndole en la cara; o, peor aún, en Bilbao, recomponiendo rápidamente su familia, haciéndose perdonar por la gente.

viernes, 8 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (42). No comprendieron nuestro amor (IV)

Haría algo. No era posible que Miguel Iturregui, el hombre emprendedor, activo, capaz en los negocios... se resignara a convertirse en un jubilado prematuro, a los cuarenta y cinco. Una existencia a la que tantos, sin embargo, aspiran: levantarse no antes de las diez; desayunar tu zumo de frutas, con café, "croissant", mantequilla y mermelada, aperitivo a las doce -"verre de champagne" o "martini seco"; una buena comida; paseo vespertino por el "Bois de Boulogne" o las librerías de viejo pegadas al Sena o descubriendo -con Cecilia, naturalmente- las últimas "toilettes" en el Faubourg St. Honoré, después de una buena siesta... Era cierto, podía ensayar alguna actividad empresarial, algo que tuviera que ver con España, alguna cosa de representación de intereses comerciales españoles en Francia, algo así. Lo que tenía muy claro era ese nombre: París. La ciudad del mundo que integraba al artista y a la "cocotte", al empresario y al político, al pícaro y al adusto... Pero todo con grandes dosis de "savoir faire", de elegancia. París, ciudad libre, para vivir la libertad de un amor sin murmuraciones ni limites.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (41). No comprendieron nuestro amor (III)

"Algún día volveré, Miguel. Allí están mi madre, mis hermanos, mis sobrinos. Está allí lo que fui y lo que seguramente seré". "¿Y yo? ¿Yo qué soy, Cecilia?" Le preguntaba él, de repente, espantado, como quien no quiere que acabe el sueño, ese dulce sueño de otoño. "Tú eres lindo -le contestaba ella-. Cualquiera que sea nuestra historia, yo la conservaré en l más profundo de mi corazón". Y era lo mismo que no decir nada, a la vez que se lo decía todo. En ocasiones, Cecilia era previsible, adivinable, simplemente normal. Parecía como si solo pretendiera vivir una historia como todas las demás; como las de esos novios que se pasean juntos, que se cogen de las manos en la complicidad del atardecer, una vez que han dado el esquinazo a la carabina de turno; pero ellos, novios del otoño, novios al cabo. Otras veces era la Cecilia del misterio, la Cecilia incomprensible, la Cecilia distante en sus ojos y en sus palabras; la que le insistía en que su amor era imposible y le pedía que no avanzara, y no solo porque lo fuera -aunque Miguel no comprendía por qué razón no era posible- sino porque la propia Cecilia no parecía estar dispuesta a que avanzara. Él sí. Él quería ser siempre un señor -un caballero español- para ella. Y todo eso se resumía en una sola palabra: lealtad. Que Cecilia percibiera que se podía creer en él, que él no era uno de esos hombres que se limitan a "echar una cana al aire" o a mantener a una amante. "España y yo somos así, señora". Y entonces, él movía los hombros y la barbilla hacia arriba, como en una actuación teatral, para terminar diciendo con una amplia sonrisa: "te lo digo de verdad". Y así terminaba él, produciendo alguna divertida confusión, que tanto le gustaba. Lo venia pensando desde hacia algún tiempo. Bilbao se había convertido en una ciudad inhóspita para ellos. Quizás Cecilia fuera menos consciente que él de esa realidad. Para ella, Bilbao era solo Iturregui, apenas un conjunto de tiendas, "restaurants", clubes y oficinas que él le refería, que él conocía. Podía ser igual Bilbao que San Sebastián o que Santander: todo concluía en el vértice de Miguel Iturregui. Pero él ya no podía soportarlo, y se lo dijo una tarde, entre el tráfico de los camareros del Lion D'Or paseando los tés o los "gin fizz" o los whiskies con soda Berriz. "¿Sabes en qué estoy pensando, Cecilia?". Y ella le preguntaba con los ojos. "Estoy pensando en venderlo todo y marcharme contigo a algún lugar en el que a la gente no le preocupe nuestra relación". Y luego, se quedaba mirando hacia el techo de la cafetería, del que pendían grandes arañas que proyectaban su luz por todo el local. "A lo mejor -decía-, a lo mejor algún día llamo a Mercedes para que se venga a vivir con nosotros". "Me encantaría", decía Cecilia. Y le preguntaba después: "¿Y tu mujer? ¿Y tus otros tres hijos?". "Bueno -contestaba-. En realidad, no se quedarían a la última pregunta, Begoña tiene su capital. Pero también he pensado en eso. No vayas a creer que yo soy tan mala persona. Con el producto de la venta constituiré unas rentas para Begoña y para mis hijos que les garanticen un pasar decente". Y Cecilia tenía todas las preguntas: "¿Y adonde iríamos?". "A París", contestaba sin dudar Iturregui. "París que es la patria de la tolerancia y de la libertad, y donde tú podrías hacerte un hueco entre los artistas y los poetas". "¿Y tú? ¿Qué harías tú?" "Yo te querría", proclamaba él, en el entusiasmo de su amor. "Con eso me bastaría". Y Cecilia miraba entonces hacia otra parte, casi indignada. "Tú tendrías que hacer algo". Y él asentía, casi balbuceante, como un niño pequeño. "Algo haría, entonces".

lunes, 4 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (40). No comprendieron nuestro amor (II)

Pero su amor no era ya un querer distante. Su amor era cada vez más próximo; en la misma medida en que la gente les observaba con esa característica circunspección, adusta, de expresión corta, de la gente de Bilbao. Su amor se agrandaba a la vez que se reducía su trato social. De Begoña, mejor ni hablar. Begoña pasaba del reproche a la sacristía, y de esta al reproche nuevamente. Por suerte, para él ya existían muy pocas oportunidades para la relación; pero, cuando se producían, casi no sabia Iturregui lo que prefería de Begoña, ¿su expresión triste o su palabra amarga?, y entonces optaba por... ninguna de las dos. Llegaba a su casa a las doce, a la una. Al día siguiente madrugaba y se encontraba ya a las ocho en su oficina. Y además no dormía. Pensaba en Cecilia, en cómo vivir una historia de amor para siempre, con ella. Pensaba en Cecilia, en esos quince años que le podían quedar para ofrecérselos. Y también en Mercedes, en Begoña, en los otros tres chicos; en la mejor solución para acabar con una historia que ya solo podían alimentar las convenciones sociales, las posiciones morales o las inercias familiares. Lo que sí estaba claro era que se le acababa su prestigio en el mundo de los negocios. Aquellos consejos de administración en que su opinión se oía con respeto, a veces casi hasta con veneración, eran sustituidos ahora por otros en que se le llegaba a interrumpir, incluso se le criticaba sin motivo, solo porque -tal vez- se había puesto de moda el comentar después: "Este Iturregui. Ya se ve que la peruana esa la ha sorbido tanto el seso que de él no le queda ni para pensar..." En alguna ocasión se lo comentó a Cecilia; lo hacia de forma indirecta, para que ella no pensara que que su extraña relación le pudiera producir tristeza. "En ocasiones, Cecilia, he pensado que la razón la tenias tú y que el que se equivocaba era yo. Que esta no es una Villa liberal y sí provinciana, pacata y estrecha. Que la reacción a tus versos del 13 de septiembre es la verdadera respuesta del Bilbao de hoy y no lo que entonces pensaba". Y ella se le quedaba mirando, coligiendo que Iturregui, su Miguel,, descubría la amargura de la verdad, por causa de su amor. Y a ella no le gustaba eso, habría preferido cualquier otra cosa, por ejemplo, no existir, antes que sentir que su mera presencia pudiera causar pena, tristeza, pesar... ¿Qué era en realidad Bilbao? Después de dos sitios contra los carlistas -o de estos, los sitiados, contra los liberales- y ganados ambos por los segundos, se diría que la tradición estuviera ganando el verdadero sitio, el de todos los días. De modo que las sotanas continuaban recogiendo el polvo de la calle, oficiando sus ceremonias en los grandes salones, dictando la opinión necesaria a seguir por sus más importantes feligreses, colándose en sus mentes por el menor resquicio. Luego, todo lo demás, apenas si eran los negocios lucrativos; soportados en el apoyo, en la tutela, en la protección del arancel del Ministerio de turno. Y ya podían venir políticos honestos, como don Santiago Alba, que enseguida se alzaba en su contra el corifeo de los catalanistas de Cambó, los bizcaitarras de Sota o los monárquicos españoles de la Liga de Productores. Ya solo les importaba la riqueza. Todo lo demás no era sino la prolongación de esta y el poder político no era sino una posición de continuidad con respecto a aquella. Claro que, en otras ocasiones, se daba cuenta de que juzgaban con injusticia. Bilbao era una Villa digna, esencialmente lo era. Española por encima de todo, incapaz de pactar con bizcaitarras o con tradicionalistas, excesivos siempre en su distancia com respecto al régimen constitucional. ¿Cómo podía él condenar a Bilbao a causa de su historia personal? ¿Cómo podía él afirmar que Bilbao no comprendía, cuando era él el que se estaba distanciando tanto de Bilbao y de su gente? No, la pugna no se establecía en la forma según la cual Bilbao estaba en contra de Iturregui, sino que era este último el que estaba combatiendo a Bilbao. Y, en esa tesitura, era muy difícil la victoria de Miguel Iturregui. Seguramente se lo comerían.

viernes, 1 de febrero de 2013

Cecilia entre dos mares (39). No comprendieron nuestro amor (I)

Cecilia le decía, a veces: "Nuestro amor es imposible". Y a continuación le refería una amplia retahíla de causas por las cuales era mejor que su historia no creciera. La primera, la familia de Iturregui. Su mujer y sus hijos, que eran mudos testigos de una infidelidad, de una relación que se desarrollaba más allá de las normas, tanto más allá que se enfrentaba directamente a ellas. Luego estaban las demás cosas. Estaba, por ejemplo, la actitud de la gente. En el Lyon D'Or, en la Bilbaina, en el Amparo... Miguel notaba siempre las miradas duras, frías; los saludos distantes de sus amigos, de las personas "comme il faut" del Bilbao de toda la vida. Pero también advertía, quizás de una forma un tanto ingenua, que solo se trataba de las primeras expresiones. Luego, a lo mejor, después de verle con ella, la cosa cambiaba. Y es que tenia la sensación de que daba comienzo una reacción muy diferente, la presidida por la envidia. Porque Cecilia les gustaba a todos, no solo a él. Aunque era él quien paseaba a Cecilia, era él quien convidaba a Cecilia a comer, era él quien publicaba sus poemas. Sus poemas. Ya no eran textos rescatados de sus libros de Arequipa; versos dedicados a no se sabia muy bien qué persona. Los poemas de hoy eran suyos, eran de Miguel, pensados en Miguel, contando su amor por él. Como ese que decía: "Sigue así, Con tu querer distante, Que me vuelve loca. Llévate a donde vayas, Mi corazón, Que yo no tengo razón Pata olvidarte. Pero, ven. No ye alejes mucho de mi boca Tengo las manos frías, Mi cuerpo anhelante Te desea Sigue así, Y déjame que sea Para ti Como la sombra de una rosa diletante.