miércoles, 1 de febrero de 2012

Intercambio de solsticios (317)

Literalmente arrastrado por su mujer, Jorge Brassens debía levantarse del pútrido sofá que ocupaba –una más incómoda alternativa a su siempre grata cama- para salir de aquel apartamento.
Tomaron nuevamente la calle Francisco de Goya y, amparados por las sombras de una noche que estaba más negra que la boca de un lobo –la iluminación nocturna ya hacía tiempo que había desaparecido en los barrios del antiguo Madrid-, el matrimonio Brassens-Suárez describía una curva hacia la derecha, toda vez que llegaban a la avenida de Alfonso XIII.
Afortunadamente no se veía un alma. Vic tuvo entonces la duda de si sus perseguidores habían abandonado esa tarea, pero ya no cabía volver hacia atrás.
Torcieron nuevamente hacia la derecha, por una calle paralela y más estrecha que el Paseo de la Habana, que le servía de referencia. El silencio de la noche podía resultar tranquilizador, pero Vic Suárez se encontraba muy preocupada y el miedo se había adueñado de ella. Temblaba como las ramas de un sauce movidas por el viento, pero no era sólo su organismo friolero el que se resentía en el frescor de la noche, era además el temor por lo desconocido.

- No contesta –informó Cristino Romerales.
- A lo mejor es que está en peligro. Voy para allá –expresó resuelto Francisco de Vicente.
- Ten cuidado –le aconsejó Cristino.

Entretanto, Juan Carlos Sotomenor, una vez que su jefe dirigía sus apesadumbrados pasos hacía el antro que alojaba a las prostitutas de la otrora sala “VIP” de la estación de Chamartín, agrupaba sus papeles antes de poner una comunicación telefónica interna.
- ¿Román?
- Díme, Juan Carlos.
Román Santiuste era el número tres en el Departamento de Interior del Consejo de Chamartín.
- Reúne a todos los efectivos que tengamos y ven con ellos –ordenó Sotomenor.
- ¿En cuánto tiempo, jefe? –preguntó Santiuste.
- Son ya las tres y media de la madrugada… Si te das un poco de prisa a lo mejor podemos descabezar un sueñecito antes de que todo esto empiece.
- Vale, vale. Espero que nos podamos ver en… ¿un cuarto de hora?
- Vale. Me parece bien.

Y el matrimonio avanzaba pesadamente por las calles de Madrid. Algunos bultos en algunos rincones denotaban la presencia de vagabundos que dormitaban al escaso abrigo de los soportales y los apenas entreabiertos portales de las casas. Vic los evitaba, conduciendo a su marido ora hacia la calzada, ora hacia la acera. Lo auguraba la letra del tango argentino: “Silencio en la noche/Ya todo está en calma/El músculo duerme/La ambición descansa”.
La ambición sí, pero ellos no: tenían todavía algo que hacer.

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