domingo, 27 de agosto de 2023

La Inteligencia Artificial y nuestro futuro en ese nuevo mundo

En la película “Tierras de penumbra”, dirigida por Richard Attenborough, el profesor Lewis (Anthony Hopkins) se refería en sus conferencias a que “el sufrimiento es el cincel que Dios emplea para perfeccionar al hombre”.


En otro orden -más festivo- de cosas, se dice que a los que somos de Bilbao nos asiste el derecho de nacer en cualquier parte. Y aunque yo he nacido (“me nacieron”, como dice el poeta Antonio Giménez-Pericás) en el ensanche bilbaino, me cumple reivindicar mi derecho a ser caraqueño, sólo para poder llamar a Antonio Ledezma “alcalde” de mi ciudad.


Mi regidor preferido vino al mundo en el mismo año que yo, y acredita sobradamente la dignidad de los hombres que son de una pieza, de esos que, incluso antes de recibir el cincel divino del sufrimiento al que me refería arriba, ya habían sido modelados y, por eso, servirían como referente de coherencia y entrega a sus gentes, en la incesante refriega por la dignidad de los ciudadanos, que es esencia inseparable de la libertad.


Antonio -mi alcalde- me convocaba en los primeros y tórridos días del julio madrileño a un acto sobre Inteligencia Artificial, ese producto de las nuevas tecnologías que algunos consideran una oportunidad y otros -sucesores seguramente de los liberticidas de todos los tiempos- están ya reclamando su prohibición.


Acudí a la sede central del despacho de abogados Cremades -en la que se desarrollaría el acto- para encontrarme con la agradable sorpresa de que en él tomarían la palabra tres jóvenes panelistas y una también joven moderadora.


Me interesa ahora -y sin hacer de menos a los restantes- referirme al exiliado cubano Yunior García. Yunior es un dramaturgo de palabra brillante. Además, fue promotor de la plataforma “Archipiélago”, que organizó las más importantes movilizaciones pacíficas en la isla después de muchos años de represión a cargo del régimen.


Sólo con esos atributos, Yunior es una persona que reclamaría la atención de cualquiera. Quizás en alguna otra ocasión tenga la oportunidad de conocer su opinión acerca de las vicisitudes de su lucha, pero en esta ocasión, Yunior comparecía para hablarnos de Inteligencia Artificial.


Y sus reflexiones no me defraudarían: El problema que existe con la IA -diría poco más o menos- no es que esas tecnologías, esos robots, nos suplanten, que incluso nos lleguen a sustituir…, el problema es que nosotros mismos nos convirtamos en robots.


Pondría Yunior el gráfico ejemplo del “Photoshop”. Yo mismo no sé muy bien si soy yo mismo u otro yo, si las facciones que presento en mi perfil de WhatsApp se corresponden conmigo o son en realidad una fabricación de mí mismo…


Y no sólo eso es así respecto de la imagen, lo es también en relación con su contenido: el gregarismo -que es tendencia habitual en cualesquiera grupos humanos- se ve acentuado por el desarrollo de las redes sociales, especialmente en los adolescentes y jóvenes. La revista Kubernética asegura que “en lugar de cuestionarnos ‘’quién soy’, nos planteamos ‘quiero ser como él o ella’…”


Pero volvamos a la Inteligencia Artificial. Como escriben Henry Kissinger, Eric Schmidt y Daniel Huttenlocher (La era de la IA: y nuestro futuro humano), “si bien los logros tecnológicos de la era de la razón han sido significativos, hasta hace poco habían sido lo suficientemente esporádicos como para reconciliarse con la tradición. Las innovaciones se han caracterizado como extensiones de prácticas anteriores: las películas eran fotografías en movimiento, los teléfonos conversaciones a través del espacio y los automóviles carruajes que se movían rápidamente en los que los caballos eran reemplazados por motores medidos por su ‘caballos de fuerza’ (‘horse power’). Asimismo, en la vida militar, los tanques eran caballería sofisticada, los aviones artillería avanzada, los acorazados fuertes móviles y los portaaviones pistas de aterrizaje móviles. Incluso las armas nucleares mantuvieron la implicación de su apodo, armas, cuando las potencias nucleares organizaron sus fuerzas como artillería, enfatizando su experiencia previa y comprensión de la guerra”.


Las nuevas tecnologías que la investigación aportaba al siglo XX no constituían, por lo tanto, un salto cualitativo respecto de las prácticas que habían sido lugar común en los siglos anteriores. Las que provienen del actual avance técnico son ya totalmente diferentes, nos sitúan en un espacio distinto al que hemos sido siquiera incapaces de rebautizar. La misma expresión de “Inteligencia Artificial” nos reconduce a un elemento, la inteligencia, que poco tiene que ver con la definición ortodoxa de “inteligencia”, que es, según la RAE la “facultad de la mente que permite aprender, entender, razonar, tomar decisiones y formarse una idea determinada de la realidad”; porque en este ámbito no existe ‘mente’ alguna, salvo que adjudiquemos a ese constructo de la máquina lo que es consustancial al ser humano.


Señalan los citados autores que “el mundo medieval tenía sus patrones agrarios feudales, su reverencia por la Corona y su orientación hacia las elevadas alturas de la torre de la catedral. La era de la razón tuvo su ‘cogito ergo sum’ y su búsqueda de nuevos horizontes y, con ella, nuevas afirmaciones dentro de las nociones de destino tanto individuales como sociales. La era de la IA aún tiene que definir sus principios organizativos, sus conceptos morales o su sentido de aspiraciones y limitaciones”. Sin embargo, me atrevería a discrepar de estos preclaros opinadores, afirmando que a este nuevo mundo no le interesa el orden, sino su contrario: la inestabilidad; abraza la incertidumbre y el cortoplacismo con el mismo afán que las generaciones pasadas reclamábamos pautas que ordenaran la convivencia.


Hemos pasado, por lo tanto, a una situación significativamente diferente. Según aseguran los citados autores: “cuando la información se sitúa en un contexto, se convierte en conocimiento; cuando el conocimiento puede llegar a modificar las convicciones, se convierte en sabiduría”.


Pero el mundo digital tiene poca paciencia para la sabiduría -nos advierten-; sus valores están formados por la aprobación, no por la introspección. Desafía entonces la propuesta de la Ilustración por la cual la razón es el elemento más importante de la conciencia. En la misma medida en la que las restricciones se han impuesto históricamente a la conducta humana por la distancia, el tiempo y el idioma, el mundo digital nos ofrece, como respuesta, la conexión. Estar, permanecer en todo tiempo conectados es la propuesta -añadiría yo-, no importa lo que transporte, lo que viaje, a través de esta vinculación. Si Marshall McLuhan decía que “el medio es el mensaje”, los nuevos tiempos tecnológicos nos explican que las redes sociales han sustituido a las viejas religiones: Dios ha sido reemplazado por una larga cadena que nos engarza a todos.


Me refería a Dios. Convendría entonces referirse a la idea de la moralidad, de la ética, de los valores y principios que emanaban de las viejas religiones. Esa dimensión ética que no es posible reclamar de la Inteligencia Artificial, según los citados autores. Ésta sencillamente aplica su método y produce un resultado, ya sea, desde nuestro humano punto de vista, trivial o significativo, positivo o negativo. La Inteligencia Artificial no es capaz de obtener las conclusiones que se derivan de sus acciones, depende de los seres humanos para decidir. Somos nosotros, por lo tanto, quienes debemos regular el uso de estas tecnologías. Derrotada la Ilustración -diría yo-, que prescribía el triunfo de la razón, volveremos entonces a su imperio una vez más. La pregunta -se trata de una cuestión aterradora- es si todavía es posible ordenar un ámbito tan nuevo como es éste, tan líquido que se diría equivalente al agua que se nos escapa de las manos.


Los autores se preguntan acerca de la posibilidad de una especie de autorregulación. ¿Serían capaces de dar un nuevo salto cualitativo las tecnologías de la IA? Esto es, ¿podrían llegar a codificarse ellas mismas sin necesitarnos a los seres humanos para ello? No deja de ser una especulación, pero los responsables del ensayo consideran que, “algún día, las IA podrán escribir su propio código. Por ahora, los esfuerzos para diseñar tales ingenios son incipientes y especulativos. Pero, incluso, entonces, no serían autorreflexivas. 


Quizás convendría volver de nuevo a la ficción de lo ya inventado por el ser humano en este sentido. Algo así como preguntarse, como lo haría Arthur C. Clarke, en la versión de Stanley Kubrick de su historia “2001, una odisea del espacio”, si el ordenador “Hal 9000” podría haberse auto-programado de manera que fuera capaz de frenar él mismo sus impulsos asesinos. 


Lo cierto es que caminamos por un territorio inexplorado, apasionante y enigmático a la vez “En menos de una generación -nos advierten los responsables del citado trabajo-, las plataformas de red más generalizadas han reunido a un conjunto de usuarios más grande que las poblaciones de la mayoría de las naciones, e incluso de algunos continentes. Sin embargo, esas grandes masas tienen fronteras más difusas que las de la geografía política, y las plataformas de redes las gestionan grupos con intereses que pueden diferir de los de una nación. Los operadores de plataformas de red no necesariamente piensan en términos de prioridades gubernamentales o de estrategias basadas en los intereses nacionales, particularmente si esas prioridades y estrategias pueden entrar en conflicto con el servicio a sus clientes. Dichas plataformas de red pueden albergar o facilitar interacciones económicas y sociales que superan -en número y escala- las de la mayoría de los países, a pesar de que las plataformas no hayan formulado una política económica o social como lo habría hecho un gobierno. Por lo tanto, aunque funcionan como entidades comerciales, algunas plataformas de red se están convirtiendo en actores geopolíticamente significativos en virtud de su escala, función e influencia”. Sólo nos quedaría -para completar la afirmación- ponerle nombres y apellidos a las empresas analizadas por el índice Nasdaq… no son, en consecuencia, los gobiernos, elegidos democráticamente, los que toman ahora las decisiones que afectan a nuestro futuro, los que diseñan esos aparatos tan capaces de hacerlo todo, son los accionistas de esas empresas, aún más, los mega-millonarios que toman las decisiones que afectan a su gestión, quienes podrán tomar el control de una humanidad entregada ciegamente a ellas.


En un caso concreto, el de GPT-3 (Generative Pre-trained Transformer 3), según afirman los autores del ensayo, “ha desarrollado la capacidad de crear personalidades sintéticas, usarlas para producir un lenguaje que es característico del discurso de odio y entablar conversaciones con usuarios humanos para inculcar prejuicios e incluso incitarlos a la violencia. En el caso de que se desplegara una Inteligencia Artificial de este tipo para difundir la división a gran escala, es posible que los seres humanos por sí solos no seamos capaces de combatir ese resultado”. No nos bastaríamos, por lo visto, las personas para crear la desunión entre nosotros mismos, a pesar de la caterva de dirigentes que nos gobiernan y de los líderes de todo orden que se encuentran al frente de las organizaciones…


En lo que sí ‘ayuda’ -permítanme la ironía- la IA es en el ámbito de la desinformación. La llamada “IA generativa” puede crear grandes cantidades de información falsa pero creíble. La desinformación facilitada por la IA y la guerra psicológica, incluido el uso de personajes, imágenes, vídeos y discursos creados artificialmente, está a punto de producir nuevas vulnerabilidades inquietantes, particularmente para las sociedades libres. Manifestaciones ampliamente compartidas han producido imágenes aparentemente realistas de figuras públicas que afirman cosas que nunca han dicho. En teoría, la IA podría usarse para determinar las formas más efectivas de entregar este contenido sintético generado por ella a las personas, adaptándolo a sus preferencias y expectativas. Si la imagen sintética de un líder nacional es manipulada por un adversario para fomentar la discordia o emitir instrucciones engañosas, ¿podrá el público -o incluso otros gobiernos y funcionarios- discernir el engaño a tiempo?”, nos cuestionamos con los autores.


Este doble uso de la mayoría de las tecnologías de IA, nos obligará igualmente a comprender sus límites. Si surge una crisis, será demasiado tarde para comenzar a discutir sobre estos asuntos. Una vez empleada en un conflicto militar, la velocidad de la tecnología casi garantiza que impondrá resultados a un ritmo más rápido que el que puede desarrollar la diplomacia. Se debe emprender una discusión sobre las armas cibernéticas y de IA entre las principales potencias, aunque sólo sea para desarrollar un vocabulario común de conceptos estratégicos y algún sentido de las líneas rojas de cada uno. La voluntad de lograr la restricción mutua de las capacidades más destructivas no debe esperar a que surja la tragedia. A medida que la humanidad se propone competir en la creación de armas nuevas, inteligentes y en evolución, la historia no perdonará el fracaso al intentar establecer límites. En la era de la Inteligencia Artificial, la búsqueda perdurable de la ventaja nacional debe basarse en una ética de preservación humana, y no de su destrucción.


En ámbitos específicos, las personas podrían más bien preferir la IA, ante las limitaciones de la mente humana. Lo cual -siempre según los citados autores- podría incitar a muchos o incluso a la mayoría de los seres humanos a retirarse a sus ámbitos individuales. En este escenario, el poder de la IA, combinado con su predominio, invisibilidad y opacidad, produciría serias dudas sobre el futuro de las sociedades libres.


Si el ciudadano transfiere la responsabilidad de buena parte de sus decisiones a este procedimiento, su capacidad de elección quedará seriamente restringida, parecen advertirnos.


Se refieren los autores a la normativa que está poniendo en marcha la UE al respecto, buscando equilibrar los valores europeos como la privacidad y la libertad con la necesidad de desarrollo económico y el apoyo de las empresas de IA creadas en Europa. Las regulaciones trazan un curso entre el de China, donde el estado está invirtiendo fuertemente en IA, incluso con fines de vigilancia, y el de los Estados Unidos, donde la I+D de IA se ha dejado en gran medida al sector privado. El objetivo de la UE es controlar la forma en que las empresas y los gobiernos utilizan los datos y la IA y facilitar la creación y el crecimiento de las empresas europeas de IA. El marco regulatorio incluye evaluaciones de riesgo de varios usos de la IA e impone límites o incluso prohibiciones sobre el uso gubernamental de ciertas tecnologías consideradas de alto riesgo, como el reconocimiento facial (aunque éste tiene usos beneficiosos, como encontrar personas desaparecidas y combatir la trata de personas). Sin duda, habrá un amplio debate y modificación del concepto inicial, pero su primera forma es un ejemplo de una sociedad que determina el rango de limitaciones de la IA que cree que le permitirá avanzar en su forma de vida y futuro.


A este respecto, los autores Ian Bremmer y Mustafa Suleyman, han escrito para la revista Foreign Affairs de septiembre de este año, con el título, “La paradoja del poder de la IA. ¿Pueden los estados aprender a gobernar la inteligencia artificial antes de que sea demasiado tarde?”:


“El desafío es claro: diseñar un nuevo marco de gestión pública adecuado a esta nueva tecnología. Para que sea posible un marco global de la IA, el sistema internacional debe superar sus concepciones tradicionales de soberanía y ofrecer un lugar en la mesa a esas empresas. Es posible que estos actores no hayan obtenido legitimidad alguna de un contrato social, de la democracia o de la provisión de bienes públicos, pero sin ellos, la gestión pública eficaz de la IA no tendrá ninguna posibilidad. Éste es un ejemplo de cómo la comunidad internacional deberá repensar los supuestos básicos sobre el orden geopolítico”. Pero no es el único.


‘Un desafío tan inusual y apremiante como la IA -continuan éstos autores en el Foreign Affairs citado- exige de una solución original. Antes de que los definidores de las políticas puedan comenzar a elaborar una estructura regulatoria adecuada, deberán acordar los principios básicos sobre cómo gobernar la IA. Para empezar, cualquier marco de gobernanza deberá ser precautorio, ágil, inclusivo, impermeable y específico. Sobre la base de estos principios, los hacedores de políticas deberían crear al menos tres regímenes de gestión superpuestos: uno para establecer hechos y asesorar a los gobiernos sobre los riesgos que plantea la IA, otro para prevenir una carrera armamentista total entre ellos, y un tercero para gestionar las fuerzas diferenciadoras de una tecnología cualitativamente singular a todo lo que el mundo ha visto hasta ahora.


‘Además de ser preventiva y ágil -concluyen-, la gestión pública de la IA debe ser inclusiva, invitando a la participación de todos los actores necesarios para regularla en la práctica. Eso significa que esta gestión no puede estar centrada exclusivamente en el estado, ya que los gobiernos no entienden ni controlan la IA. Las empresas privadas de tecnología pueden carecer de soberanía en el sentido tradicional, pero ejercen poder y gerencia reales, que son incluso determinantes, en los espacios digitales que han creado y gobiernan de manera efectiva. A estos actores no estatales no se les deben otorgar los mismos derechos y privilegios que los estados, que son internacionalmente reconocidos, en la medida en que actúan en nombre de sus ciudadanos. Pero deberían formar parte de cumbres internacionales y signatarios de cualquier acuerdo sobre IA”.


No creo posible, por otro lado, una pretendida ética de la Inteligencia Artificial -como consideran Kissinger “et alía”-. Su propia dinámica es imparable y su utilización permite muy diversos ámbitos de intervención, algunos positivos, otros directamente invasores de la esfera de la libertad individual. En consecuencia, sólo es posible confiar en la intervención externa del legislador.


Por otra parte, los autores se formulan una serie de interesantes cuestiones, partiendo de la base, según la cual, para las sociedades, los dilemas que plantea la IA son profundos. Gran parte de nuestra vida social y política ahora transcurre en plataformas de red gestionadas por la IA. Este es especialmente el caso de las democracias, que dependen de estos espacios de información para el debate y el discurso que forman la opinión pública y cada vez más la confieren de legitimidad. ¿Quién o qué instituciones deberían definir el rol de la tecnología? ¿Quién debe regularlas? ¿Qué roles deben desempeñar las personas que utilizan la IA, las corporaciones que la producen y los gobiernos de las sociedades que lo despliegan? 


La única manera de abordar tales preguntas es la de buscar formas de hacer auditable a la propia IA, es decir, conseguir que sus procesos y conclusiones sean verificables y corregibles. A su vez, la formulación de las correcciones que sean necesarias dependerá de la elaboración de principios que respondan a las formas de percepción y toma de decisiones que adopte la IA. La moralidad, la voluntad, incluso la causalidad, no encajan claramente en un mundo de IA que se rige por la autonomía. El asunto no es baladí, de ninguna manera. Nos podríamos plantear esas mismas preguntas en relación con una buena parte de los demás elementos de la sociedad, desde el transporte hasta las finanzas y la medicina.


En particular, en el ámbito de la defensa y la seguridad, para los autores, la difusión de la IA a través de las funciones de defensa de los gobiernos alterará el equilibrio internacional y los cálculos que en gran medida lo han sostenido en nuestra era. Las armas nucleares son costosas y, debido a su tamaño y estructura, difíciles de ocultar. La IA, por otro lado, se ejecuta en computadoras ampliamente disponibles. Debido a la experiencia y los recursos informáticos necesarios para entrenar modelos de aprendizaje automático, la creación de una IA requiere los recursos de grandes empresas o estados-nación. Debido a que la aplicación de IA se lleva a cabo en computadoras relativamente pequeñas, esta técnica resultará ampliamente disponible, incluso en formas no previstas. ¿Estarán las armas habilitadas por la IA en última instancia disponibles para cualquier persona con una computadora portátil, una conexión a Internet y la capacidad de navegar por sus elementos oscuros? ¿Concederán los gobiernos poderes a los diversos actores susceptibles de utilizarlos para que lo hagan con el fin de acosar a sus oponentes? ¿Diseñarán los terroristas ataques a través de la IA? ¿Serán capaces, de forma mendaz, de atribuirlas a estados u otros actores?


Por el momento, la guerra convencional -la que conocimos en las grandes contiendas europeas de la Primera y Segunda guerras mundiales-, no parece haber cambiado gran cosa en la actualidad. La presente invasión de Ucrania por Rusia no se está desarrollando a través de grandes cambios tecnológicos, según señalaba el Financial Times recientemente. Pero eso no supone que los métodos de la IA no puedan generar también un salto cualitativo en los procedimientos bélicos; por el momento, el uso de drones -desconocidos hasta este conflicto bélico como armas de guerra- está siendo ampliamente utilizado por los contendientes, sin el riesgo para los pilotos y el enorme coste que suponen los aviones para las naciones en conflicto.


La siguiente afirmación de los autores no debería dejarnos indiferentes. Para ellos, las armas cibernéticas, que son capaces tanto de discriminación como de destrucción masiva, borran esta barrera. A medida que la IA se asigna a ellas, estas armas se vuelven más impredecibles y potencialmente más destructivas. Simultáneamente, mientras se mueven a través de las redes, estas armas desafían el conocimiento de su origen, no sabemos quién las manipula, quién dirige sus objetivos. También desafían la detección -a diferencia de las armas nucleares, pueden llevarse en memorias USB- y amplían la capacidad de destrucción. Y, de alguna forma, pueden, una vez desplegados, ser difíciles de controlar, en particular dado el carácter dinámico y emergente de la IA.


Nos adentramos, por lo tanto, en un territorio desconocido, dotado con perspectivas de gran utilidad para el ser humano, pero también con una posibilidad cierta de generar desastres que no puedan evitarse por ese mismo ser humano que renuncie a su control. El problema no consiste sólo en el cambio de vida que suponga, la adaptación a los procedimientos de trabajo o la sustitución de la fuerza de trabajo del hombre por la máquina -con resultar ésta una ecuación de indispensable consideración-. Por eso, en un mundo en conflicto, como es éste, no cabe otra solución que la cooperación. A través de ella, la IA podrá convertirse en un procedimiento que nos facilite la vida; sin colaboración entre las grandes potencias, la destrucción asoma como uno de los peligros que pueden producirse en un horizonte más o menos cercano.


Yunior García no dejaba de tener razón en las ideas que desplegaba en el acto organizado por mi alcalde Ledezma: sustituidos por los robots, ya ni siquiera somos nosotros mismos, sino los avatares que nosotros fabricamos, o los que nos fabrican los robots. Una locura, en suma.







sábado, 19 de agosto de 2023

Tower of song

La torre de la canción (o “Tower of song”) es el título de un tema de Leonard Cohen que figuraba en su disco “I’m your man”. Con ese mismo nombre se editaría un álbum en homenaje al bardo, en el que intervendrían artistas tan señalados como Elton John, Peter Gabriel, Bono, Billy Joel o Suzanne Vega.


Según afirmaba el mismo poeta, con esta canción “quería hacer una declaración definitiva sobre la heroica empresa del oficio". A principios de los ochenta, llamó a la obra "Levanta mi voz en la canción". Su preocupación era el envejecimiento y la necesidad de trascender el propio fracaso manifestándose como cantante, como compositor. Había abandonado la canción, pero una noche en Montreal terminó la letra, llamó a un ingeniero y la grabó en una sola toma con un sintetizador de juguete.


El tema empieza reconociendo su incipiente soledad, unida a una vejez que se insinúa en el horizonte: “Bueno, mis amigos se han ido y mi pelo está gris/Me duele en los lugares donde solía tocar/Y estoy loco por el amor, pero ya no voy a volver (a él)”.


Vivir en la torre de la canción tiene, es evidente, su coste, ese alquiler que ni siquiera constituye una hipoteca: nunca serás propietario de la torre de la canción.


Es la misma sensación de abandono, de aislamiento -siempre presente en los poemas de Leonard Cohen- la que le lleva a preguntar a Hank Williams -un verdadero icono de la música country- sobre el alcance de la soledad que rodea a esa torre. Y estaba claro que el roquero no le iba a contestar, aunque le oía “toser toda la noche, cien pisos por encima del suyo, en esa misma torre”. Otro inquilino del edificio quizás enfermo por esa pasión de representar, muchas veces más allá de sus capacidades físicas normales, lo mismo que el canadiense, o como tantos otros, que han vivido la pasión de los escenarios y que preferirían acabar sus días sobre esas tablas antes que en una cama de hospital.


La siguiente estrofa recibía generalmente los aplausos del público: “Nací así, no tuve elección/Nací con el don de una voz de oro” (gran ovación, silbidos). Porque su misión no era un juego, más bien se trataba de una predestinación: “Y veintisiete ángeles del Más Allá/Me ataron a esta mesa/En la Torre de la Canción”.


Y desde luego que no existe conjura posible que deshaga este hechizo: “Así que puedes meter tus pequeños alfileres en ese muñeco de vudú/Lo siento mucho, cariño, no se parece en absoluto a mí”. ¿Qué podría hacer la brujería en contra del supremo poder de los ángeles enviados por Dios?


De pie, junto a la ventana, el artista piensa que nadie -ninguna mujer en especial- podría acabar con ese su mundo de reclusión. La luz que se cuela del exterior es muy fuerte. Y ellos -seguramente los ángeles- impedirán su asesinato a manos de alguna de esas mujeres. Tendría que salir de la torre, que es a la vez tu soledad y tu protección, para que ellas consigan acabar con él. La torre de la canción opera como una servidumbre, pero a la vez constituye un refugio.


Quizás puedas decir que me he vuelto un ser amargado -concede ese hombre atormentado y solo-, pero puedes estar seguro de una cosa: los ricos han establecido sus cauces en las habitaciones de los pobres. Es verdad -nos asegura Cohen- que vendrá el Juicio Final -una justicia reparadora de los excesos de algunos-, pero quizás me equivoque con eso -afirma-. Incluidas sus convicciones más íntimas, hasta es posible que el veredicto definitivo, por inapelable y último, no llegue nunca. Renacen, una vez más, sus dudas sobre el destino final del hombre, tal y como nos enseñan las Escrituras.


¿Existe un sueño defraudado en el bardo, esas experiencias igualitarias que de forma un tanto vana buscaba en la Cuba de los primeros revolucionarios castristas, hasta que se escapaba con la ayuda de la suerte de su control y de esa isla? En todo caso, esta estrofa -y la anterior- nos conducen a una revisión de los sueños de juventud de Cohen: ha vuelto ya del revés sus antiguos ideales y se concentra en ese mundo de la canción, de la poesía, del Dios de sus antepasados. No me hace falta mucho más -asegura.


Suenan en la torre unas voces alegres. Y ella está de pie, al otro lado. Había un río, quizás se podía atravesar con facilidad. Pero se hizo demasiado ancho y ya resulta muy difícil, muy trabajoso y pesado, para cruzar por él.


Le confiesa que la amaba, pero eso fue hace mucho tiempo. Y todos los puentes que cruzaban ese río que se ha hecho inmenso, se han quemado. Ya sólo le quedan los recuerdos, y están todos muy presentes en su memoria, y se siente muy cercano a todo lo que perdieron los dos. Hasta el punto de reclamar -a él y a ella- que nunca más deberían perderlos.


La vejez que se asoma sobre el inquilino de la canción, se nutre con los recuerdos. Y sus seguidores nos permitimos evocar la imagen de Marianne Ihlen, su amante, su amor de otros tiempos. Y podríamos releer ahora esa bellísima carta que Leonard le escribía en 2015, poco antes de fallecer:


“Estoy tan cerca de ti que, si extiendes tu mano, podrás alcanzar la mía. Sabes que siempre te he querido por tu belleza y por tu sabiduría, pero ahora sólo quiero desearte un buen viaje. Adiós, vieja amiga. Mi amor infinito, nos vemos al final del camino”.


Ahora te digo adiós -dice el poeta en “Tower of song”’. No sé cuándo volveré.


Nos trasladarán allí mañana por esa pista -continúa-. Pero no te preocupes, nena. Sabrás de mí mucho después de que me haya ido. El bardo intuye que su partida será anterior a la de ella, quizás porque los hombres nos vamos antes que las mujeres, quizás porque ellas siempre se quedan cuando nos alejamos de su lado: son la tierra, nosotros el viento.


Sonará su voz, dulcemente, desde la torre de la canción. Cohen ya se ha decidido por la reclusión. Ya ha dejado detrás todo lo que le sujetaba a los otros mundos vividos por él. No están sus amigos y su pelo es gris. Y sigue pagando el tributo de su alquiler. Ligero de equipaje, como decía el otro poeta.


domingo, 13 de agosto de 2023

¿Qué se puede hacer con una comunidad de más de 550 millones de personas?

En la entrada de “Algunos pájaros errantes” correspondiente al 23 de julio, dejaba, de manera consciente, planteado, pero no resuelto, el debate que se produce con no poca frecuencia sobre las supuestas atrocidades cometidas por España en los territorios conquistados por ésta en la América hispana. El movimiento indigenista, que nació como una manifestación meramente cultural, adquirió muy pronto una dimensión identitaria, lo que suponía que ya estaban cargadas las baterías para que una idea salte a la política. Como ha ocurrido con otras corrientes políticas (LGTBI+, Mee Too, Black Lives Matter…) esta ideología ha sustentado en no pequeña medida los planteamientos de los partidos de izquierda. No resulta, por lo tanto, extraño -siempre desde ese punto de vista- que el presidente de México, uno de los países en los que han florecido más estas posiciones, haya llegado incluso a exigir de nuestro Rey la petición de perdón por los desafueros infligidos a su pueblo como heredero de los monarcas que produjeron esos presuntos atropellos.


Estos nuevos movimientos políticos han sido como tierras de aluvión que se han incorporado a las precipitadas sobre la memoria de nuestra historia por la llamada “leyenda negra”, paradójicamente asumida por buena parte de la sociedad española, en especial la que milita en el campo por ella misma calificada de “progresista”.


Resulta como mínimo singular que fueron los criollos, esto es, los descendientes de los españoles en esos territorios, que además los gobernaban por delegación de la Corona española, quienes reclamarían la independencia de la antigua metrópoli. No ocurría lo mismo con las poblaciones indígenas, que apenas sí reprobaron los pretendidos “excesos” del imperio. Andrés Manuel López Obrador, según se dice, es, por cierto, nieto de un español, cántabro por más señas.


La respuesta de la historiografía española se demoraría mucho tiempo a las acusaciones de otras naciones europeas (Reino Unido y Holanda, principalmente) del pretendidamente oprobioso imperio español. Julián Juderías (1877-1918) se distinguió en refutar esas tesis, y sus trabajos serían continuados especialmente por Elvira Roca Barea (Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español), publicada en 2015. Resulta significativo en este contexto el título del ensayo del argentino Marcelo Gullo (“Nada por lo que pedir perdón: La importancia del legado español frente a las atrocidades cometidas por los enemigos de España”).


Nada hay, en mi opinión, más loable que la defensa de nuestra historia y del legado que España dejara atrás y que aún perdura en los ámbitos de la lengua común y de los valores compartidos que supone la religión, pero no todo el mundo parece estar de acuerdo. Por ejemplo, el guineano-ecuatorial, Donato Ndongo, ha escrito en “Las tinieblas de tu memoria negra” el siguiente párrafo: “Tu tío Abeso era polígamo, jamás había pisado la capilla de nipa y desconfiaba de los blancos. Siempre andaba a la greña con tu padre por ello, y cuando secretamente tomabas partido por tu padre, aún ignorabas que los dos simbolizaban las antagónicas e irreconciliables formas con que tu pueblo vivía la vida de entonces: tu tío era la resistencia, quien se niega a capitular, quien deseaba mantener flameante una antorcha que las nuevas generaciones ibais apagando poquito a poco. Y de tu tío se decía que había luchado contra las tropas españolas que llegaron nadie sabía cuánto tiempo antes, quizás desde hacía una eternidad, habías oído furtivos murmullos sobre su vergonzante destitución de la jefatura de la tribu que por derecho consuetudinario le correspondía, y los murmullos sentenciaban en tono aprobatorio que por qué se había opuesto a la civilización. Pero tú veías que el tío Abeso conservaba un halo de dignidad que por la erosión de los murmullos también tú juzgabas fruto del despecho: ¿cómo podía ponerse en el pecho la chapa hojalateada y esmaltada de primer jefe un hombre que tenía seis mujeres, que se negaba a cultivar café porque los negros, decía, no necesitan el café para nada, que despreciaba los adelantos de la civilización y que ni siquiera estaba bautizado?”


El “tío Abeso” podría constituir, como afirma Ndongo, un “símbolo de la resistencia”, pero parece más bien una llamada a la melancolía, algo así como “la vieja que pasa llorando” del bucle melancólico de Juaristi: no importa que los tiempos pasados fueran mejores que los actuales, lo cierto es que pasaron ya, y nadie puede hacer nada para revertir el paso de la historia.


En cualquier caso, la cuestión, así planteada, carece de solución: ni los defensores del imperio podremos convencer a los contradictores del mismo, ni éstos lograrán que quienes lo defendemos -de acuerdo, por supuesto, con las connotaciones históricas y legales de aquellos tiempos- hacernos renunciar a la obra realizada.


Planteada en términos actuales, la realidad es que hoy existe una comunidad cultural de más de 550 millones de personas que nos entendemos en el más amplio sentido de esta palabra: no sólo desde el ámbito de la comunicación, también en lo que se refiere a compartir una escala de valores y de comportamientos que resultan comunes a los hablantes en español.


Porque no es lo mismo expresarse en inglés que en el idioma de Cervantes, Neruda o Rubén Darío. El primero se ha convertido en un sistema de comunicación, la “lingua franca”, algo así como los amantes del esperanto pretendían de su invento.


El éxito del inglés como sistema de comunicación ha constituido también su fracaso (en el supuesto de que su pretensión hubiera consistido también en convertirse en el medio transmisor de una escala de valores consustancial al mundo anglosajón). Universal, como lo es el inglés, sólo sirve -y ya es bastante, desde luego- para entenderse y ser entendido. Nada hay en él que exprese de manera inmanente una determinada manera de enfrentarse a la vida.


Porque el inglés no sólo constituye la expresión del tiempo que duró su imperio y la comunicación de los pueblos que vivieron bajo su dominación. Tuvo su extensión en todo el resto del orbe que apenas sí conocía de su existencia.


Además de que nunca los ingleses se distinguieron por la facilidad de integrarse con las poblaciones sometidas a su dominio colonial, llevados por su pretendida superioridad cultural, vivieron generalmente al margen de esas gentes, a quienes como mínimo nunca considerarían como sus iguales. Quizás sea ésta la razón -o una de ellas- por la cual el -siquiera brillante- legado de su lengua no pudiera verse asociado a su propia escala de valores y a su cultura -por otra parte de extraordinario interés.


Insisto, cualquiera que sea el veredicto, a favor o en contra, que merezca el imperio español a uno y otro lado del Atlántico, lo cierto es que la política no debería competir con la historiografía -como ocurre ahora en España con los excesos legislativos que venimos padeciendo-. La política debe construirse sobre realidades, que son las bases más sólidas de que disponemos. Y esa solidez la soporta, en este caso, una comunidad lingüística de más de 550 millones de personas.


Que esta comunidad lingüística pueda avanzar en otros ámbitos, más allá que en el de la comunicación, el cultural y el económico, depende sólo del acierto de los políticos y los actores concernidos en este asunto. Pero es necesaria una estrategia que impulse el proceso, partiendo desde luego de lo ya desarrollado por el Instituto Cervantes, cuya acción en este ámbito resulta esencial.


Esa es la reflexión que apuntaba Ángel Badillo, investigador en el área de lengua y cultura del Real Instituto Elcano, al Deutsche Welle. Para dicho especialista “ha llegado el momento de que España reflexione sobre su acción cultural en el exterior. Un ejercicio en el que no le vendría mal echar un ojo a los grandes modelos europeos, como el alemán o el británico, ello a pesar de las diferencias de contexto”.


La discusión en torno a la iberoamericanización del Instituto Cervantes -según ha afirmado Enrique Anarte- lleva años sobre la mesa, aunque en la práctica todavía no hayan podido celebrarse grandes logros al respecto. Al fin y al cabo, como recuerda Badillo, "no es una institución iberoamericana, sino española”. Lo cual no quita que se exploren otras vías.


Por su parte, Torres Jarrín, especialista en temas iberoamericanos, cree por su parte que existe una base de coordinación sobre la cual construir dicho proyecto. Y se remite a una iniciativa de "alianza panhispánica” acordada entre España, México, Perú, Chile y Argentina, que comparten institutos de cultura cuya labor podría compararse a la del Instituto Cervantes. Falta ahora que se materialice en algo sólido.


La gestión en este ámbito, desprovista, por lo tanto, de perfiles ideológicos insalvables, por el momento, permitiría construir espacios de entendimiento que, incluso, los líderes políticos que proclaman el indigenismo y el desprecio a la acción española en sus territorios, podrían llegar a aceptar. El realismo se impondría, así, sobre las diferencias edificadas en la artificiosidad.


El impulso político resulta en todo caso imprescindible para conseguir que esta comunidad de hablantes pueda ser algo más que eso. Por mucho que el tío Abeso se muestre reticente a formar parte de ese algo, y prefiera los viejos espíritus que amparan a su tribu, con su casa de adobe, sus cinco esposas y casi 30 hijos…