sábado, 23 de septiembre de 2023

La llamada del pueblo

Para buena parte de los que me siguen, la palabra “Burguete” no les dirá nada. A los que me conocen algo más les sonará al pueblo al que va Fernando en vacaciones. Pero para quienes sentimos un día la llamada de Burguete, ese solo nombre se llenará de evocaciones y de recuerdos.


Reducido a unos 300 habitantes en el censo de esta localidad Navarra, Burguete es muy poca cosa. No mucho más que el pueblo que ofrecía sus servicios -carpintería, alimentación, vestido…- a Roncesvalles, y a sus peregrinos, en la primera etapa del camino francés hacia Santiago.


Pero Burguete ha sido para muchos de nosotros -de nuestras familias- el lugar de nuestras vacaciones y de nuestros recuerdos infantiles y juveniles. Se trata, por lo tanto, de una evocación personal, pero también familiar, que nos une a las diferentes generaciones -tres, hasta cuatro-, y que anuda relaciones entre distintos amigos veraneantes que también se suceden a lo largo de los tiempos más o menos recientes.


Les voy a contar una historia que les servirá de ejemplo de lo que digo:


Cuando yo era portavoz parlamentario de Ciudadanos en el Congreso, mantuve una relación, que en ocasiones derivaría en amistad, con diversos miembros del cuerpo diplomático español. Uno de ellos, de nombre Jaime -no menciono su apellido por no situarle quizás en el punto de mira de algunos fusiles de precisión para el derribo de posibles contradictores a la política establecida-, almorzaría conmigo en un restaurante de la calle del Prado, contigua a la cámara popular. A la salida, Jaime consulto su móvil y me dijo:


  • Tengo una llamada de mi primo Javier… -excuso también su apellido.


  • ¿Javier? -le pregunté-. ¿No será de los… de Zaragoza?


Lo era. Jaime le devolvía la llamada y me pasaba con él. Y Javier me confirmaba que él era el que yo creía que era.


Habían transcurrido más de cuarenta años. Pero nos unían Burguete y las historias vividas bajo el amparo de ese nombre.


Nos hicimos con nuestras coordenadas respectivas. Al cabo de pocas semanas nos hablamos y nos citamos a comer.


El encuentro se pareció a una floreciente primavera en la que la apertura de las flores y el crecimiento de la hierba en los campos se anudaba a las historias recordadas.


Le relataba yo que, con su hermano Carlos -desgraciadamente fallecido ya-, participamos los tres en Burguete en un concurso de la canción, en el que nuestro trío tuvo a bien asesinar la entonces de moda “Lola”, esa canción que giraba con el estribillo, “la otra noche bailando estaba con Lola…”, que se encontraba en el repertorio de los Brincos. Y que el resultado de nuestra interpretación no sería excesivamente alentador para decidirnos a formar un trío “La-La-La” masculino ‘avant la page’: el jurado nos otorgó una nota tan baja que ni siquiera, puestos a recuperaciones, seríamos capaces de saltar el más bajo de los listones. Como prueba de lo que afirmo diré que pocas horas después alguien que había grabado el concurso de la canción de los veraneantes de Burguete le pondría la cinta a un tercero, y que, cuando éste le preguntó quiénes éramos contestó:


  • Los hermanos… y un chico moreno…


El “chico moreno” era yo. Y la canción sonaba tan mal que no me atreví a reivindicar mi participación en el sacrificio musical, con lo que desaparecí de la escena con velocidad digna del atleta que nunca he sido.


Tiempo después he sabido que Javier es un razonable intérprete de la guitarra y la armónica, y que en su catálogo personal figuran canciones de Bob Dylan. Lo que son las cosas: no fue posible el trío, pero sí el cantor individual.


En ese encuentro, Javier y yo nos pusimos al día. Al día, y al mes, y al año… porque si 20 años no son nada -que decía el célebre tango- ¿qué son 40? María Dolores Pradera nos contestaría que “toda una vida”.


Conocí de los vinos que con tanto mimo prepara Javier. Fuimos -Victoria y yo- a San Rafael, donde nos encontramos con su encantadora mujer, Fátima. Comimos y nos paseamos en su flamante descapotable. De esa manera extendíamos nuestra renovada amistad a nuestras mujeres.


Pero el reencuentro y la cordialidad no podrían resultar óptimos si el marco -a pesar de que fuera agradable- no resultaba completo. Nos quedaba Burguete, y no en el recuerdo, como el París de Casablanca, sino el auténtico y real que no se desvanece en la nostalgia y la melancolía. El Burguete que se resuelve en sus cuidadas casas a lo largo de una carretera nacional por la que parece inverosímil que atraviesen formidables camiones repletos de paja o de troncos de madera, o los autobuses que llevan viajeros a St. Jean Pied de Port, los paseos protegidos por los refrescantes y majestuosos bosques de hayas, o las excursiones para comer al borde del río Nive en un agradable hotel de St. Étienne de Baigorry, los caballos de raza Burguete -rechonchos y bajitos-, la cordialidad de sus gentes…


Y nos paseamos por el pueblo, además de reencontrarnos con otros veraneantes, sucesores como nosotros de generaciones que nos antecedieron en Burguete, de las que recogimos un testigo vital, de cariño y de amistad, que esperamos entregar a quienes ocupen un día nuestro lugar.


Porque Burguete es una palabra talismán, a cuya evocación acudimos con la rapidez que aún nos sea posible. Porque pronunciar ese nombre es como evocar una especie de llamada tribal, como el tam-tam de los tambores de los pueblos primitivos, o como la campana de la Iglesia que da las horas y las medias, y aún suena cinco minutos antes de señalar a éstas, para que la gente se vaya preparando.


Reconozco que yo mismo no me considero ni tribal ni aspirante a miembro de ninguna pandilla, pero al menos creo conocer bien mis orígenes familiares, los de mis abuelos maternos y los recuerdos de mi abuela Pilar oyendo la Pastoral de Beethoven en una pradera de Burguete, por ejemplo. Podría por lo tanto anudar estas y otras remembranzas a las de mis padres y a las mías, de la misma manera que otras familias evocarían las suyas, tejiendo así una tela de araña que nos atrapó a todos, como las que nos sorprenden en los paseos que nos damos bajo las hayas cercanas entre sí.


De modo que no resultaría extraño que un día, paseando por el Camino de Santiago en dirección a Roncesvalles, el esforzado ciclista, adecuadamente equipado, montado sobre una máquina moderna, se nos antojara de repente un hombre pedaleando sobre un velocípedo de los años 60 del pasado siglo. Y así daría comienzo una improbable historia, pasada por el filtro de esa máquina fabricadora de recuerdos que es el tiempo.


sábado, 16 de septiembre de 2023

A thousand kisses deep

Publicado en el año 2001, en su álbum “Ten new songs”, “a mil besos de profundidad”, la canción constituye una reflexión de Leonard Cohen sobre el amor que se ha ido. Presiden sus estrofas los recuerdos y el pesar que en él evoca su mirada a los hechos que han sido y que ya jamás volverán. Como ocurre casi siempre, la relación pasada permanece en el recuerdo. Por eso, la distancia de los mil besos se simultanea con la profundidad de los mismos, que han horadado al cantante de manera tan fuerte que ya parecen un ancla, un pozo casi infinito en su largura.


Llegaste a mi esta mañana. Y me trataste como si fuera carne -empieza el cantante de una manera bastante salvaje-. Hubo sólo sexo, parece contarnos. Pero no se queja de maltrato. Tendrías que ser un hombre para saber lo bien que sienta, lo dulce que es el erotismo que produce.


El “manoseo” al que se ve sometido se diría que pone en evidencia un cierto cambio de roles: es ella la que ha actuado como lo hacen los hombres, y él se deja hacer y disfruta con el juego. ¿Quién, si no fueras tú, me podría conducir hasta los mil besos de profundidad?


Y continúa Cohen desarrollando este argumento en la segunda estrofa. Eres mi gemela idéntica, mi familiar más cercano -admite-, para explicar que la comunicación entre los amantes es total. Te reconocería en mis sueños, fijada en sus recuerdos a pesar de la evanescencia que tienen éstos. 


Te amé cuando te abriste como lo hace una flor con el sol, nos informa Cohen en la siguiente estrofa. Pero él no es el calor, sólo un muñeco de nieve que permanece de pie bajo la lluvia y el aguanieve. Se diría que es un hombre-objeto.


Completa el poeta esta idea a continuación: Ese hombre que te amó con su gélido amor, con su físico de segunda mano… pero con todo lo que es y lo que fue. A mil besos de profundidad.


Cohen mantiene su condición de fragilidad, tan lejana a los estereotipos viriles. Entregado, disponible, aunque, si lo tuvieran que poner en venta, sólo sería un instrumento gastado. Retorna entonces la constante de la vejez, tan cercana a sus letras. Pero es él, con su historia a cuestas y con su realidad actual, cualquiera que ésta sea.


No se corresponde su entrega con el comportamiento de ella, que sin embargo no significa desconocimiento de su amor. Porque el autor ya sabía que ella tuvo que mentirle, engañarle incluso, para aparecer ante él ardiente y exaltada, oculta “tras de un velo de total falsedad”.


Aquí parece concluir el cambio de roles. Ella ya no es la que parecía ser, sino otra mujer distinta. Y la describe, a continuación, como “nuestra perfecta aristócrata porno, tan elegante como barata…” Cohen ha descubierto ya su misterio, entre lo elevado y lo soez. Lo sabe, pero confiesa que, a pesar de su vejez, le gusta, a mil besos de profundidad. Y también nos cuenta que no es solamente suya, es “nuestra”, pertenece por lo tanto a todo un conjunto de hombres…


El autor se confiesa bueno, tanto para amar como para odiar. Aunque en la mitad de entre esos dos mundos sienta un frío congelador. Había un tiempo en el que se entregaba a esas sensaciones, pero ahora es ya muy tarde, al menos existen varios años de retraso. Y es la vejez la que asalta de nuevo al poeta.


Pese a todo, le dice que la ve bien, se pondría incluso de rodillas… a mil besos de profundidad. Tanto que el poeta percibe lo adorable que resulta ella en la calle. Pero se ha marchado.


La vejez se ha hecho también cuerpo sobre ella. “El otoño ha recorrido tu piel. Pero esa estación del año le ha metido algo en el ojo, una luz que no necesita vivir, pero tampoco reclama la muerte.


Es ésta última una estrofa enigmática, sin duda, que apenas aclara en la siguiente. En todo caso, esa luz, constituye un dilema en el libro del amor, que es oscuro y está pasado de moda, pero que ahora se manifiesta en tiempo y sangre, a mil besos de profundidad.


Todo se ve rodeado, en los dos amantes, por la decrepitud. Pero Cohen -afirma- se aviene con el vino, y aún baila mejilla contra mejilla (“cheek to cheek”). Y a pesar de que la banda toca el “Auld Lang Syne” (“por los viejos tiempos”, canción con la que los países anglosajones reciben el nuevo año), el corazón no quiere batirse en retirada. La vida sigue viva por la voluntad de la mente, la lucha por la existencia nos mantiene en situación de alerta.


Y nos relata Cohen su regreso a los asuntos cotidianos, a Diz y a Ray -sus mascotas- con las que corre y canta, y aunque nunca se dejaron cepillar, al menos una o dos veces le dejan representar a mil besos de profundidad. Y nos imaginamos al compositor tarareando sus canciones en medio de la algarabía ladradora y disconforme de sus perros.


Está viejo -nos repite- y no es más que un muñeco de nieve, en tanto que ella se abre como una flor ante la fuerza del calor. Pero no hace falta que ella le escuche, porque, de alguna manera, cualquier cosa que él diga va en su contra… a mil besos de profundidad.


Existe, desde luego, también este poema que en ocasiones Leonard Cohen recitaba más que cantaba -no otra cosa sería su álbum último, rescatado por su hijo Adam- una reflexión sobre la permanencia del amor, al menos en la fuerza que emerge del recuerdo.


domingo, 10 de septiembre de 2023

Política de atracción, política de traición

 En su aún no publicado trabajo sobre los sitios de Bilbao, Xabier Erdozia se hace eco de las reflexiones del político liberal bilbaino Gregorio Balparda, que consideraba que la política de “atracción” del poder central respecto de los nacionalistas era más bien una política de “traición”.


Balparda militó en lo que en los tiempos de la Restauración se denominaba “izquierda dinástica”, y su escaño en el Congreso se sumaría a los de la minoría liberal de don Santiago Alba. Por completar algo más el dibujo de la época, en el extremo del sistema se encontraban los reformistas de don Melquíades Álvarez (grupo en el que participaría el que años después sería presidente de la II República, Manuel Azaña). Extramuros del sistema se encontraban los republicanos y los socialistas y, desde 1921, un débilmente implantado partido comunista, consecuencia de una escisión producida en el PSOE.


Por su parte, la “política de atracción” criticada por Balparda, sería consecuencia de los esfuerzos puestos en práctica por el estadista de origen balear, don Antonio Maura, por sumar a los regionalistas de Cambó al proyecto de reformas que inspiraba su programa de gobierno entre 1907 y 1909, y, en menor medida, a los nacionalistas vascos.


Las relaciones entre Maura y Cambó -salvo algunas diferencias coyunturales- fue siempre fluida y cordial a lo largo de los años. No ocurriría lo mismo en sus tratos con el PNV, la herencia carlista -retrógrada, por lo tanto- que tenía este partido le alejaba considerablemente de las posiciones del catalanismo de la Lliga, dispuesto como don Antonio a contribuir a la modernización de España. Ya señala Javier Corcuera en su imprescindible “Orígenes, ideología y organización del nacionalismo vasco”, cómo la familia de Sabino Arana -fundador del PNV- era propietaria de unos astilleros que producían barcos de madera, procedimiento que haría crisis con la revolución industrial.


Esta discordancia llevaría a los partidos dinásticos a fundar la Liga de Acción Monárquica en 1919, apoyados por los grandes empresarios de la provincia, con el objetivo de derrotar electoralmente al nacionalismo, que había engrosado sus filas con el importante concurso del don Ramón de la Sota -una de las principales fortunas de la época-, a partir de 1918. A esta coalición se unieron los mauristas, una escisión que se produciría en el seno del partido conservador en 1913, toda vez que Alfonso XIII encargó el gobierno al miembro de ese partido, Eduardo Dato, y no a su jefe, que era Maura.


Finalizaba así lo que Balparda consideraba “política de traición”. Pero no ocurriría esa situación por los siglos de los siglos. Como podemos observar en nuestros días, es común por los partidos tradicionales y mayoritarios españoles la práctica de la atracción de los nacionalismos para así completar las requeridas mayorías parlamentarias. El PP lo ha venido haciendo con los convergentes de Pujol y con el PNV de Arzallus desde los tiempos de José María Aznar. Rajoy seguiría esa estrategia para obtener su investidura en el año 2016, hasta que el PNV decidía mudar de socio -días después de que este mismo partido apoyara los presupuestos presentados por el PP- en la moción de censura del año 2018.


El otro partido mayoritario, el PSOE, ha mantenido desde antiguo una excelente sintonía con los nacionalistas. En el País Vasco con la concesión de un Estatuto de Autonomía por Prieto, como contrapartida por el apoyo del PNV a los republicanos en la guerra civil (conviene recordar que uno de los líderes de este último partido, Telesforo Monzón, que luego sería adalid de Herri Batasuna, mantuvo conversaciones con los franquistas para negociar su incorporación a ese sector). El PSOE convivió con el partido jeltzale -por el “Dios y leyes viejas” de su nombre- en el Gobierno Vasco en el exilio.


La cercanía de los socialistas con el nacionalismo catalán fue consolidándose desde su marca catalana, el PSC, una especie de versión light del soberanismo, una vez desaparecida la Federación Socialista Catalana, liderada por José María Triginer, a principios de la transición. Se vería reforzada esta estrategia con el conocido como Pacto de Tinell de 2003, por el cual se establecía una especie de cordón sanitario que impediría un nuevo acceso del PP al poder mediando el concurso de catalanistas y socialistas.


Lo cierto ha sido que esa manera de actuar ha provocado una situación endiablada, según la cual, una vez desaparecido de la ecuación el partido liberal que era Ciudadanos, o el PP conseguía una mayoría absoluta o se veía obligado a pactar con un partido como Vox que cada vez se va pareciendo más a una formación política de carácter populista. Difícil decisión para una organización que se pretende centrista, aunque en realidad sus características -las del PP- se confunden con las derechas tradicionales, cuyos perfiles ideológicos se ven cada vez más difuminados.


Pero el laberinto que debe recorre el partido que preside Feijóo no es el principal objeto de este comentario, lo es más bien la política de atracción de los partidos mayoritarios hacia los nacionalistas. Una política que ni siquiera tiene ahora -como en el periodo de la Restauración- el propósito de reclamar su contribución a un proyecto común y compartido de España, sino a la práctica de la cesión permanente: si me prestas tus votos yo te entrego el dinero y las transferencias y las competencias.


Se trata entonces, volviendo a Balparda, de una política de “traición”. Se es en primer lugar desleal con los españoles que viven en los territorios gobernados por los nacionalistas, que ven cómo sus derechos resultan conculcados como resultado de esos acuerdos. Se es desleal también con los miembros de sus propios partidos en esos mismos territorios, que se ven sometidos a un permanente puenteo por parte de sus sedes nacionales, enterados muchas veces -lo he vivido yo mismo- a través de los medios de comunicación de acuerdos que quiebran las líneas tácticas y aún estratégicas de sus propias formaciones regionales. Se es desleal, en suma, con la misma idea de España expresada por su Constitución de 1978, que cada vez se parece más a un libro viejo que un día estudiamos en el colegio y que yace en un desván cualquiera cubierto de polvo.


Y precisamente urge ahora retornar al espíritu constitucional, el del acuerdo entre los grandes partidos. Una gran coalición, al estilo de otros países europeos -Alemania principalmente- que establezca las reformas necesarias en ámbitos tan importantes como la estructura definitiva del estado, la educación, las pensiones o la ley electoral, entre otras, que nos permitan esbozar un futuro algo más prometedor que las “traiciones” que los españoles venimos padeciendo.


Comprenderá el lector que no soy muy optimista en cuanto a que ese sea el resultado.


domingo, 3 de septiembre de 2023

¿Importa la política?

Con el título, “¿Importa mucho la política?”, José María Ruiz Soroa -cuyos acertados juicios siempre he valorado- publicaba en el diario “El Mundo”, el pasado 9 de agosto un artículo al que me referiré en este comentario.


Comienza concretando el autor la pregunta de si merece la pena la pasión que algunos sienten -sentimos, yo mismo me incluyo- por la política, por lo “limitado en su valor y sus efectos”.


Este primer inciso del articulista tiene su interés. Manifiesta Ruiz Soroa el reducido “valor” de la política, una expresión que nos conduce sin demasiada dificultad a una de las expresiones ya clásicas de Oscar Wilde que, en su “abanico de lady Windermere”, hacía decir a su protagonista: “Hoy en día, la gente conoce el precio de todo pero el valor de nada”.


He dedicado muchos años a la política, y sin menosprecio de ninguno de los que a ella han entregado buena parte de su vida, creo haber conocido el “valor” que en ésta se contiene, especialmente cuando se toma como entiendo que se debe tomar: una misión, tan importante además como lo es el servicio a la sociedad. En cuanto al precio de la misma, tiene también su importancia, porque está compuesto de la sangre de quienes han entregado su vida a esas ideas, o a las renuncias de todo tipo, al sufrimiento personal, de tu familia más directa... Habrá otros que confunden valor y precio y consideran que la política es un instrumento válido para la riqueza o el medro personal. Ya supongo que el autor del artículo comentado no descalifica a la política y a los políticos en el sentido que acabo de proponer, pero considero necesaria esta puntualización.


Continúa después Ruiz Soroa estableciendo una distancia entre los políticos “cuya principal ocupación es precisamente la de intentar convencernos al resto de los mortales de que ellos son imprescindibles”… partiendo entonces -supongo- de la concepción de que la política la ejercen solamente unos cuantos, y que existe una frontera divisoria entre la política y la sociedad. Ya desde Aristóteles, el hombre es un «animal político» o «animal cívico» -‘zoon politikon’-, de modo que esa distinción, toda vez que existe, entre políticos y política, es preciso, a mi modesto entender, criticarla, y reclamar a los ciudadanos que se comporten como tales, de modo que no reduzcan la dimensión de su ciudadanía al mero ejercicio del voto. Relegar, por cierto, como hace el autor, a Aristóteles a modelos pasados del ejercicio de la cosa pública, no debería de ningún modo reducirlo al ostracismo.


Del hecho de que algunos consideremos el ejercicio de la política como una “misión”, o como un servicio público, no se desprende necesariamente que pensemos -al menos no el que firma estas líneas- que la política lo puede todo, en contra de la frase -atribuida a Dicey- según la cual “el parlamento británico puede hacer cualquier cosa, salvo convertir a una mujer en hombre y viceversa” (por cierto, Albert Venn Dicey no sabía aún de las actuales “leyes trans” que han resuelto esta imposibilidad). 


Tampoco debe colegirse de esta actitud que el paradigma de la política sea el “estado moderno”, o el “estado Leviatán” que afirmaba Hobbes. Por cierto, no conviene confundir al estado que preconizaba el citado filósofo británico con los estados que, como consecuencia del avance de las ideas sociales y de las aportaciones de conservadores, primero, aún de liberales, después, y de socialistas, más tarde, han construido el estado del bienestar, tratando de proclamar el principio igualitario de las oportunidades para todos los ciudadanos.


Por lo mismo, el autor parece minusvalorar la reclamación que políticos y pensadores han formulado en el sentido de que los ciudadanos deberían implicarse más en las cuestiones que nos afectan a todos, más allá de su participación electoral. Establecer una frontera entre el espacio privado y el público, de modo que sólo puede franquearse los domingos en los que se celebran comicios constituye un reduccionismo de la actividad de la persona en la democracia que estoy convencido de que el autor ni siquiera desea. 


Estoy, eso sí, de acuerdo con Ruiz Soroa, en que no supone objetivo de los gobiernos conseguir la felicidad de los ciudadanos. Eso decía nuestra Constitución de 1812, que a fuer de voluntarista y avanzada quedaría atrapada por su propia irrealidad. ¿La felicidad?, podríamos decir, la consiguen o la pierden los propios hombres, no hacen falta actores secundarios en esa obra.


En lo que no puedo estar de acuerdo con el citado autor -que se reclama liberal, buena prueba de la polisemia que admite esta ideología- es con su afirmación, según la cual “la política acepta en lo esencial la idea (…) de que la democracia liberal es un sistema diseñado para poder funcionar razonablemente bien con una implicación mínima de la ciudadanía, cuya competencia e interés político suelen ser bajísimos. Y esto no es un defecto. Es más, pone en duda el que deba atribuirse mayor valor moral al ciudadano interesado y participativo en la política que al dedicado a sus actividades privadas (…)”


La tesis de Soroa nos conduce seguramente a un final que no será el pretendido por él mismo, un país de democracia residual donde el último y único instrumento del ciudadano consiste en ejercer su derecho al voto (recordemos que existen sistemas electorales, el de Chile, por ejemplo, que también lo consideran un deber; la misma ley electoral de don Antonio Maura, aprobada en su “Gobierno Largo” prescribía la obligatoriedad del sufragio).


No reclamo necesariamente la implicación del ciudadano en la política, que se afilie a un partido o a un sindicato. Sólo creo que los españoles deberíamos dedicar una parte del tiempo libre de que disponemos a cualquiera de las tareas sociales que están desplegadas a lo largo de nuestro territorio, y aún en otros países. Y quien no disponga en absoluto de tiempo, podría al menos apoyar el trabajo de otros (oenegés, por ejemplo) que contribuyen también a la mejora de las condiciones de vida de las gentes. No otra cosa se produce en los países anglosajones, cuyos ciudadanos son conscientes de su relevante papel en la sociedad, más allá del cultivo de sus intereses personales y familiares.


Podría recordarse, en este sentido, una propuesta que se hizo en los años 20 del pasado siglo, sugiriendo que el derecho al voto tuviera como correlato algún gesto, cualquiera, que denotara la preocupación social de los ciudadanos. Por supuesto que no estoy aludiendo a esta posibilidad, irrealizable en estos tiempos, muy lejos de la democracia censitaria y alejada también de cualquier obstrucción al derecho pasivo de sufragio, que quizás, en los tiempos posteriores a la Primera Guerra Mundial, a la crisis de las democracias liberales y al ascenso de los movimientos totalitarios, resultara hasta cierto punto comprensible. Pero sí que estoy convencido -al contrario de lo que afirma Ruiz Soroa de que la participación ciudadana constituye un aditamento, un plus, que no se debe menospreciar, más bien, sugerir e, incluso, reclamar y potenciar. Sin por ello retornar a propuestas que dejen de lado el derecho al voto sin restricciones que no provengan de decisiones judiciales.


En resumen, la llamada a una cierta conformidad ante la política que expresa el autor nos conduce a aceptar como inevitable algo que, en la misma esencia de la democracia, es evitable: que seamos mal gobernados, que las promesas electorales sean permanentemente olvidadas e incumplidas, que el entusiasmo por el cambio y la reforma ceda ante la constatación de que, al fin y al cabo, “cualquiera tiempo pasado fue mejor”, aunque tampoco eso sea cierto.