miércoles, 30 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares ;38). Cecilia no se niega (VI)

Otras veces, cuando les sorprendía la tarde-noche de aquel otoño, ella le invitaba a pasar a su habitación, la 220. Entonces, Cecilia le enseñaba libros sobre Arequipa; le leía sus poemas; le hablaba de su familia, extensa familia, incontable familia... Y ella, tan joven y tan guapa. Miguel se le acercaba, le ponía el brazo derecho sobre su hombro. Y ella hablaba y hablaba, que Perú tenía una extensión dos veces y media la de España, pero con un cuarenta por ciento de su territorio ocupado por montañas: los Andes; le hablaba de la costa de Mollendo, y le decía que por efecto de una extraña corriente que le llamaban de Humboldt, las olas nunca alcanzaban la tierra sino que corrían paralelas a esta. Cecilia hablaba, hasta que rompía a callar. Y entonces recorría los labios de Miguel. Y lo hacia como siguiendo un ritual que comenzase siempre en el mismo punto y terminara casi en el momento del éxtasis. Nunca partía ella de la situación que dejaran el día anterior o el previo al anterior. Cecilia hacia el amor como una diosa que oficiara una antigua ceremonia. Y él, por supuesto, se dejaba llevar. Era ella la sacerdotisa, él el objeto de sus oficios, el objeto de su amor. Y lo hacían siempre vestidos, manteniendo siempre la decencia formal. Se amaban sin que él se quitara siquiera la chaqueta, sin que ella se desprendiera nunca de pieza alguna de su "toilette".

lunes, 28 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (37). Cecilia no se niega (V)

Ocurrió un día 13. Habían marcado el rito de celebrar los 13 de cada mes; como esos novios afanosos que persiguen las jornadas en que fueron descubriendo los diversos ámbitos de su amor; como si de esa forma pudieran fijarlo, retenerlo para siempre. El día 13 de septiembre se conocieron, y el día 13 de diciembre llevaba Iturregui a Cecilia un gran ramo de flores, rosas rojas. La esperó al final de la escalera, junto al ascensor, en la planta segunda, a su derecha, la primera de las habitaciones, la 220. Se habían citado a las siete de ña tarde. Y él esperaba, esperaba, esperaba... Eran ya más de las siete y media cuando un ruido del picaporte señalaba que Cecilia salía ya. Entonces, Iturregui, muy sonriente, con su sombrero y su bastón sujetados con la misma mano izquierda y el maravilloso ramo de flores por su derecha, todas los capullos en posición vertical, en actitud militar de saludo. Ella abría la boca sorprendida y avanzaría dos pasos hacia él. Luego se detuvo, volvió hacia la puerta de su habitación y le hizo una seña para que se acercara. Y en tanto que Iturregui recorría los escasos metros que le separaban de ella, Cecilia introdujo la llave en la cerradura de la 220 y la abrió. Tontamente, él le entregó las flores y Cecilia no supo qué hacer. El bolso en una mano y la llave en la otra, y ahora un enorme ramo que sujetaba entre sus brazos. Entró en su habitación. Iturregui no pidió permiso y la siguió. La puerta estaba abierta. Un largo pasillo, a su izquierda el cuarto de baño y un amplio dormitorio al fondo. Caía la noche, pero Cecilia no conectó el interruptor de la luz. Con cuidado, ella depositó las flores sobre la blanca colcha y leabrazó. "No sé si esto está bien", dijo, casi con una voz imperceptible, "no sé si esto está bien". Iturregui se dejó llevar. Cecilia le enlazó con su cuerpo, se pegaba a él con las manos, con los brazos, con la cara, con el pecho, con el vientre, con las piernas, con las rodillas... "No sé si está bien...", e Iturregui preguntaba, también en voz muy baja. "¿Por qué?" No entendía nada, como casi nunca, pero se dejaba llevar. Luego le besó. Primero, en los labios. Iturregui abrió ligeramente la boca, permitiendo, aconsejado incluso, un beso de amor. Ella lo hizo posible, con mucha suavidad, casi de forma tímida. Así permanecieron un buen rato. Luego Cecilia se desenroscó de sus brazos , entendió la luz, retiró unas flores secas de un recipiente, lo llenó con agua del lavabo de la habitación y puso en él las rosas de Miguel "¿Damos un paseo, cariño?", preguntaría finalmente.

viernes, 25 de enero de 2013

Cecilia entre dos mates (36). Cecilia no se niega (IV)

Ya no cenaba con Begoña. Quizás fuera excesivo para ella, desde luego que para él resultaba mejor, porque daba lugar a menores episodios de tensión. Así que, cuando llegaba Iturregui a su casa, se encontraba dispuesto en el comedor su servicio, bajo un cubreplatos, la merluza frita de la cena, y el vino, en una escancia de cristal tallado. Begoña dormía en una de las habitaciones para los invitados, alegando, como causa para ello, unos repentinos dolores de cabeza, que sin embargo nunca antes había padecido y que la obligaban a dormir con la ventana cerrada, la persiana echada y la puerta bajo llave. De esa forma pasaban días, a veces toda una semana, sin verse; sin oírse, sin hablarse. En ocasiones, cuando se encontraban en un pasillo, les sorprendía contemplar la cara del otro, su forma de andar, el breve y cortes saludo que se daban...

miércoles, 23 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (35). Cecilia no se niega (III)

Otras veces se iba del hotel con un poema que invariablemente guardaba en el bolsillo izquierdo del interior de su chaqueta, cerca de su corazón. El poema que publicaría, el día siguiente o el posterior, "El Porvenir de Bilbao". "Hoy no He venido negando Todo ruego a mi alma, Que cuando te ve Me pide que te ame. Hoy no, Solo una vez voy a ceder Daré permiso al corazón Para vibrarte, Aunque mañana Todo haya terminado. Hoy voy a amarte tanto, tanto, tanto, Para ya nunca más amar. Hoy no voy a negarme. Hoy no".

lunes, 21 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (34). Cecilia no se niega (II)

Luego fue la habitación del hotel, la 220. Iturregui la acompañaba siempre. Primero hasta el ascensor, momento en el que ella le presentaba la mano para que él la besara. Después fue ella quien le pedía compañía, y entonces subían por la escalera, que avanzaba del vestíbulo y hacia luego graciosas curvas, dos pisos. Iturregui, sujetando su sombrero con la mano izquierda y el bastón con la derecha, conversando sobre temas generales: del tiempo, de los poemas de Cecilia, de las cosas que se le ocurrían. Más tarde introducía suavemente el llavín de la 220, que era un amplio dormitorio exterior con vistas a la plaza elíptica, y con baño, que todas las habitaciones del Carlton tenían cuarto de baño, y entregaba la llave a Cecilia y la besaba la mano. A veces, ella rozaba su mejilla con los labios; otras, y siempre que no vieran a nadie, ella le besaba muy suavemente en los labios y, en otras ocasiones, él lo intentaba, pretendiendo conseguir solo lo que ella había admitido el día anterior, pero esa consistía en una tarea imposible, siempre era ella la que establecía lo que había de ocurrir, y en qué momento se produciría el hecho.

miércoles, 16 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (33). Cecilia no se niega (I)

- Astondo. Póngame por favor con el Hotel Carlton. Con la señorita Cecilia Llosa. Tardarían una barbaridad. Todo el lío de hablar con recepción, orden al botones, este que sube a la habitación, ella que sale -cuando tiene a bien salir, que Cecilia no es cualquier cosa...- Por fin se pone al teléfono, Astodo le pide que no se retire, le pasa el teléfono, para que luego tenga que escuchar una voz tan distorsionada que bien podría provenir de cualquier persona. Le era igual. Solo quería hablar con ella. Eso de la carta no era su fuerte, siempre le salían frases estereotipadas como: "Estimado amigo. Le confirmo el envió de mercancías tales y cuales, procedentes del puerto", o "por la presente le acuso recibo de abono de dividendos" o "reciba mi pésame más cariñoso y sentido". Cartas comerciales, cartas convencionales... No servia para las cartas de amor, y eso que cuando explicaba las cosas lo hacia bien. "Tenía usted que haber sido escritor", le dijo ella. Pero él prefería las relaciones sin distancias; la expresión del interlocutor como referencia de lo que pensaba, sin tapujos, sin rodeos. Claro que con Cecilia todo era diferente. A veces hasta pensaba que era mejor hablar por teléfono. - Le paso la llamada -anunciaba Astondo, sacándole de sus pensamientos. - ¿Señorita Llosa? - Miguel -decía ella como signo de asentimiento, y pronunciaba su nombre como llevada de una fuerza interior que la inundara de paz. - Cecilia, ¿Qué tal estás? - Bieeen. - Supongo que no te molestará que te llame. Ya sé que preferías que nuestro contacto solo se produjera a través de cartas. -No. Iturregui se había lanzado a hablar sin molestarse en oír la contestación, como le pasaba cuando se encontraba eufórico. Pero sabia que Cecilia había contestado algo. - Perdona. ¿Cómo has dicho? - No me molesta.por supuesto que no me molesta. - Me alegro. - ¿Qué tal te fue ayer? - Bien. Bueno, un poco tristón, después de ña conversación del sábado. Ella no contestó. - He dado algún que otro paseo y me he dedicado a leer. Por cierto... ¿Sabes quién era Lorenzo el Magnifico? - La verdad es que no. - Pies era un gran noble medieval, de Florencia. Un hombre al que quiso matar el Papa de la época. En definitiva, un personaje interesante. - Lo cierto es que los sudamericanos no conocemos mucho de la historia europea. - Es lógico. Tampoco nosotros sabemos demasiado de la historia sudamericana... Pues, volviendo a Lorenzo, este señor también escribía poemas. Y hay uno que me ha parecido muy a propósito, porque dice lo que yo siento en estos momentos. - ¿Lo tienes ahí? ¿Me lo puedes leer? - Por supuesto. Iturregui leyó los versos que tenía anotados en una pequeña libreta. Cecilia recibió en silencio las palabras que Miguel pronunciaba en un perfecto francés. Luego le pidió que se las tradujera. Hubo un largo silencio después de oída la versión española, un silencio que rompió Iturregui. - Supongo que no juzgarás con demasiado rigor critico este poema en su aspecto formal. ¡Dios sabe cómo sonaría en italiano o latín! En francés, más o menos bien. Mi traducción ha sido en todo caso la que ha rematado el asesinato... - Está claro. - ¿Qué es lo que está claro? -preguntó Iturregui simulando una indignación que no sentía- ¿Que soy un asesino de los idiomas? En realidad, nunca fui el primero de la clase en francés, pero luego tuve una institutriz, mademoiselle Marie Souton, de Pau, que hizo mejorar, de grado o por la fuerza, mi francés - ¡Ja, ja, ja! Yo no me refería a tu francés. Lo que está claro es que no has cambiado de opinión -dijo luego, en tono más grave. - No. En cuanto a lo que te dije el sábado, desde luego que no. Cecilia permaneció callada durante unos segundos. Después dijo: - Miguel. Sabes que lo nuestro es imposible. "Ya estaba ella otra vez con esto", pensó Iturregui antes de medio exclamar: - ¿Por qué? ¿Por qué es imposible? - Lo sabes bien, Miguel. Tu mujer, tus cuatro hijos, tu posición personal en Bilbao, tus negocios... Iturregui contestó de forma tajante. - Mira. La única objeción que admito de todas las que has formulado,es la de mi familia. Todo lo demás no son problemas. En cuanto al primero, debo reconocer que se trata de un asunto difícil, pero que en todo caso es mi problema. - Mira Miguel. Sabes muy bien que no he venido a esta ciudad a romper ningún matrimonio. Por mucho que me sienta atraída por ti... Pero Iturregui no podía aceptar esa tesis. - ¿Y qué fue de aquella poetisa arequipeña? -preguntó volviendo a un tono teatral- ¿Qué fue de una bella joven que recitaba unos versos al amor inmortal, a ese amor que se escribe con letras mayúsculas? Pues que luego vino esa misma joven a desmentir con sus propios hechos sus anteriores palabras -concluyó con un deje de amargura en su voz-. ¡Esa es la tristeza que nos aportan los años nuevos! "Sic transit gloriae mundi. - Te dije que servias para escritor. Lo que no conocía eran tus dotes de actor. - No cambies de tema ahora, Cecilia. ¿Dónde está la premiada mujer de las letras peruanas que hablara en la Bilbaina el trece de septiembre? - Está aquí. Siempre ha estado aquí, pero nunca con la conciencia intranquila por haber roto una familia. - Tú no has roto nada que no estuviera ya previamente acabado, Cecilia. La rutina, lo que se repite día a día. Todas esas cosas a las que te referías en tu poema... Eso es lo que ha matado a mi familia. Ahora estás tú. Ya te lo dije el sábado. Estás tú, aunque solo sea por una cosa, aunque solo sea porque yo te quiero. Iturregui percibió que estas palabras debían haber producido un fuerte impacto en la peruana, así que prosiguió: - Yo no te propongo un camino de rosas ni de espinas. Solo te digo que aquí estoy. Solo te pido que recorras una parte de este camino conmigo. - Lo que pasa es que esto se está haciendo demasiado grande. Y habría que pararlo -observó pensativa Cecilia. - No entiendo por qué -Iturregui parecía dispuesto a aceptar su derrota, pero nunca antes de lanzar un ataque final-. Solo lo comprendería en un caso, en el caso de que me rechazaras porque no me quieres. Cecilia empleó unos segundos en reflexionar su contestación. Y lo hizo con una voz muy sensual, muy dulce, uque os que invadía todo el organismo de Iturregui, que le hacía temblar, y eso a pesar de la imperfección con que el aparato telefónico transmitía las palabras de la peruana. - Yo te quiero, Miguel. Te amo. Y ese es el problema que tengo. Que me alegro cuando te veo, que me apeno cuando te vas. Que ye necesito cuando no te tengo, que te necesito ahora. Iturregui se levantó de su asiento y dirigió su mirada hacia la calle, observando luego el paisaje de la ría de Bilbao, marrón, sucia cloaca en la que se forjaban las fortunas de sus gentes. El hombre que la estaba contemplando había conseguido abrir un corazón al amor. - Es la primera vez que me lo dices. Y me ha gustado mucho. - Te quiero, Miguel. - ¿Vamos a recorrer una parte de nuestro caminos juntos? -preguntó entonces con candor, como lo hubiera hecho un niño. - Lo que tú quieras, mi amor.

lunes, 14 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (32). Un amor en el otoño de Bilbao (VIII)

Era domingo por la tarde. De su biblioteca extrajo una biografía. No supo por qué, pero escogió una que trataba de la vida de Lorenzo el Magnifico, escrita en francés. Siempre le había encantado Florencia y esas historias medievales en que la Iglesia y la Nobleza se enfrentaban en una incesante lucha por el poder. Lorenzo, que hasta escribía versos, como el que ilustraba el biógrafo y que Iturregui leyó: "Que la jeunesse est belle, Cette jeunesse qui fuit. Celui qui veut être gai, le soit, Le lendemain est sans certitude" Era cierto. Se trataba de ideas siempre escritas por los poetas, seguramente que Cecilia tendría algún poema dedicado a lo fugitiva que es la juventud, pero no se lo habría enseñado por el afán de no provocar situaciones delicadas, por no darle más alas. Lo que pasaba es que él se lo había dicho ya. Se sentía joven. Cuarentaicinco. Al cabo, tampoco tanto. ¡Qué le podía ofrecer! Muy poco. Le quedaban apenas quince años para después cargarse de achaques , repartir sus negocios entre sus dos hijos e ingresar -con la mayor dignidad posible- en la vejez. Pero a ella, eso no parecía importarle demasiado. En alguna ocasión se lo había dicho: "Me gusta la gente mayor, la gente de cincuentaicinco para arriba". Y Miguel Iturregui atendía feliz las explicaciones de Cecilia. ¡Seamos felices, que nadie sabe lo que ocurrirá!, decía el bueno de Lorenzo el florentino. Ella no. Ella había decidido reducir su amor, el episodio de su juventud que la salía al paso, al mero contacto epistolar.

jueves, 10 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (31). Un amor en el otoño de Bilbao (VII)

Caminó por la Gran Vía, las manos recogidas detrás de su abrigo, magnifico, de pelo de camello, comprado en Londres. Pensaba en todo eso: Cecilia, su secreto... Y un conjunto de ideas en tropel se agolpaba en su cabeza. La primera, la más importante de todas sin duda era él mismo. Si Cecilia era para él lo más importante o no. Dirigió sus pasos hacia las Siete Calles. Sus casas, origen de Bilbao, domicilios de algunos amigos... ¿Amigos? ¿Dónde quedarían las amistades de muchos años el día en que él les dijera: "He dejado a Begoña y me voy con la poetisa..." "La pelandusca esa...", dirían. Ellas le retirarían el saludo, ellos lo mantendrían de forma contenida; aunque muchos, con seguridad, le mirarían con disimulada envidia. Cecilia. ¿Qué era, en realidad, ella para él? Esa cara de indita;ese cuerpo maravilloso; esa dulzura en las formas; esa voz suave, envolvente. Esa joven de la que se había enamorado y que no se le iba de la mente.

martes, 8 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (30). Un amor en el otoño de Bilbao (VI)

Ocurrió aquel sábado. Por la tarde, los escritorios de las oficinas de Bilbao se iban cerrando, felices los empleados ante la perspectiva del descanso dominical. Iturregui quería ver a Cecilia. La había llamado a su habitación del Hotel Carlton. La 220, en el piso segundo. Ella había marcado las condiciones, como siempre: se encontrarían en el "hall" del establecimiento. Nada de chocolate hecho o té con limón, en esta ocasión. Inusualmente, Cecilia bajó puntual. Como el "Big Ben" o el reloj del Banco Vizcaíno en la plaza de San Nicolás. ¿Quieres que demos un paseo o que tomemos un café?" Nada, ella no quería nada de eso. Le bastaba don que se sentaran en el salón del hotel, a la izquierda de la puerta de entrada, después de pasado el mostrador de conserjería y la "toilette". Un conjunto de sofás de cuero rojo y verde, creando ambientes distintos, estaban dispuestos de forma cuidada y elegante. - Quiero que me escuches, Miguel. Iturregui permaneció en silencio. Por supuesto que la escucharía. - Mira -continuaba Cecilia-. Yo he venido a Bilbao a pasar una temporada, y de repente me encuentro con que conozco a un señor que me gusta mucho, pero que está casado y tiene hijos... - ... Ese es mi problema -la interrumpió Iturregui. - Tu problema, y el mío también. A mí no me gusta romper matrimonios y familias. No sé, aunque te parezca extraño, me produce una preocupación como de un mal signo o de un espíritu maligno, algo que no sabría definir pero que me pudiera perjudicar. Era la percepción religiosa de La peruana, producto de muchos siglos de creencias diferentes, a las que el catolicismo se agregaba como si solo se tratara de un envoltorio final. - Yo te insisto en que ese es mi problema -replicó Iturregui-. A mí tampoco me gusta que se haya producido esta situación. Pero... ¿es que me puedo considerar muerto a los cuarenta y cinco? ¿es que soy como esos viejecitos a los que no les queda nada más que la satisfacción de ponerse al sol en verano.o debajo del cobertor de un brasero en invierno? ¿es que solo me quedan mis negocios? Cecilia le miraba atentamente, procurando no herir a su interlocutor. - Claro que tienes una vida que vivir, Miguel -le dijo-. Pero... ¡hay tantas chicas sin problemas que estarían encantadas de relacionarse contigo! - Ya... Pero no se trata de eso -Iturregui no estaba dispuesto a dejarse convencer-. Esto no es como cuando voy a la biblioteca de la Bibaina a por uin libro, escojo una novela en francés,, de un autor tal. ... Un libro que está esperando tranquilamente en la estantería a que vaya alguien, yo mismo, y lo pida. El amor no es eso, el interés sí se le parece. Pero el amor, cuando es amor, está hecho de la condición de las cosas que no puedes controlar. - Por mucho que digas, Miguel. Esto no puede ser. Iturregui movió la cabeza domo si estuviera esquivando el golpe. - ¡Claro que no puede ser! -contestó de forma dialéctica-. ¿Tú crees que no me digo casi todos los das que es un error, que esto es un error, que no tiene ningún sentido que continúemos con esta historia? - No lo sé. - Pues me lo digo siempre. Pero, enseguida, cuando estoy en el despacho, me veo escribiéndole una nota, encargándole a un empleado que ta haga llegar un ramo de flores por el motivo que fuere... Deseando verte, contando las horas hasta que llegue el momento de la comida o de tomar el té o de la hora en que nos hayamos citado... Es un caso claro, Cecilia: la cabeza no puede dar ordenes al corazón. - No es posible, Miguel. Por mucho que me garantizaras que no te perjudica tu familia, ¡Fíjate lo que digo! Imagínate que fueras un hombre libre. Aun así yo no puedo aceptar esta relación -una vez más Cecilia había conseguido romper los esquemas de Iturregui-. Alguien me tiene que ayudar a que todo esto acabe y tú eres el único que puede hacerlo -dijo para terminar como si más que una frase fuera la suya una sentencia. Miguel Iturregui debió emplear unos segundos en una apresurada reflexión, antes de contestar: - Mira Cecilia. Yo no puedo ayudarte a eso -dijo con lentitud-. No puedo ayudarte a que me olvides.. Solo -estaba verdaderamente compungido-, solo puedo comprometerme a una cosa: yo no voy a presionarte. Cecilia no dijo nada. En lugar de hablar sonreía nerviosa. - ¿Nos vamos a volver a ver? -preguntó un demudado Iturregui. Ella sonrió entonces de manera más amplia, para acabar por decir al fin: - El miércoles. Si te parece nos vemos el miércoles. - Hasta entonces espero que me permitas que te escriba. - Por supuesto, Miguel. No creo que haya nada malo en que nos escribamos. Nunca había existido nada malo hasta aquel momento..." pensaría Iturregui. Cecilia se levanto del sofá, dando así por concluido el encuentro. Iturregui le cogió su mano derecha para besarla. En ese momento, él le dijo con voz muy queda: - A pesar de todo, pase lo que pase, quiero que sepas que te quiero. Cecilia bajó la cabeza, y en esa postura abandono el recinto del salón, dejó atrás la "toilette", el mostrador en el que se encontraba el conserje. Atravesó el vestíbulo y llegó al ascensor, donde un botones uniformado de rojo, le preguntaba: "¿Desea subir la señorita?" Y ella, siempre con la cabeza baja, le contestaba que sí. Iturregui la siguió, unos pasos por detrás, hasta que se cerraba la puerta del ascensor y ella se perdía definitivamente de su vista. No pudo entenderlo. Otra vez volvía Cecilia a su secreto, un secreto del que apenas Iturregui conocía su existencia, aunque nunca Cecilia siquiera se lo había mencionado.

viernes, 4 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (29). Un amor en el otoño de Bilbao (V)

No todo fue después más fácil por eso, sin embargo. Tampoco Iturregui lo pretendía. Él no quería aprovecharse de la situación, aunque a veces ella parecía que solo deseaba vivir una aventura. Era curioso, justo lo contrario de lo que anunciaban los expertos: un hombre casado, dispuesto a mantener una relación permanente; una mujer soltera, que deseaba ponerle fin a ese amor en un par de meses. "Diciembre es un mes bonito, Miguel. Después lo dejamos". Y él, que no entendía nada. A él, a quien todo eso le parecía solo un retraso en su relación. Vivía sumido en un mar de dudas. Dudas en relación con ella, con esa Cecilia evanescente. Dudas por un futuro extraño en un amor que, a pesar de todo se cerraba cada vez más. Un amor constituido por un circulo que solo les rodeaba a los dos. Dudas, por los permanentes comentarios de la gente; Bilbao, que no era Barcelona, donde la institución de las "queridas" existía hasta el punto de convertirse en un elemento más del éxito económico; lo mismo que se tenía una finca o un automóvil, uno se organizaba una amiga y la instalaba, dignamente, en un pisito amueblado, en una zona agradable de la ciudad. Claro que tampoco Cecilia podía ser una de esas "amigas" que se rescatan de un burdel, de un espectáculo de "Varietés" o de uno de esos talleres de modistillas. Cecilia era Cecilia Llosa, una gran poetisa del Perú, fortuna personal, familia muy conocida en Arequipa. Todos sus modales lo confirmaban. Begoña, sus cuatro hijos. Apenas una especie de proyección obligada de su persona. Los niños, ordenados de mayor a menor para que saludaran a las visitas, bien vestidos -como se viste a los niños en Bilbao-, bien peinados, rociados de colonia fresca, Heno de Pravia. ¡Qué más les daba un padre a quien, ni siquiera antes de que Cecilia apareciera en su vida, nunca conocieron! Les daba igual que su padre fuera Miguel Iturregui o un "Juan Lanas" cualquiera. A sus cuatro hijos, menos a Mercedes. Mercedes sí que le quería. Y él, desde luego que él sí quería a su hijita...

miércoles, 2 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (28). Un amor en el otoño de abril al (IV)

Miró pensativamente más allá del cristal de su automóvil, un magnifico Bentley de color negro, reluciente. Había dejado de llover y un tímido arcoiris se bañaba en los colores del atardecer. Le ocurría a menudo, se ponía a pensar en el futuro de todo aquello... Y Cecilia, curiosa, como todas las mujeres, le inquiría: "¿En qué estás pensando, Miguel?" Y el empresario aprovechaba la oportunidad para formular su pregunta. Lo haría a través de un pequeño rodeo: "No sé muy bien, Cecilia..." "¿Qué es lo que no sabes?" "No sé muy bien en qué parará todo esto..." Entonces ella ponía cara de preocupada, esas caras que ponía Cecilia justo antes de decir algo imprevisible. Pero Iturregui continuaba, casi indiferente a lo que ella pudiera comentar: "Ya te he dicho mil veces que te quiero... Pero tú no me lo has dicho nunca. Nunca me has dicho...'Te quiero', aunque solo sea un poco..." Luego la miraba directamente a los ojos, oscuros, pintados en un rostro que adquiría por momentos la tonalidad rojiza de aquel crepúsculo. Había conseguido el efecto pretendido. Cecilia le devolvía una mirada distante, lejísima; para decirle después: "Te ruego que no me hagas esa pregunta". "No lo entiendo, Cecilia -le insistía Iturregui-. Yo no estoy pidiendo nada de lo que previamente yo no esté dispuesto a ofrecer, ni te pregunto nada que no esté de antemano dispuesto a contestar. Yo te estoy diciendo que te quiero -enfatizó-. Y solo me gustaría saber si tú también me quieres". Cecilia dirigió entonces su lejana mirada hacia el suelo del automóvil para decirle en voz muy baja, tan baja que luego él tendría que preguntarle qué le había dicho: "¿Y tú qué piensas? ¿Piensas que te quiero?" Y le contestaba, con esa seguridad que le caracterizaba y que sorprendía a todos, ya le conocieran o no: "Creo que sí. Que tú me quieres". Pero aún tuvo que escuchar su contestación a pregunta tantas veces formulada: "Miguel. Ya lo has dicho: tú sabes que te quiero". Entonces Miguel Iturregui desplegaría una amplia sonrisa, la cogería por los hombros y la atraería hacia él, diciendo: "Ya lo has dicho, guapa. Y ahora te quiero un poco más, si fuera posible". Y Cecilia, el gesto enfurruñado, le pedía que la acompañara al hotel. Como si se tratara de una intuición, Iturregui notaba que Cecilia se estaba enredando en un amor imprevisto, no deseado. Pero que era más fuerte que los cálculos y las planificaciones. Bastante más fuerte que todo eso.