miércoles, 28 de noviembre de 2012

Cecilia entre dos mares (18). Cecilia llega tarde (V)

- Le recomiendo a usted el bacalao, señorita. Además, aquí, en "El Amparo", se da la mejor calidad de bacalao "a la vizcaina" de toda España. La risa, fresca y limpia de Cecilia, sorprendió a Iturregui, que preguntó, un tanto desconcertado: - ¿De qué se ríe usted? - No llevo mucho tiempo en Bilbao, como usted sabe. Pero ya me estoy acostumbrando a eso de que en esta ciudad se hacen las mejores cosas de España. Iturregui sonrió ampliamente. - Lo primero, señorita Llosa -empezó este irónico- es que esto no es una ciudad, sino una Villa; la Muy Noble y Muy Leal Villa de Bilbao. Y luego, hay que decir que en Bilbao, de una forma muy callada, aunque a veces no lo parezca, se está proyectando la industrialización de Vizcaya y de buena parte de España. Capitales bilbainos crean industrias en Valencia, en Madrid, en Sevilla... Muchos andaluces, extremeños, castellanos vienen a esta tierra a trabajar... Y... - ... Solo les falta una cosa... - ¿Perdón? - Perdone usted, que le he interrumpido. - No, no faltaba más. - Le decía que si así es solo les falta una cosa. - ¿Cuál es esta? - Ser arequipeños. Iturregui rió abiertamente la ocurrencia de la peruana. - ¿Qué pasa? ¿Que los arequipeños son un poco "faroles" -preguntó nuevamente irónico. - ¿Cómo? - Perdone usted. "Faroles", presuntuosos. - Somos efectivamente orgullosos, como me lo parece que son ustedes. - Ya -admitió sonriente Iturregui. - Pero le había interrumpido antes. - Sí. Le quería decir que, además de nuestra capacidad innovadora y empresarial, es conocido en el resto de España nuestro gusto culinario. Y este establecimiento en el que nos encontramos provee de bacalao al mismísimo conde de Romanones que, como usted supongo conoce, reside en Madrid, adonde le hacen llegar las cazuelas. - Está buen. Habrá que probar entonces ese bacalao -aceptó condescendiente Cecilia. - Le aseguro que está para chuparse los dedos. ¿Le gustan a usted los fritos? - ¿Qué fritos? - Las croquetas. Unos bocaditos... - Sí. Sí me gustan. - Pues voy a pedir unos fritos variados. Y, para después, bacalao a la vizcaina.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Cecilia entre dos mares (17). Cecilia llega tarde (IV)

- Ignacio ha cogido una "grippe" horrorosa, Miguel. Y una fiebre altísima, más de cuarenta grados. Ha venido el médico y me ha dicho que guarde cama, que le ponga unos paños calientes con un preparado de menta y que le dé un jarabe. - Luego iré a ver cómo está. - Estoy preocupada, Miguel. Es un niño muy enfermizo y el medico no para de venir por aqui. ¿No será cuestión de llevárnoslo una temporada a un ambiente distinto, más seco? - ¿Eso te lo ha dicho el médico? -preguntó, casi indiferente, Iturregui. - Te noto algo distraído, Miguel -protestó Begoña-. No, eso no me lo ha dicho el médico. Juanita Hormaechea tenía un caso parecido con su hija Fuencisla y se la llevó a Burgos unas semanas. ¡No sabes lo que mejoró la niña! - Está bien. Pero consúltalo con el médico. No sea que se trate de un caso distinto. Por cierto, espera a que se recupere de esto. De lo contrario, seria peor el remedio que la enfermedad. La muchacha servia el postre: queso blanco de Burgos con membrillo. Después, Begoña Tellechea aprovechaba la oportunidad para cambiar de conversación. - Esta tarde ha estado el padre Sopeña. - ¡Qué raro! - Ya estamos -dijo Begoña disgustada-. Últimamente, siempre que te hablo del padre Sopeña estás con que si viene todos los días, que si tal, que si cual... - No creo que falto a la verdad si digo que es asiduo visitante a esta casa el tal señor -observó cáustico Iturregui. - El padre, Miguel. No es ningún "tal señor". Es el padre Sopeña. - Pues en los pueblos siempre se dice eso del "señor cura". Además, entiendo que no se trata de ninguna calificación peyorativa, Begoña. - Peyo... ¿Qué? Bueno, en realidad, lo que me ha dicho el padre Sopeña es que esa Cecilia Llosa debe ser una pelandusca. - ¿Pelandusca? ¿Cecilia Llosa pelandusca? No entiendo. Yo creía que estaba fuera de dudas la calidad humana y poética de esta señorita, cosa que ha sido reconocida por diversos premios en su patria. - A saber cómo los conseguiría... - Bueno. A ver si vas a creer que los ha obtenido haciendo carantoñas a los miembros de los distritos jurados. Conozco a esta señorita y puedo asegurarte, Begoña, que es una chica normal. Lo que pasa es que no pueden soportar dos cosas de la... Impulsado por su admiración hacia la peruana, Iturregui se daba cuenta de que quizás estaba llegando demasiado lejos, de modo que dejaba colgada la frase. La pregunta de Begoña era por lo tanto inevitable: - ¿Qué otras cosas, Miguel? - Bueno... Que es una poetisa, lo cual no es una cosa habitual, y además, avanzada para su tiempo. - Ya. Pero había otra cosa. - ¿Qué otra cosa? - Decías que o le perdonaban dos cosas... - ¡Ah! ¿La segunda? Pues que es una señora bastante atractiva. Begoña Tellechea colocó con cuidado su servilleta de tela sobre la mesa y se levantó de su silla sin decir nada. Iturregui disponía trozos de queso y de membrillo, aproximadamente iguales, uno sobre otro. Y una vez que dio por concluida su cena, encendió un buen habano y se lo fumó en el silencio de su salón. Su mujer, probablemente se había retirado ya.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Cecilia entre dos mares (16). Cecilia llega tarde (III)

A Iturregui le recorrió una especie de hormigueo por el interior de su organismo, que se veía seguido por un repentino escalofrío. ¿A quién se refería el poema? En él se hablaba de alguien, de alguien que está y que no está, a la vez cercano y distante, pero siempre presente. Y lo curioso era que no se trataba de una de las poesías ya publicadas, se refería a un trabajo nuevo en este caso. Y le atravesaba entonces el destello de una ilusión, vana o real, ¿se estaba refiriendo a él? Él mismo, Miguel Iturregui, el objeto de los versos de la poetisa; Iturregui, una suerte de hombre del momento para Cecilia... Sí, en el fondo era solo eso, una ilusión, una nadería. ¿Cómo podía pensar que la musa de ese poema podía ser él mismo? Una tontería. Pero el hombre está fabricado de sensaciones que están abiertas a flor de piel y que, más allá de los acostumbrados análisis fríos, rigurosos y objetivos, la sola posibilidad de que él podía tener algo que ver con el poema, por supuesto, nada aproximado a la realidad, todo producto de su fértil imaginación, se sintió repentinamente animado. Al fin y al cabo, ¿por qué no? ¿No se hablaba con tanta frecuencia de los flechazos? Pues se podía tratar de una de esas flechas que arroja Cupido y que les había alcanzado a los dos. Raro, sí; extraño, por supuesto. Pero no imposible, para nada imposible. Cecilia notó Inmediatamente el impacto que sus versos habían producido en su interlocutor. Y preguntó muy suavemente, con la misma suavidad con que había leído su poema: - No dice nada. ¿No le ha gustado? Iturregui se repuso en aquel mismo instante. - Al contrario, me ha encantado. Me parece tan cercano, tan íntimo. No sé... - ¿Qué no sabe usted? -preguntó divertida Cecilia. - Nada. Es muy bonito -dijo Iturregui a manera de contestación, dibujando en su rostro una amplia sonrisa. - Lo que pasa es que usted no quiere responder. - No, no es eso. Solo le decía que me ha parecido muy cercano. Y es que, habitualmente la poesía me parece algo lejano, como si no se hubiera escrito para mí. Y esta, le ruego que me perdone antes de nada por la presunción, porque nada hay en su poema que lo pueda indicar, me ha parecido que no solo lo entiendo, sino que lo siento como mío. - Hummm -acertó solamente a articular la peruana. - Eso es lo que quería decir -aseveró ahora irónico Iturregui-. Hummm. Sabe bien. Es domo esos platos que te preparaban en casa de tu abuela. Y a lo mejor alguien te ls prepara muy parecidos, pero nunca saben igual. Entonces eran más tuyos. Tenían el sabor familiar del que te apropias en tu infancia, cuando las cosas son tuyas de verdad. ¿Me permite un comentario, señorita? Cecilia seguía atenta las palabras de Iturregui. Resultaba curioso: él mismo había cambiado de conversación. - Yo he pensado alguna vez -prosiguió Iturregui, animado por el silencio de la peruana- que es en la infancia cuando tienes las cosas. Lo que es de verdad tuyo, lo que luego se va convirtiendo en tu personalidad. Después tienes las cosas de una forma instrumental. Tienes dinero para que se te reconozca o para vivir bien o para comprar un automóvil, eres propietario de una casa amplia, eres padre de unos hijos relucientes... Todo eso. Pero al mismo tiempo sabes que eso es lo que en realidad no tienes. Vives bien, en apariencia. Pero no disfrutas de tu vida, envuelto como te ves en un trabajo esclavo. Más esclavo que el de tus empleados, si cabe. ¡Ja. Me río de las tesis socialistas! Tu automóvil, que guía un mecánico uniformado de traje azul marino, al que subes agotado, después de una larguísima jornada de trabajo. Tus hijos, a quienes apenas ves, y que algún día se convertirán, si no lo son ya, en sujetos egoístas, aparentemente respetuosos, eso sí, con sus padres, y que querrán, y eso es justo, señorita, vivir su vida... Eso que tienes no lo tienes. Y solo es tuyo lo que has perdido, lo que fuiste en tu niñez: los pasteles que comías; los besos que te daba tu madre a las nueve de la noche, antes de acostarte y, sobre todo, una cosa, tus ilusiones, que se unían a tus inquietudes: ¿Qué será de mí cuando sea mayor? ¿Cómo me irán los negocios? Pero la estoy aburriendo, señorita. La expresión de Cecilia era muy diferente a lo que sugería Iturregui. - Tendría que haber sido usted escritor. Lo que dice está muy bien pensado. - ¿Escritor? Ya hay bastantes escritores, señorita Llosa. Usted, por ejemplo, que escribe divinamente. - Pero lo que pasa es que le he enfadado a usted -dijo Cecilia con un mohín. - ¿Enfadado, por qué? - Me lo ha dejado ver más o menos, porque es usted muy educado... Porque he llegado tarde. - ¡Ah! ¿Era eso? ¡Al contrario, señorita! Y, para demostrarle que no es así, le convido a comer mañana mismo. Si le viene bien, si no tiene usted ningún otro compromiso, por supuesto. - ¿Mañana? Está bien. ¿Y cómo nos citamos? - Le paso a recoger al hotel Carlton, si le parece. A las dos. - Perfecto. - Ahora lo siento. Pero se me ha hecho muy tarde. Me tengo que ir. ¿Quiere que le deje en algún sitio? ¿En su hotel, tal vez? - No se preocupe usted por mí. Me quedaré un rato más aquí. Y luego volveré al hotel dando un paseo. - ¿Sola? ¿No le parece algo inconveniente, señorita? - ¿Inconveniente? Tampoco se crea usted que Bilbao es como Chicago, Mig... Iturregui. - Desde luego.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Cecilia entre dos mares (15). Cecilia llega tarde (II)

"Estás aquí, no te vayas. Que yo me quedaré contigo. Vienes a darme tu apoyo Y yo te siento, aunque estás lejos. Estás aquí, de vez en cuando. Pero percibo tu sombra que protege, Y ahora lo sé de cierto, Te esperaba desde antes, Bastante antes de conocerte. Estás aquí, estoy contigo, Son minutos que habría que estirar. Hacerlos horas, días, meses... La vida entera estirada, contigo. Estás aquí, me das calor. No sé por qué confió en ti. Y que llevaras mi vida, Por el mundo, si conduces tú. Estás aquí, en este día, Otro día que quisiera se estirara Para trocado en noche, acercarme a ti Soñar contigo, despertar contigo... Sintiendo para siempre que... Estás aquí".

viernes, 16 de noviembre de 2012

Cecilia entre dos mares (14). Cecilia llega tarde (I)

Iturregui había vivido el día pensando en lo largo que se le iba a hacer el tiempo hasta que llegara el momento de su cita. Las ocho de la tarde y él contaba las horas en el reloj que tenía en su "closet", que le hacia de gimnasio también. Las flexiones, pensando en ella; los abdominales, "nada más faltan trece horas..." El baño, el desayuno como siempre solo, Begoña arriba, instalada en un sueño invariablemente profundo. "Nada más doce, doce horas, Miguel". Y luego, en su despacho. Once, diez, nueve, ocho. "Seis horas". Y ni siquiera quiso comer. Y eso que tuvo alguna llamada para compartir el almuerzo en La Bilbaina. No quiso ir. No se concentraría. Seguro que le notarían distraído. Ya eran las ocho memos cuarto. La hora de salir hacia el Lion D'Or. Aunque resultaba muy posible que llegara tarde. Seguramente que llegaría tarde, aunque para entonces, la tertulia habría concluido hacia tiempo y el ambiente serio y filosófico de la hora del café habría cedido terreno a las parejas de novios o a los alegres grupos de jóvenes. Y por más que Iturregui examinaba el interior del local estaba claro que Cecilia no había llegado aún. Así que ocupó una mesa, encargó que le sirvieran un "gin-fizz" y, con "El Porvenir de Bilbao" en sus manos, se dispuso a esperar a Cecilia. Las ocho y cuarto, casi se sabia el orden de las noticias de memoria. Las ocho y treinta y cinco, se le había acabado la bebida y no quería pedir más; tampoco estaba demasiado acostumbrado a empinar el codo... ¿Le pasaría siempre lo mismo? La espera, hasta el punto de confesarse a su coleto: "Me voy. Esto ya es demasiado. Ninguna mujer me ha hecho esperar tanto tiempo". Y entonces, justamente en el limite de lo que Iturregui estaba dispuesto a tolerar, aparecía Cecilia. Traje de chaqueta de "tweed", con una falda tubo que la obligaba a avanzar con pasos cortitos y un sombrero tipo casquete de la misma lana que su traje. - Lo siento mucho Iturregui. Pero es que he estado visitando distintas editoriales y se me ha hecho muy tarde. - No importa, señorita. Lo que pasa es que también a mí se me ha hecho muy tarde y supongo que me tendré que marchar enseguida. - Bueno. Por lo memos espero que me invite usted a un café. - No faltaba más. ¡Camarero! - Hace bastante calor aquí. Me voy a quitar la chaqueta -dijo ella. - Permítame -Iturregui la colocaría sobre sus hombros. Fue entonces cuando advirtió que la peruana disponía de una perfecta "poitrine" Mientras la servían el café, Cecilia extraía de su bolso un ordenado conjunto de cuartillas. - Le había dicho que quería seleccionar un poema de entre algunos de los que me han editado. Pero creo que tiene más interés que me publique uno que recién acabo de escribir. ¿No le parece? - Desde luego que tiene el mayor interés. Y Cecilia le extendía los papeles para que él los leyera. - Me gusta más cuando los lee usted -dijo Iturregui a manera de ruego. - No leo muy bien -dijo ella tocando graciosamente con su mano el hombro de Iturregui-. Pero si insiste... No le hizo falta insistir. Cecilia leía con su voz queda.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Cecilia entre dos mares (13). La primera cita (V)

Tenían que hablar de sus futuras colaboraciones. Iturregui disponía ya de unos cuantos libros de poemas de la peruana. Pero le había dicho que no era él quien pudiera seleccionar ninguno de ellos, que para eso tenían que volver a verse. Al fondo de la cafetería, el rumor permanente de la tertulia de don Juan Echezárraga. "Nos veremos el martes que viene, si le parece a usted". Y Cecilia asentía. ¡Todo parecía tan fácil en aquel otoño de Bilbao! Él, avanzando en una relación que apenas si tenia que ver con la publicación de unos poemas; y ella, siempre distante, casi perpetua, dejaba hacer. Luego, no hubo más remedio que presentar a Cecilia a los contertulios. Y muy pronto se enzarzaron en una discusión sobre las características de la narrativa hispanoamericana. "No tengo más remedio que admitírselo, señores. Nos falta tiempo". Y Herrerías, siempre con sus teorías políticas al quite: "Les faltará a ustedes el tiempo que necesiten para conseguir un sentido de nacionalidad. Luego surgirán todos los escritores que sean necesarios. Pero antes, tienen que ganar ustedes el sentido de la nacionalidad. No se olviden ustedes, antes que Cervantes y El Quijote tuvo que nacer la idea de España". "Es una opinión muy interesante, Herrerías", observó Echezárraga. Y por supuesto que lo era.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Cecilia entre dos mares. (12). La primera cita (IV)

Se había marchado ya. Iturregui no comprendía muy bien cómo se las arreglaba ella, pero ya tenía algún que otro amigo en Bilbao. El joven director de "Noticias del Norte", que le pedía una colaboración. "No voy a publicar nada en tanto que usted no me lo permita", le dijo Cecilia. "Por supuesto que puede usted colaborar con otros diarios, señorita". "De todos modos, es suya la preferencia", contestaba la poetisa haciéndole un mohín simpático. Arequipa. Perú. "Esto se parece algo a mi ciudad. Si no fuera porque las cumbres allá son mucho más elevadas. Figúrese usted que la más pequeña, el Pichu Pichu, casi alcanza los cinco mil quinientos metros". "Nada que ver con esto. Y claro, tendrán nieves perpetuas en su cima". "Y cráteres volcánicos", proseguía ella entusiasmada. "Lo que no tienen ustedes en Arequipa es mar", le decía Iturregui. "Muy cerca lo tenemos. Es el conocido puerto de Mollendo. Y hay playas por ahí . Y hasta esa lluvia que me ha acompañado hasta aquí se parece mucho a nuestra 'garúa'". "Es el 'sirimiri'", explicaba el empresario. "¿Cómo la llaman ustedes, 'garúa'". Se había ido ya, pero volvería. Tenía la intención de permanecer en Bilbao por lo menos un par de meses más. ¿Y por qué, justamente, en Bilbao? Si acaso fuera París o cualquier ciudad de Italia, Pisa, por ejemplo, o Florencia, o Siena, con su maravillosa plaza y su parte vieja. ¿Por qué Bilbao? Cecilia Llosa le observaba desde sus ojos cargados de misterio. "No me negará usted que Bilbao es un lugar tan bueno como cualquier otro..." Y ya se veía él, cogido, por eso de su conciencia de buen bilbaino. "Yo no digo eso, pero..." Cecilia le parecía algo así como la mujer eterna. Creaba ella una distancia oceánica, casi infinita, entre las preguntas que él le formulaba y sus respuestas. Cambiaba de tema, con una sonrisa, cada vez que le convenía. No se dejaba atrapar nunca. Le parecía algo así como una mujer voluntariamente sometida a una especie de eterna fuga. ¿Qué pasó en Arequipa, Cecilia? Se lo preguntaría en alguna ocasión. Y seguramente que ella evadiría la respuesta. Lo haría una vez más.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Cecilia entre dos mares (11). La primera cita (III)

- ¿Por qué se sienta usted ahí, Iturregui? ¿Es que le parecemos poca compañía? La fuerte voz de don Juan Echezarraga era inconfundible. Don Juan, con su pelo desordenado y los bolsillos de su chaqueta repletos de periódicos. - Desde luego que no es mi intención hacerles un desaire, don Juan, pero es que estoy esperando a una escritora de las letras sudamericanas y considero que es mejor que la reciba, previamente a presentársela a ustedes. - Bien. En ese caso -dijo Echezarraga, siempre en presidente de la tertulia- prepararemos algo de literatura. Por hoy, Herrerías, no habrá discusión de política. Enrique Herrerías asintió con una sonrisa antes de asegurar: - De todas formas, don Juan, tengo aquí un comentario sobre el origen de las villas y la lucha del elemento rural y el ciudadano, en que aquel supone el origen del bizcaitarrismo y este el del elemento liberal, que me parece puede resultar interesante... - ¡Bueno, bueno! -exclamó Echezarraga-. Empecemos por eso, Herrerías, que tiempo habrá para pasar a la literatura. Herrerías disertaba sobre el nacimiento de la ciudad. Hecho que, según él, explicaba casi todas las cosas: los aldeanos contra los ciudadanos, los carlistas contra los liberales, aquellos y los nacionalistas contra los mismos liberales y los socialistas... mientras que Iturregui, sentado en una mesa contigua a la de la tertulia de todos los días del Lion D'Or, esperaba revolviendo con la cucharilla el café, primero, o calentado entre las manos su copa de Armagnac... Las cinco menos cuarto. Y no llegaba. La perorata de Herrerías había concluido y, a punto estaba Iturregui de entrar, una vez más, en la tertulia para testimoniar su acuerdo con aquel político y estudioso de la historia y hombre de acción que era Herrerías. Pero él esperaba a la señorita Llosa, la musa de las letras sudamericanas. Las cinco. Las cinco y cuarto... La voz de Echezarraga sonaba otra vez, estentórea. Dominando los antiguos salones de la cafetería: - Plantón. Le han dado a usted plantón, Iturregui! ¡Vamos, que no tiene usted edad para que le hagan eso! Pero lo cierto es que daban ya las cinco y media y ya estaba Iturregui levantándose de su asiento para llamar por teléfono al hotel o para acercarse a este. En ese preciso instante apareció Cecilia Llosa. Iturregui tuvo que pensar si la había visto alguna otra vez. Claro que era ella, pero apenas si conservaba un recuerdo de su cara, de su manera de andar... Vestía ella un abrigo encarnado que dejaba sueltos, hacia abajo, los volantes de una falda azul clara que descubría una generosa porción de sus bellas piernas, cubiertas estas con unas medias del mismo color que su falda. Zapatos rojos, de tacón alto y, en la cabeza, un sombrero marrón en el que aún brillaban unas gotas de agua. En la calle había comenzado a llover. Cecilia echo un breve vistazo al local y no tardó en descubrir a Iturregui. No en vano, su mesa estaba situada en la zona central del salón. - Le pido todas mis disculpas -dijo la Llosa don una amplia sonrisa. La expresión del rostro de Iturregui decía que las aceptaría sin la menor de las reservas-. Es que... se ha puesto a llover y he pensado que seria mejor protegerme con un sombrero... Lo que pasa es que no he encontrado el que buscaba y me he tenido que poner este que no va demasiado bien. - Pies a mí me parece que le sienta a usted divinamente. Iturregui la invitó a sentarse. Después, acercó educadamente, su silla hacia la mesa y, a continuación, hizo una seña a uno de los camareros, que se aproximó en seguida. Cecilia tomaría una manzanilla. - He llegado tarde -dijo ella con una picara sonrisa-. Pero debo decirle que eso, en mi Pais, no es demasiado grave. De modo que si alguien tiene una cita y demanda que haya puntualidad por la otra parte, insiste siempre en que llegue "a hora inglesa". - Así que si tengo una cita con usted y no le hago esa precisión. ¿Con qué retraso llegará usted? -preguntó Iturregui, adoptando también un tono divertido. - ¡Oh! En ese caso procurare llegar puntual! Pero si me retraso unos treinta minutos espero que no se enfade usted... - No sé si esa perspectiva me va a encantar -dijo el empresario cambiando a un tono más irónico. - ¡Se ha molestado usted! - De ninguna manera, señorita. Lo que pasa es que en Bilbao las cosas se hacen siempre con puntualidad -ahora Iturregui se expresaba con toda seriedad. - Bueno -dijo Cecilia cambiando la conversación-. Le quería enseñar a usted una cosa -introdujo su delicada mano en el amplio bolso y buscó durante un rato ente los objetos diseminados en su interior-. ¡Ah! ¡Aquí están! -y extrajo finalmente cuatro libritos de poemas que entregó a su interlocutor. Iturregui dedicó unos instantes a su consideración y ojeó algún que otro poema ante la atenta mirada de Cecilia. Después dejaría los libros sobre la mesa mientras que su autora clavaba sus ojos en los suyos. - ¿Quiere conocer mi opinión? -preguntó el bilbaíno. - Desde luego. - Pues mire usted. No sé si esta valdrá de mucho, porque yo no soy especialista en poesía -Iturregui hizo una pausa después de pronunciadas estas palabras-. Para mí hay dos tipos de poemas: los que entiendo y los que no. Y, por lo menos, estos están entre los primeros. - Pero no me ha dicho si le gustan -insistió la peruana, a quien no le bastaba con la evasiva respuesta del industrial. - Sí, sí. Me gustan. Aunque le insisto en que.yo no soy un entendedor en estas cosas...

lunes, 5 de noviembre de 2012

Cecilia entre dos mares (10). La primera cita (II)

- Miguel. Me ha visitado el padre Sopeña. La doncella acababa de servir merluza frita con patatas, después del puré de alubias con costrones. Los niños en la cama. Begoña Tellechea, su mujer, y él se encontraban solos en el comedor. - Como siempre -musitó Iturregui. - ¿Qué has dicho, Miguel? - Que te ha visitado el padre Sopeña, como siempre. Eso he dicho -repitió , ahora con voz más alta, Iturregui. - Como siempre, no, Miguel. Algunas veces viene. No siempre. - Bien. Iturregui respondía con desgana. Como si la conversación no fuera con él. - Me ha hablado de no sé qué poesía que se ha publicado en el periódico. Me la ha leído, Miguel, y me ha parecido horriblemente inmoral. - Ya. - Le he dicho al padre que estaba segura de que tú no tienes nada que ver con eso, que alguien la habrá publicado sin tu conocimiento. - Te equivocas. - ¿Cómo dices? -Begoña Tellechea no pudo evitar que se dibujara en su rostro un gesto de incredulidad. - La orden de publicar el poema ha sido mía. - Entonces tú no has leído la poesía esa. - Por partida triple la he leído. La primera vez, cuando nos la recitó su autora ayer en la Bilbaina; la segunda, cuando me la dejó ella para que la publicara y la tercera, hoy, en el diario, para comprobar si estaba bien. Iturregui se expresaba con la más absoluta tranquilidad. - No entiendo nada.¿Y quién es la Cecilia esa? - Cecilia Llosa. Es una poetisa peruana, nacida en la ciudad de Arequipa y que está de paso por Bilbao. - El padre Sopeña está preocupado. - ¿Por qué? - No le gusta que "El Porvenir..." se permita estos ataques a la religión. Iturregui había terminado de comer y dejó unidos los cubiertos sobre el plato con un fuerte golpe. - No le gusta al padre Sopeña, no le gusta a la Compañía de Jesús, no le gusta al clero -dijo enfadado-. ¿Sabes lo que te digo, Begoña? La doncella llegaba para retirar el servicio. Iturregui se expresaría entonces en otro idioma: "Ils ne connaissent jamáis par oú commencer, mais le bout est toujours le mēme: obtenir tout le pouvoir. - Je ne sais pas qu'est-ce qui t'arrive, Miguel -contestaría Begoña, también en francés-. Tout-ce que tu dis est une exageration. - A mon avis, mois, j'exagère toujours -dijo Iturregui con un punto de ironía.