jueves, 30 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (205)

- Te hablaba de sobrinos –proseguía equis-. Pues bien. Dos sobrinos y primos entre sí se reunieron una mañana de primavera. Uno de esos días luminosos que hacen la envidia de todo el mundo –dijo con desmedido énfasis el interlocutor de Brassens-. Estaban desayunando en el VIP’S de Lista con Velázquez. Ya sabes.
Jorge Brassens prefirió no interrumpir. Sólo asintió con la cabeza.
- Habían quedado para charlar de un negocio que uno de ellos quería proponer al otro. No te diré de qué se trataba el asunto porque tampoco hace al caso. Lo cierto es que había concluido la parte correspondiente al trabajo y Leonardo Jiménez se levantaba para abandonar la cafetería cuando…
- Un momento. No te vayas todavía, que te quiero comentar un asunto –le dijo el otro sobrino, de nombre Salvador, Salvador de Vicente. Así que Leonardo volvió a sentarse.
- Te quería hablar del tío Juan Carlos, le dijo. En esa familia, cuando se hablaba del tío Juan Carlos no había otro. Y como siempre que se mencionaba ese nombre podía haber expectativas económicas de por medio, Leonardo Jiménez aguzó el oído.
- El otro día me comentó mi hermana Isabel que le había visitado en su casa. Le vio bastante ido, pero eso no la extrañó mucho. Lo que sí fue raro, bastante más que raro, diría yo –apostillaba Salvador- es que una doncella del tío, Encarni, se le puso a llorar como una Magdalena…
- Me acuerdo perfectamente de ella –aseguró Jiménez-. ¿Y qué le pasaba?
- Pues que la habían echado de la casa.
- ¿El tío?
- No. Por lo visto el tío Juan Carlos no se había enterado siquiera del asunto. La había echado la secretaria del tío, María.
- Ya…
- El caso es que Isabel intentó enterarse de lo que pasaba. Efectivamente la habían echado, con indemnización incluida. Pero una vez que mi hermana empezó a mover el asunto la readmitieron. ¿No te parece que la cosa es un tanto extraña?
- Pues sí.
- Además me contó que cuando apareció en su casa vio al tío un tanto despistado, con una estilográfica en una mano y un talonario de cheques en la otra. Y que le dijo enseñándole la pluma:
“Yo con esto firmo todo lo que me presentan”.
- Ya –dijo Jiménez-. Eso me parece que podría ocurrir. Y puede ser grave. Porque María es la que le lleva todas las cosas. Y luego están los De Vicente Restrepo.
- ¿Los Restrepo? –preguntaría Brassens.
- Sí. La otra rama de los sobrinos. Los hijos de Santos, el hermano menor.
- Yo no voy a quejarme nunca de que ellos sean siempre los beneficiados por el tío Juan Carlos –dijo Salvador de Vicente, como si supiera lo que le iba a comentar su primo-. Cada uno hace con su dinero lo que quiera. Pero creo que es muy grave que estén desfalcando al tío. Sea su secretaria o sea quien sea. ¿No te parece?
Leonardo Jiménez estaba totalmente de acuerdo con Salvador.
- ¿Te importaría investigar un poco el asunto?
Jiménez le prometió que así lo haría.
- Pero que sea pronto. No quisiera que el asunto se pusiera aún más feo… Vamos, si es que hay algo feo en la cosa.

miércoles, 29 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (204)

Bilbao, 28 de agosto de 2003.

Querida Lorsen:

Como ves te escribo estas letras el mismo día de tu aniversario. Una gran vela se consume junto a tus cenizas. He intentado comprar unas rosas rojas –nueve, por los meses que llevo sin ti- pero la floristería de la esquina está cerrada por reformas, y por la tarde están cerradas otras, o de vacaciones. Queda, eso sí, el ocho de septiembre, nuestro décimo noveno aniversario, en que buscaré las flores que tanto escatimaba en vida. Ya ves: Ahora que no me las puedes agradecer es cuando siento no poder ofrecértelas.
Lo cierto es que he ido a menos a lo largo del día, con una depresión que ha ganado una buena parte del terreno que había perdido, especialmente en Arrechea. Aunque, después de todo, mi disciplina me ha permitido ponerme ante el ordenador y escribir alguna cosa. Espero hacer todo lo que me he propuesto durante el día, a pesar de que para ello deba tragarme una buena parte de mis angustias existenciales.
Pilar ha pasado su dieciséis cumpleaños en un verdadero torbellino, como si estuviera montada en una montaña rusa de visitas, regalos y cariño. La felicidad que al resto de los mortales –los normales, los que se dice que estamos sanos- se nos niega, la recibe nuestra hija a raudales, sin medida ni tasa. Pilar reina verdaderamente en la sala de cuidados intensivos de pediatría. Más aún cuando no había más que una persona ingresada –aparte de ella.
Por mi parte, he intentado encargarme de la parte material del asunto, a la manera en que lo hacías tú. Los helados, unas pastas, el vinito clarete... Pero tu ausencia era lo más presente que había ayer, excepto Pilar, claro. Pero ella creo que se ha parapetado muy convenientemente detrás de sus capacidades defensivas –que no son pocas- y se ha enroscado a la vida, con todas las limitaciones que esta le ofrece, pero también con ese cariño que tanta gente le da, le damos –o le procuramos dar.
Todo en la vida –más bien, tantas cosas- viene a ser una especie de contradicción que se sucede a sí misma. Un sociólogo lo llamaría la “self fulfilling contradiction,” o así. Viven, y plenamente, los que parecería que sólo les quedaba poco más que meses de vida. Morís –morimos, en cierta forma siempre nos vamos con la que gente que queremos, lo mismo que los que os vais no lo hacéis definitivamente en tanto quienes os quisimos seguimos viviendo, claro, por decirlo de algún modo- los que deberíais haber vivido mucho tiempo más que todos nosotros. ¡Estúpido de mí! ¡Yo, que te daba noventa y más años de vida!, ¡que estaba preocupado por tu pensión, porque mi existencia me parecía –me lo sigue pareciendo- limitada a unos veinte, quizás veinticinco, todo lo más, años de vida.
Así, el recuerdo de Pilar se anuda al tuyo. Y esa es la experiencia principal de su cumpleaños. Enrique, Patricia y las niñas, Kelly, e incluso una auxiliar que le ponía una larga carta –un tanto cursi, pero sentida-. Pilar y Lorsen, Lorsen y Pilar, como dos seres que vagan en espacios distintos, esperando que llegue el día en que puedan volver a unirse, aunque sea en la nada, porque nuestra Virgen de Roncesvalles, al final, no pueda acercaros, porque no seáis nada, en definitiva.
Y yo, con esa impresión que arrastro, debida a a mis carencias de autoestima, de ser poco más que el perro del lazarillo en vuestra relación, espero que el futuro de la paz, que se parece por desgracia bastante a los cementerios -¡la vida resulta tan poco gratificadora!-, espero también unirme a vosotros cuando quiera esa Virgen a quien tanto quiero, dondequiera que estéis, para celebrar en ese sitio –o en esa nada- algunos cumpleaños, algunas Navidades, con vosotros. Cumpleaños y Navidades que no se interrumpan nunca porque ha llegado la hora en que Pilar está cansada y nosotros debemos volver a casa.
Tengo que dejar la máquina. Estoy llorando y apenas veo las letras.

Te quiero.

martes, 28 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (203)

Juan Antonio Sánchez observó con la serenidad en él característica la sala de juntas en que se congregaba el gabinete de crisis del Distrito de Chamberí: una mesa en U, cuya base estaba ocupada por él mismo y por Cristino Romerales y a cuyos brazos se sentaban el responsable de exterior y el de abastos, y toda vez que Sidi Ben Bachat había sido arrestado por la policía de Chamartín, por aquel pintoresco saharaui que guiaba los coches sin necesidad de referencia alguna, y que por supuesto no haría uso de la palabra en ningún momento de la reunión.
La sala apenas había modificado su austera decoración, más allá de los carteles que denotaban el espacio político de su influencia territorial y una bandera que no podía ser otra que la española, eso sí, desprovista esta de cualquier escudo, dado que ya había quedado descontado que la monarquía tenía difícil regreso a la actualidad española, tal vez porque ya nadie era su valedor.
Y había una especie de pizarra en el lado en el que se sentaban los principales dirigentes de la junta, quizás para que ellos mismos ejemplificaran en ella los desarrollos esquemáticos de sus argumentos.
Todo muy básico.
Pero junto a sus folios y bolígrafos unas tazas de té o café que procedían de hierbas e instantáneos que a su vez alguien había podido requisar en algún intento de distracción de esos productos al comercio normal, el que se encontraba gravado con tasas y aranceles.
Sánchez había pedido el parecer de sus consejeros, pero todos observaron a Romerales. Era este quien debía explicar su opinión.
- Si me lo permites, Presidente –empezaría este.
- Adelante –le animaba Sánchez.
- Has planteado muy bien la disyuntiva –dijo el consejero de interior-: tenemos que trabajar sobre dos hipótesis, no tres. Ojalá que tuviéramos la intermedia. En realidad, y no me gusta decirlo, no tenemos más que una…
Romerales hizo un silencio para observar desde él la atenta mirada de sus compañeros.
- Y esa única posibilidad es la de actuar. En primer lugar porque se ha producido la detención de nuestro jefe de policía por parte de la gente de Chamartín…
- ¿Lo tenemos acreditado? –preguntaría Carmelo Mosquera, el responsable de abastos.
- Hemos recibido una llamada de Vic Suarez, la esposa de Jorge Brassens, en la que me dice que lo ha visto ella con sus propios ojos: se lo llevaron después de que Bachat visitaba al matrimonio… -explicó Romerales.
- Sí. Eso parece que está fuera de toda duda, realmente –aseveró el presidente de la junta.
- … Y no existe duda, supongo que nadie la tendrá, de que Bachat tiene mucha información acerca de nuestras fortalezas y debilidades, sobre todo en materia de defensa. Y que esa gente no tiene demasiados escrúpulos…
- ¡Bah! Bachat es un hombre fuerte -dijo el viejo coronel Jacinto Perdomo-. Está acostumbrado al desierto y allí todos resisten a lo que les echen…
- Nunca sabremos los límites a partir de los cuales un ser humano concreto puede verse obligado a confesar –repuso con seriedad el responsable de interior.

lunes, 27 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (202)

Equis extrajo una profunda bocanada de su cigarro puro después de mojar el extremo de este en la copa de coñac. Iba a dar comienzo su narración.
- Por razones que no son del caso –empezó equis-; lo importante, ya te dije, es la historia, no quiénes son en realidad los personajes. Es verdad que la cosa tiene un cierto morbo, pero faltaría a una elemental norma de prudencia y de reserva si te diera datos concretos que te puedan servir para conocer a los auténticos protagonistas de la historia. En todo caso, te diré que no los conoces. Vamos, supongo que no los conoces, aunque los apellidos de algunos de ellos es más que posible que te suenen: están o han estado en las páginas de los periódicos…
Era lo pactado entre ambos. Así que Brassens no formularía observación alguna.
- Permíteme una breve introducción. Se trata de una familia normal, podríamos decir desde el punto de vista de sus recursos económicos. Acomodada, lo que los franceses –a equis le gustaba a menudo recordar sus orígenes- llamaríamos una familia burguesa. Es verdad que en algunos casos una parte de la estirpe ha tenido relación con la política o con el periodismo, y ello les ha supuesto la concesión de nobleza por parte de la Casa Real. Quizás de ello deba afirmarse que puedan disponer de lo que yo llamaría ínfulas aristocráticas, aunque yo creo firmemente que la aristocracia ya no es en España una clase social. No lo es con seguridad tampoco en muchos países de Europa.
- Yo también lo creo –dijo Brassens.
- Estamos de acuerdo, por lo tanto. Bien. Insisto en que no hace al caso… La acción se desarrolla en Madrid. Y el nudo fundamental está trabado en torno a la figura de una persona mayor. Tiene por encima de 85 años y está impedido, física y mentalmente, según una parte de la familia; y sólo con dificultades de desplazamiento según la otra. Lo cierto es, y se trata de un dato objetivo, que necesita de ayuda para todo: lavarse, vestirse, desplazarse… Dispone para ello de un asistente, un sudamericano de estos.
Breve trago de licor y amplio chuporroteo a su cigarro, antes de proseguir con la historia.
- Digamos que este señor se llama Juan Carlos de Vicente. Es viudo y posee una inmensa fortuna. Y cuando digo lo de “inmensa” no exagero un ápice, créeme. Decir que tiene más de mil millones de las antiguas pesetas se queda más que corto.
- Debo añadir –continuaría equis- que esa circunstancia no afectaba necesariamente al resto de su familia, porque el origen de sus riquezas venía de su matrimonio. Un origen ciertamente oscuro –añadió equis modificando el tono de su voz-, como ocurre con prácticamente todas las grandes fortunas. El caso es que ese flujo dinerario no beneficiaba a sus consanguíneos.
- El matrimonio de los de Vicente no tenía hijos. Su mujer era hija única. Pero esto se puede parecer a las novelas de Morris West que se titulaban: primera parte, “A quien Dios no da hijos…”, segunda “El diablo da sobrinos”.

miércoles, 22 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (201)

Bilbao, 26 de agosto de 2003.

Querida Lorsen:

Te escribo desde Bilbao, donde llegué antes de ayer, domingo. Cuando estaba en casa, leyendo, me llamó Alfonso Companys, y le sorprendió que estuviera ya aquí. La verdad es que, como bien sabes, y más allá que el hotel Burguete genera una dinámica específica, a la que evidentemente yo no me he sumado, tanto Alfonso como Cuca han pasado bastante de mí. Sólo he estado con ellos cuatro veces en los quince días. Una vez nos visitaron en casa –estaban mi madre y mi hermana Teresa-, otra les vi en la misa de Roncesvalles, otra en la de Arrechea para los veraneantes muertos y la última fue casual, en el río. No me sorprende. Como siempre, cuando llega el Pato, Cuca ya no es la misma, se transforma, se pega a él como una lapa. Y Alfonso se convierte en una especie de perrito faldero que suspira por un pedacito de pan que se les caiga de la mesa. Un poco más de lo mismo.
Pero creo que Arrechea me ha sentado bien, quizás también por la independencia que he tenido a lo largo de mi estancia, Salía a pasear sobre las diez de la mañana, regresaba a las doce, comía solo o acompañado y trabajaba por la tarde. Por la noche me quedaba un rato largo en el porche antes de acostarme. El caso es que he cenado todos los días, he ganado algún que otro kilo y vuelvo mejor de lo que salí. Me he propuesto ir al menos una vez al mes y quedarme tres o cuatro días seguidos.
Se vuelve a hablar de la famosa autovía. Está ya aprobada, aunque no se ha hecho público el acuerdo. Dicen que tienen financiación y que la van a empezar en el 2003. Veremos. Pero si ocurre, desde luego que venderé la casa y, a lo mejor, con el dinero que me den, anticipo la edad de mi jubilación y me largo a Lanzarote con viento fresco –nunca mejor dicho esto último, en todos los sentidos.
En general la gente de Arrechea ha estado muy afectuosa conmigo. El padre de los de los del “Txiki Polit” –en el que, por cierto, comía el Teniente Coronel de la Guardia Civil con el Delegado del Gobierno-, Charo, la gente de la panadería, Chiqui –el de La Posada-, etc.
He visto a Pilar dos veces. Está bien. Según la doctora Hermana quería celebrar su cumpleaños desde hace ya quince días. Pero mañana es la gran fecha y los globos y los regalos están ya dispuestos para que pase una jornada de felicidad inolvidable.
Es una semana cargada de aniversarios: los dieciséis de nuestra hija, los nueve meses desde que te fuiste. La vida y la muerte, y yo como una especie de atento vigía, observando los acontecimientos, aceptando que ya tú no estás conmigo aunque sigas estando.
He sustituido las fotos de Arrechea que había en el salón –excepto la de Villa Pilar- por los últimos cuadros que pintaste. Cuando termine estas letras colocaré las fotos en nuestro dormitorio.
A la espera de contarte el primer cumpleaños de nuestra hija sin ti, me despido enviándote el beso más grande.

lunes, 20 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (200)

Estaban allí. Junto a la entrada de la estación que daba a la antigua calle de Agustín de Foxá. A tan sólo diez metros de donde habían dejado a Sidi Ben Bachat, pero su entorno era claramente distinto: Leoncio Cardidal y Juan Carlos Sotomenor bebían sendos gin-tonics en una barra de bar, cerrado al resto de los transeúntes de aquella vieja estación por unos tablones de madera que apenas lograban evitar la contemplación de lo que en su interior pudiera ocurrir. Y en ese interior había una rústica barra atendida por un camarero vestido con chaqueta y camisa blanca, pantalón negro y pajarita del mismo color y un par de mesitas con cuatro sillas redondas. Si lo hubieran pretendido no habrían conseguido que se pareciera más aquel local a cualquier “saloon” del Oeste americano que recogían tantos “westerns”.
Tampoco faltaban, desde luego, las consabidas señoritas que acompañaban en sus tragos a tan distinguida clientela. Dos mujeres de buena altura, una rubia, la otra mulata, y las dos de nacionalidad brasileña. Vestían unos escasos sostenes –blanco para la morena, negro para la rubia- y unas medias transparentes que combinaban con los colores de sus “top’s” y que llegaban hasta cubrir sus caderas, dejando cuando no a la vista sí a la imaginación todos sus encantos.
Las chicas bebían de un vino espumoso que algún osado habría calificado de cava, pero que obedecía a una combinación de calidad dudosa entre un vino blanco de tercera categoría –de esos que en tiempos antiguos se dispensaba en botellas de litro y con cierre de plástico- y gaseosa. Un producto infame que se vendía a precios astronómicos, pero que las chicas apreciaban por su frescor y su bajo contenido calórico y alcohólico, lo que las permitía continuar en forma y hasta altas alturas de la noche.
Leoncio Cardidal se encontraba poco menos que eufórico: había sido un día muy importante para él. Un golpe de estado; el presidente prácticamente secuestrado, si no anulado y unas innegables perspectivas de poder y riqueza económica que constituían los dos pilares básicos de su ambición personal. ¿Qué más podía pedirle a un día? De modo que se afanaba por besuquear a la sensual morenaza que se restregaba literalmente sobre las partes más sensibles de su organismo, sabiendo que en cualquier cuartito trasero de ese cutre establecimiento podría culminar la jornada con un premio. Además que esas chicas no cobraban –o no les cobraban- porque de sus decisiones dependía que pudieran ellas dedicarse al oficio más viejo del mundo.
Juan Carlos Sotomenor, en cambio, establecía una cierta cautela respecto de su ocasional pareja y se concentraba en su bebida, de la que llevaba ya ingeridos dos cumplidos vasos. La chica musitaba un meloso, “¿no te gusto?”, al que el Jefe de la Policía de Chamartín contestaba, “no es eso, no es eso”. No en vano, Sotomenor derivaba antes en la ingesta extraordinaria de espirituosos que en el desenfreno sexual; y, cuando lo hacía, derivaba este del exagerado uso de aquella.
Unos toques sacudieron la temblequeante puerta del local. El camarero acudió a abrir.
- Me dice que es el responsable de la vigilancia de Jorge Brassens –anunciaba este.
- ¿Y qué hace aquí? –preguntó inmediatamente Sotomenor, a la vez que empujaba a la rubia de modo tan brusco que a punto si la chica se daba con su bello organismo en el duro suelo.

viernes, 17 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (199)

Habían modificado el local para sus encuentros. Los camareros del “Tempietto” les habían puesto todas las expresiones posibles aquella tarde en la que el señor equis extendía el contenido de las tres cintas que Adelfa había grabado para él. En este caso la conversación sería más larga incluso. Y es que Jorge Brassens recibía una misteriosa llamada de su un tanto petulante amigo en que este declaraba:
- Ya que te gustan las historias largas. El día que quieras te contaré una.
De la misma manera que todo buen periodista vive permanentemente a la busca de una noticia interesante y exclusiva, en todo escritor hay siempre la inquietud por una historia que contar. Así que Jorge Brassens escogía la cafetería “La Alpujarra”, a dos pasos de su casa. ¿Quién sabía? A lo mejor también fuera esta una conversación interesante.
Se trataba de un local como tantos otros. La barra a la derecha de la entrada y tres o cuatro mesas a los lados. Y el comedor al fondo o concluida la barra a la derecha de esta. Se comía bien. Allí cenarían Antoni Asunción –en aquellos momentos Ministro del Interior- y el Director General de la Guardia Civil, Roldán, la noche anterior a que este emprendiera su huida de España.
Por lo demás, “La Alpujarra” era un lugar tranquilo, donde se podía mantener una conversación distendida.
Era un jueves por la tarde de cualquier mes del otoño madrileño. El verano había sido un tanto extremo y el invierno prometía una larga temporada de frío y este se anunciaba apenas en el viento que barría las calles y las incipientes ráfagas de lluvia que lo acompañaban en su desagradable impacto sobre los transeúntes.
En atención a la previsible larga tarde, Brassens esperaba a su amigo ante un whisky servido en copa de balón repleto de cubitos de hielo. El señor equis llegaba, alumbraba un cigarro puro y encargaba una copa de coñac, por supuesto, francés.
Equis no tardó mucho tiempo en derivar la cuestión hacia lo que consideraba podía resultar del interés de Brassens.
Comienza aquí lo que daremos por llamar la historia de la Alpujarra.

martes, 14 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (198)

Arrechea, 20 de agosto de 2003.

Querida Lorsen:

Ayer tuvo lugar la misa en tu memoria que encargué en la colegiata de Roncesvalles. Creo que te habría gustado. Fue a las ocho de la tarde, la misa que se celebra para los peregrinos que hacen el camino de Santiago, que en esta época son muy numerosos, como sabes. Asistieron mi madre y mi hermana Teresa, los Urquijo con su hija, muchos veraneantes y gente del pueblo.
Yo le pedí a la Virgen de Roncesvalles –porque es la única que me puede hacer algún favor- que cuando considere oportuno me lleve cerca de ti. Estaba muy guapa, allí subida en su trono.
La verdad es que estoy y no estoy bien, a la vez. Todo el mundo me dice que me encuentra demasiado delgado y he sido consciente del carro de años que le han caído a mi organismo desde que te fuiste. Mi barba está ya casi totalmente blanca y mi esquelética cara y cuerpo van menguando por momentos. No sé si sirven de algo mis comidas y mis cenas, porque hay algo que me va royendo por dentro y la ropa que me compro apenas me dura dos o tres semanas sin escurrírseme. A veces pienso que me estoy muriendo a cámara lenta. Y aunque creo que el final se acerca, tampoco sé muy bien si quiero que llegue o no. La verdad es que Arrechea me sienta bastante bien: los paseos, la gente que está encantadora conmigo, todo eso. Pero mi regreso a Bilbao, con Pilar, las cosas que me esperan desde septiembre... me dan una cierta pereza –algunas situaciones, desde luego, más que otras, porque cada vez le quiero más a nuestra hija.
Mi vida apenas merece la pena sin ti. Se ha transformado en una sucesión de acontecimientos sin sentido. El día de mañana, que seguirá al de hoy, sin solución de continuidad, como si todo careciera de importancia. Arrechea, nuestra casa –a la que he pensado volver al menos una vez por mes-. Bilbao, nuestro apartamento, con tus restos y nuestros objetos, como una especie de cárcel con sus carceleros –en forma de escoltas- y todo. Lanzarote, con tu espíritu libre y reconciliado contigo misma, revoloteando por la playa de nuestros paseos. ¿Para qué más?, le pregunto a la Virgen de Roncesvalles, ahora ya sereno, capaz de pensar en lo que debe suceder a mi persona, una vez que voy cumpliendo con mis obligaciones últimas.
Y esa plegaria mía, a la Virgen, sube por los caminos, por los paseos de Arrechea para encontrarse contigo, hoy sólo en forma de ruego, mañana quizás -¡ojalá!- de manera real. Porque es la Virgen de Roncesvalles –como le decía ayer- la única que puede lograr unirme a ti hasta el final de los tiempos.
Hoy por hoy me duele mucho seguir viviendo lejos de ti.

Te quiero.

lunes, 13 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (197)

Sidi Ben Bachat contemplaba la débil rendija de luz visible desde la celda en penumbra a la que le habían literalmente arrojado. Tenía como asiento una modesta tumbona de playa, sobre la cual habían depositado una gruesa manta que con seguridad procedía de antiguos efectos militares, requisados o robados por las fuerzas del des-orden que portaban brazaletes verdes y que bien podían haber tenido el color negro de los SS que vigilaban el orden en los campos de concentración nazis. Una jofaina y un cubo con agua eran todo lo que disponía para su aseo personal y sus necesidades.
Recordaba vagamente el saharaui las condiciones de vida –era un decir- de los secuestrados por organizaciones terroristas. Alguien le había referido, por ejemplo, la imagen de un “zulo” construido por ETA: el de Ortega Lara, en concreto. ¿Qué dimensiones tenía? Dos metros por uno y medio. Recordaba que su interlocutor le había dicho que si extendía sus brazos a lo ancho tocaba las dos paredes del habitáculo, y eso que el narrador tenía una envergadura bastante precaria.
Pues ese agujero no era mucho más grande, quizás –por si tuviera que consolarse- menos húmedo que el del funcionario de prisiones secuestrado por la banda terrorista: el de este último daba a un río y, por lo visto, cuando tocabas la pared con la palma de la mano, la retirabas empapada de agua.
Estaba secuestrado por la banda de Cardidal: la “justicia popular” de ETA se veía ahora sustituida por la “justicia popular de Chamartín. ¿Qué diferencia había en realidad?
El jefe de la policía de Chamberí se acostó cuan largo era –y lo era- en la tumbona. Muy pronto empezó a transpirar: el plástico que hacía las veces de colchón acrecentaba la temperatura ambiente, aun no siendo esta demasiado alta. No había almohada, de modo que se fabricó un remedo de cabezal con su jersey.
Tenía que idear una estrategia. Le harían preguntas y cabía la posibilidad de que le sometieran a torturas. ¿Podría soportarlas? En su vida y a lo largo de la guerra que su país sostuvo con Marruecos fue apresado por el enemigo. No supieron sus captores entonces que él ya era un alto cargo del Frente Polisario, así que le atizaron dos o tres veces y ya estaba. Le dejaron en libertad. A veces pensaba Bachat que sólo pretendieron darle un escarmiento. Ahora sería distinto. No podía negar su condición de alto cargo de la administración en su distrito. Y aunque nada sabía acerca de la estrategia que en ese momento se estuviera desarrollando por parte de Cristino Romerales, sí que disponía de información valiosa sobre la disponibilidad de armamento con que contaba la policía de la que él mismo se encontraba al frente.
¿Negar, ofrecer datos falsos, qué haría? Lo cierto era que su condición de saharaui ponía en evidencia la realidad de que en su vida apenas nada había resultado fácil. Hombre del desierto, hombre que corre en pos de las nubes por si acaso cayeran unas gotas de lluvia con las que ahogar una sed presente en su organismo desde el principio y durante generaciones atrás de los suyos.
Callaría. Era la única solución. Diría lo que resulta preceptivo en la Convención de Ginebra: nombre, graduación y número de control –o al menos eso creía Bachat que decía el acuerdo internacional ese-. Y esperaría a que la gente de Chamberí acudiera a su rescate. Si lo hacía.

jueves, 9 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (196)

Apenas la conocía. De modo que fue ella la que se acercaba a mí ese sábado, cuando unas quinientas personas desafiábamos la lluvia intermitente de esta primavera de Madrid, en un acto que organizaba la AVT pero que monopolizaba lo que se ha venido en denominar la derecha del PP.
Surgió Christina de aquella nube de banderas rojigualdas para decirme:
- ¿Eres hermano de Antonio? Es que sois iguales…
- Sí –le contesté-. Aunque creo que somos los que menos nos parecemos.
- Yo soy Christina Heerenberg –anunciaría ella antes de plantarme los consabidos dos besos.
- ¡Hombre, Christina! –contesté.

Era un nombre el de Christina Heerenberg que se vinculaba a mi hermano –ese al que creía yo parecerme tan poco- y que me recordaba aquella noche de Bilbao, cuando Antonio pretendía, de forma desesperada, iniciar una relación con aquella chica, que su padre estaba determinado a impedir a toda costa. Uno se podía imaginar perfectamente cómo un adusto señor alemán veía con malos ojos que pretendiera a su bella hija un muchacho de familia bien, pero un tanto desconcertante y anárquico, que pretendía dedicar su tiempo a la literatura.
Antonio marcaba el teléfono de Christina y la única voz que encontraba al otro lado del hilo telefónico era la de su padre. Y ahí pinchaba en hueso.
Exasperado, y ante la atónita mirada de tres de sus hermanos menores, Antonio requisaba del mueble-bar del salón una botella de cognac que mi padre reservaba para los invitados; la enarbolaba como un triunfo y se servía una contundente copa. No fue feliz, sin embargo, esa idea y le salía el vino triste. Los tres espectadores no bebimos: o carecíamos de edad o simplemente no teníamos ganas.
Antonio rellenó su copa y se sintió con fuerza etílica suficiente como para reintentar el contacto. Quisimos impedírselo y él se hundió en el sofá pensado que le perseguía una especie de conjura en contra de su amor por Christina.
Y ahora, andando el tiempo, esa misma chica por la que el tiempo –ese traidor que desfigura nuestros trazos- ha dejado su inevitable huella, me dice que sigue en contacto con Antonio, que frecuenta su amistad. Y yo creo entonces en que es posible eso que dicen otros no lo es: una buena relación entre hombre y mujer más allá de los encuentros y desencuentros de las parejas de cualesquiera condiciones.

Me preguntó Christina por mi condición de militante del Partido del Progreso, le dije que lo era y se perdió en el bosque de banderas españolas envueltas por las proclamas de los concejales vascos del PP.

Y, apenas una semana después, la misma Christina, enfundada en una camiseta de color magenta, me felicitaba por el resultado electoral de nuestro partido. Estábamos los dos en el madrileño hotel Villarreal, donde nos concentrábamos para el seguimiento de los resultados. También Christina compartía simpatía por el proyecto que estábamos ayudando a construir.
Y también desaparecía ella, detrás de la gente que se apretujaba junto al estrado para escuchar a Rosa en esa noche feliz.

miércoles, 8 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (195)

Arrechea, 12 de agosto de 2003

Querida Lorsen:

Esta es la primera carta que te escribo desde nuestra casa de Arrechea, donde estoy pasando unos días de vacaciones huyendo del calor insoportable que sufro en Bilbao y especialmente en el apartamento.
Mi llegada a Bilbao fue ciertamente muy difícil. Acostumbrado a una temperatura corporal de 25 grados, pasé a los cuarenta y cinco en sólo un par de horas. El caso es que tuve una especie de “salmonella” que concluyó el día siguiente. Encontré muy bien a Pilar, a tu padre preocupado con su hernia –aunque nunca se sabe con él dónde termina el cuento y empieza el sufrimiento de verdad- y a Gaby bien pero obsesionada –esa es una constante habitual entre las mujeres Von Lorensen- con el abandono de Maruri de Jaime Larrínaga.
Salí de Bilbao para participar en una escuela de verano en El Escorial. No estoy muy contento con mi actuación. La verdad es que no me encuentro bien anímicamente y las elevadas temperaturas me hacen profundizar en la depresión. Lo cierto es que no me expliqué adecuadamente. Es verdad que después de la cena, tomamos una copa y nos fuimos a bailar. Rosa Díez es una mujer marchosa donde las haya y aunque abandonó el grupo relativamente pronto, el resto aguantamos hasta más allá de las cuatro de la madrugada.
El día siguiente comí en Madrid con mi primo Alfonso Zunzunegui, que ha perdido sus vacaciones de agosto por atender a una hija suya que está saliendo de un proceso de drogadicción. Me sorprendió el número de coincidencias que tenemos, claro que yo tengo unos 25 años menos que él, nos quedamos viudos prácticamente con la misma edad y –me lo reconoció- él padeció como consecuencia una aguda depresión –yo voy hacia ella de forma más o menos clara.
Afortunadamente en Arrechea se respira. Por la noche refresca aunque todo el mundo evita estar en la calle en las horas centrales del día. Yo salgo a pasear hacia las diez o diez y media de la mañana y a las ocho.
He encargado ya la misa por ti en Roncesvalles para el próximo martes. Coincidirá con la del peregrino, por la tarde.
Apenas he visto a veraneantes. Sólo a tu amiga Cristina Rodríguez, que tiene una exposición en el centro de cultura del pueblo, y me ha llamado Fina Villalonga. Quizás hoy les dé por pasar por casa a todos. Procuraré evitarlo, si puedo.
Te seguiré contando lo que pase. Es inútil decirte que todo son recuerdos tuyos, que te echo infinitamente de menos y que te sigo queriendo cada vez más.

Como siempre, un beso muy grande.

martes, 7 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (194)

- Estamos ante un asunto muy delicado –dijo el presidente del Consejo de Distrito de Chamberí-, realmente quizás el más delicado a los que hemos tenido que enfrentarnos. Ya sabéis que yo siempre he sido partidario de la prudencia, ciertamente. Y también de la libertad. La unión de estos dos principios, realmente, creo que es lo que nos ha conducido a donde estamos hoy en día. Nadie puede sentirse totalmente satisfecho, ciertamente, pero todos al mismo tiempo debemos mostrar nuestra satisfacción porque en este Madrid que se está viniendo abajo a pedazos, realmente como si hubiera caído sobre nosotros una bomba atómica, estamos saliendo adelante. Hay una cierta libertad económica entre nosotros, hay iniciativa privada; y hay libertad política: tenemos una asamblea de distrito, la gente se está empezando a organizar en asociaciones o partidos…
- No sé si eso es muy bueno –observaría de forma incidental, el Consejero de Abastos, conocido por su filiación más que derechista-. Fue ahí donde empezaría todo este desastre…
- Supongo que luego tendrás tu oportunidad de intervenir, Consejero. Ahora ten un poco de respeto a tu presidente… Pues bien, como iba diciendo, tenemos asociaciones políticas y las próximas elecciones podrán celebrarse en una competición entre estas. Poco a poco vamos edificando el edificio de las libertades en este mundo en el que parecía imposible recuperarlas. Estamos reconstruyendo la civilización, realmente. Nada menos que eso.
Juan Andrés Sánchez tomó un largo trago de “Chambe-cola” antes de proseguir.
- Pero estamos en el camino. El trabajo que estamos desarrollando está siendo muy intenso, ciertamente. Y nadie sabe lo que puede pasar si esto se interrumpe. Nadie sabe lo que realmente podría ocurrir si destinamos todos, o casi todos nuestros recursos a enfrentarnos contra otro Distrito. Quizás para algunos sea bueno. No en vano, en ciertos momentos de crisis, la guerra se convierte en un procedimiento de salida a la crisis. Pero yo, realmente, soy un convencido del valor de la paz. ¿Qué podemos hacer? ¿Dejar que los chamartinenses se devoren entre ellos? ¿Intervenir en sus disputas internas? En el primero de los casos, ¿no sería esa decisión una permisión a que triunfe en ese Distrito la dictadura de Cardidal y sus hombres? Pero la segunda posibilidad podría derivar, realmente, en que abortase, y perdonad la expresión, el crecimiento que a duras penas estamos consiguiendo. ¿Hay alguna vía intermedia? Ciertamente que me gustaría que existiera, aunque realmente no la encuentro.
Sánchez se quedó en silencio durante unos segundos, antes de afirmar:
- Me gustaría conocer vuestra opinión.

lunes, 6 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (193)

Opera en la calle del glorioso General Martinez Campos, más concretamente en su confluencia con el Paseo de la Castellana. Es un hombre afable y de andar aún vigoroso. Se podría llamar Julián.
Julián viste correctamente, con su chaqueta y su corbata, y su edad -se diría que frisa ya los setenta- predispone a la confianza.
Lo he visto en tres ocasiones y siempre me saluda. La primera vez me abordó en la calle de Velázquez, esquina con. Padilla. Se da el caso de que por lo general procuro evitar a quienes pretenden una limosna, pienso que -aún con sus deficiencias- el vigente estado del bienestar de que disponemos en España permite por ahora un razonable apoyo que impide la marginación de los más excluidos -y me consta que este sistema se financia también con mis impuestos.
Pero la buena pinta y la afabilidad del sujeto me detuvieron en seco.
- Soy Julián -empezó-. ¿No se acuerda de mí? Trabajaba de camarero en la cafeteria Lepanto...
(No pretendan localizar el establecimiento, al menos en Madrid, se trata de un nombre figurado).
- Pues ahora no me acuerdo -le contesté un tanto aturdido. Todo era posible: a los cincuenta y cuatro años había conocido muchas cafeterías, restaurantes y bares de todo tipo, y más en ese Madrid inmenso en que apenas si conoces lo que te ofrece tu barrio...
- Pues yo sí que me acuerdo de usted. ¿Qué tal esta? –prosiguió Julián, como ateniéndose a un guión perfectamente prefigurado.
- Muy bien... ¿Y usted? -era una contestación de la que fui inmediatamente consciente de su inoportunidad para conmigo mismo: esa persona podía resultar un embaucador de mi buena fe.
- Figúrese -fue la respuesta de Julián-. Después de servir más de veinte años en ese local, los dueños del Lepanto sólo habían cotizado los últimos cinco por mí y ahora estoy jubilado con una pensión ridícula, poco más de trescientos euros.
- ¡Qué barbaridad! -acerté a contestar.
- Y aquí me tiene usted -continuaría Julián desarrollando su bien aprendida historia-. Pidiendo una ayuda a mis antiguos clientes.
- Ya… -dije yo, echando mano de mi cartera y extrayendo de ella un billete de cinco euros.
Julián observó con curiosidad mi actuación.
- ¿Sólo me puede dar esto? -preguntaría entonces con estudiada sorpresa-. Mire que...
i- Lo siento. No puedo permitirme una ayuda mayor -le dije. Estreché una mano que el ni siquiera me tendía y proseguí mi camino.
Con el rabillo del ojo observé que Julián habia detenido el vacilante paseo de otro viandante.

Han pasado casi tres años desde esta historia. Hace escasamente un par de semanas me encontraba otra vez con Julián. A diferencia de la primera ocasión, esta vez fue el presunto ex camarero del Lepanto el que se dirigía a mi encuentro.
- No se si se acuerda de mí... -empezaría de nuevo.
- No, lo siento. No le recuerdo en absoluto –respondí en esta ocasión, le hice un quiebro y me fui hacia la cafetería El Yate, que ya conocía algo más que el Lepanto.

viernes, 3 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (192)

Lanzarote, 1 de agosto de 2003.

Querida Lorsen;

Como ves empieza el mes de agosto y termina mi período de vacaciones en esta isla. Me voy el domingo.. Creo que viajaré en autobús a Madrid el día 7, en que participo en un curso de verano en El Escorial, y que no iré a Mallorca, donde me habían invitado los Areilza.
Salgo de aquí con una impresión ambigua, quizás menos triste que en Navidades. Pero es que las vacaciones me acercan a tu recuerdo, tal vez porque precisamente era en estos momentos cuando más cercanos nos encontrábamos.
He cenado una vez con Mario Onaindía –lo haré mañana de nuevo-, dos veces con Antonio Lorenzo y sus amigos y una con Cristina y Álvaro Aguirre, Nuevamente Bècaud me ha salvado del desastre. Sigo pensando en el suicidio y además se están planteando problemas políticos que a lo mejor no me dejan más remedio que dimitir para salvar mi dignidad en lo personal. En resumen, no consigo cargar las pilas, debo estar en los huesos y ese mismo ser escuálido que vino a Lanzarote se vuelve a Bilbao cargado de contradicciones y desesperanzas.
Hablé con Jaime Larrínaga. Ha admitido que le saquen de Maruri y le destinen a Las Reparadoras, en Las Arenas. Es otra batalla que ha ganado el nacionalismo rural, apoyado por la Iglesia. Te alegrarás al saber que en mi declaración de la renta he pedido que no se pague a la institución eclesial ni un euro. Seguro que tú hubieras hecho lo mismo.
En cada paseo surges tú, en cada página que leo estás tú y a veces sales en mis sueños –cosa que me alegra mucho: por lo menos tengo la sensación de que todavía sigues aquí, conmigo, que no me has dejado definitivamente, aunque luego el despertar resulte muy diferente.

Un beso muy grande.

jueves, 2 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (191)

Sidi Ben Bachat fue conducido a la fuerza a un recinto situado junto a la entrada de la antigua estación de Chamartín, en el lugar donde existía un antiguo bar, muy cerca de donde paraban los taxis a recoger a los viajeros: se trataba de la comisaría del Distrito, una especie de Black Beach ecuatoguineana, bien protegida de los ruidos que procedían del exterior, pero aún mejor aislada de los aullidos de terror que algunos prisioneros lanzaban al vacío, quizás para ahuyentar, siquiera por un momento, el dolor por las torturas que les infligían.
Porque los servicios de Cardidal, en ese reducto del que apenas nadie que tuviera algo que ver con el Consejo de Distrito conocía realmente, experimentaban con el dolor humano de modo parecido al que los nazis alemanes habían desarrollado durante el Tercer Reich. Pero no había en aquellos utilidad alguna –si es que pudiera llegar a ser útil la provocación del espanto-, salvo quizás para ellos mismos: por conocer los límites de la resistencia humana, allí donde la voluntad se rinde a la perversión y el ser humano se degrada hasta lo imposible, modificando sus declaraciones al albur de los deseos de su torturador, bastándole para ello la sola contemplación del instrumento del terror.
Y es que los nazis que dirigían los campos de concentración habían integrado los mismos centros de exterminio en su sistema productivo. Y no sólo se trataba de que la escasa grasa sobrante en los cuerpos de los judíos se convrtiera en jabón, era que los tullidos servían de experimento para las compañías farmacéuticas, como conejillos de indias humanos, primero, y luego, cualquier otro desheredado de la tierra servía a ese objeto.
Los hombres de Cardidal se ensañaban con sus presos para obtener de ellos el dinero que se decía que poseían. Empezaron por reclamarlo desde las aspiraciones de sus legítimos dueños. ¿Pero qué pasaba si –dado el caso de que fuera recuperado por ellos- no se entregaba a sus propietarios? Nada. Así que fueron perfeccionando su técnica: se quedaron con el dinero y después simplemente lo robaban.
Y luego se fue extendiendo el asunto a la más lamentable depravación y se facilitaba amplia cobertura a los instintos de los guardianes: la tortura como simple instrumento del sadismo como desviación sexual o simplemente como amenaza para que la mujer, la joven, incluso la niña, o el niño, sirvieran de amantes de sus más heterogéneas depravaciones.
No tenían, sin embargo, prisioneros políticos. Hasta aquel momento, desde luego. Porque no hay dictadura que se precie sin su buena ración de presos de conciencia.
Bachat sería alojado en una de las mazmorras de ese centro de reclusión.

miércoles, 1 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (190)

Eva Sancarlos encaraba los veinticinco con estimable fuerza. No habÍa quien se la pusiera por delante, ni siquiera su pareja, Rubén De Diego, que más parecía un sujeto silente y asintiente que otra cosa. Porque Eva había madurado de forma más que rápida en comparación con otras chicas de su edad, en una generación que ya se caracterizaba de manera general por su ausencia de madurez. ¿La causa? Sencillamente que sus padres fallecían en un accidente de tráfico cuando ella apenas había cumplido los quince y su hermano Darío tenía tres menos. Unos tíos lejanos asumieron la tutela de los huérfanos Sancarlos, aunque hay que decir que su protectora sombra nunca llegaría a ser alargada. En la práctica, Eva debió hacerse cargo de Darío, si bien sus tíos libraban el escaso patrimonio de sus padres cuando los hermanos lo requerían. Tuvieron lo necesario para su manutención, por lo tanto; en cuanto al cariño, se lo debieron ofrecer recíprocamente. Nadie más estaba dispuesto a hacerlo.
Cumplidos los dieciocho, Eva, acabaría con hacerse cargo de todo, lo práctico y lo jurídico. Concluía sus estudios y se colocaba de secretaria en una empresa de publicidad donde, sin apenas moverse de su mesa de trabajo, recibía -y aceptaba, por cierto- buena parte de las ofertas sexuales planteadas por sus compañeros, eso sí, con ese carácter abierto y no necesariamente
comprometido que es hoy en día habitual en esa generación. Y cuando aparecía Ruben en su vida lo pactaron -o más bien fue ella la que puso las condiciones-: "un polvo fuera de la pareja no supone nada; dos, con la misma persona, empieza a ser preocupante y, a partir del tercero, hay opción para la ruptura”. Claro que Rubén nunca había hecho uso del derecho a la "promiscuidad tolerada". Eva sí. Bastaba con un sugestivo encuentro de miradas en un bar cualquiera para que ella se acercara a la zona de la barra del que sería su próximo y eventual compañero de cama. Una breve llamada comunicaba a Rubén que esa noche no la esperara para la cena. Él era pretendidamente abierto y liberal, pero toleraba mal esos episodios que habían terminado por crear una buena cornamenta en sus sienes.
Rubén ejercía de pasante de un renombrado notario de la ciudad. Darío, su cuñado, trabajaba en una empresa de informática –tenían suerte: los tres mantenían incólumes por el momento sus puestos de trabajo-. En lo que se refiere a sus expansiones amorosas, el otro vástago Sancarlos estaba tan volcado en las relaciones sexuales esporádicas como su hermana, y desde su condición homosexual ese afán se multiplicaba. Frecuentaba de tal manera los bares de ambiente gay en el barrio de Malasaña que cada dos por tres se enamoraba "para toda la vida", por supuesto, de otro joven homosexual. Eva lo sabía y lo aceptaba, había ahí un gen familiar ocultado por sus tíos, pero no menos cierto, después de todo.
De modo que Eva, Darío y Rubén hacían un trío pandillero al que en ocasiones se podían agregar los novios eternos del segundo -una eternidad que apenas duraba dos o tres semanas-. Alguna vez Eva aparecía en el grupo con su amante de la noche anterior, pero lo evitaba por lo general: era consciente, después de todo, de que se trataba de un gesto de mal gusto y que a Rubén le horadaba internamente en su paciencia.
De modo que Alvaro -la pareja ocasional de Darío- se sumaba esa tarde de domingo al trío y se quejaba con amargura de esa hamburguesa a la que limpiaban un poco la mayonesa que la impregnaba. ¡Cómo estaba el servicio de la hostelería! Si bien, la amabilidad del encargado les reconciliaría con el local. Después de todo… un error lo tiene cualquiera, lo importante es reconocerlo.