viernes, 29 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (391)

Cambiar a Raúl por Pachito era peor que un crimen -pensaría Jorge Brassens parafraseando a Tayllerand-, era un error. Paula había vivido casi quince años como si fuera una gran dama, derrochando el dinero ganado por su marido en los mas fútiles asuntos y cubriendo hasta sus más íntimos caprichos. La lista de sus gastos parecía no tener fin y desde luego carecía de justificación en su mayor parte. Paula camelaba a Raúl de manera gradual, pero incesante. No sabría muy bien el propio Raúl por dónde empezar. Quizás por el ahorro de un gasto incurrido por su madre -otra argentina de nulos recursos pero de necesidades comunes al resto de los mortales- que Paula convertía en el alquiler de un almacén para la ropa no vendida en su negocio textil; claro que, poco más tarde, una caída de su madre, torpe ya, planteaba a su dilapidadora hija una clara disyuntiva: o alojar a su madre en su propia casa o depositarla en una residencia; la casa era amplia y sólo había que adaptarla a sus necesidAdes de persona cercana a la invalidez, pero Paula se decidía por la segunda de las opciones, invariablemente la más cara; así que Raúl debia poner de su bolsillo la cantidad adicional de 2.000 euros, aunque para nada Paula se refirió por ese nuevo dispendio a clausurar el almacén. Merece mención aparte la cuestión del negocio que Paula gestionaba -en el caso de que la palabra “gestión” le pudiera resultar aplicable-. La argentina había encontrado en su catalana localidad veraniega alguna amiga que comercializaba al por menor artículos de ropa y complementos, procedentes estos de buenas marcas, aunque desconocidas por el gran público. Obtenida la representación de las mismas, Paula -mejor, su entonces marido- compraba un bajo comercial en el madrileño pueblo de Las Rozas y se dedicaba a la venta de esos productos. Contaba para ello con la ayuda de dos vendedoras y aplicaba como ingresos adicionales de ese negocio el alquiler de otro bajo comercial, producto de otro negocio fracasado, emprendido por Paula y que ahora un inquilino habia transformado en hamburgueseria. Aún así, las cifras no siempre resultaban. Y es que la incontenible capacidad dilapidadora de la porteña sabía mucho de gastar pero poco de ingresar y su negocio estuvo en muchas ocasiones al borde de echar definitivamente el cierre, si no fuera porque su marido acudía a su rescate. De modo que, armada de una tarjeta de crédito con amplia cobertura, situada su madre en lugar seguro y sin que la causara molestia alguna, cuidada su hija por una ecuatoriana y su tienda por dos dependientas, la argentina decidía que la vida no la deparaba más emocionantes expectativas y se encaminaba con su acostumbrada determinación a los siempre espinosos paraderos de la infidelidad. Sin embargo, todo hay que decirlo, si Paula era mujer resuelta no lo era menos cobarde, y mantenía su relación extra-conyugal en el mayor de los secretos. Desde cuándo fueron amantes era algo que Raul no conocia muy bien, pero esa es nota característica a todo cónyuge engañado.. Paula aprovechaba las ausencias de Raúl para sus escarceos libidinosos, y donde su marido ponía a sus amigas ella ponía a Pachito. Quizás para que su engaño no le subiera los colores a su ya sonrosado rostro, Paula dejaba de frecuentar a la familia de Raúl. Había borrado de su paisaje vital la ciudad de Valladolid y nunca le hacía compañía en los viajes que tenían por objeto alguna celebración familiar. De modo que Pachito y -en alguna medida Susana, su hija- eran la única familia (¿) que le quedaba. Hemos dicho que Raúl no era ya familia para Paula, más bien había quedado reducido a la figura del banco a quien se le atraca de modo permanente. Y su madre, la también argentina Juana, era mujer de presencia tranquila en apariencia, pero de interior convulso. Separada antes que viuda, Juana era una compulsiva jugadora de bingo y esa era la causa por la que su matrimonio fracasaba -según Alfonso, su entonces marido-. Llegada a Madrid era acogida por su hija y posterior yerno, pero pronto ambos preferían que Juana no conviviera bajo su mismo techo. Después de algunas vicisitudes, una -¿inoportuna?- caída la hizo susceptible de ingreso en una residencia cuyo gasto, como se ha dicho, era pagado por Rauú. La decisión no se basaba en la mejor calidad de vida de Juana, sino del bienestar de su hija, cuya pretensión principal consistía en apartar los obstáculos que se le ponían en su camino hacia su propia felicidad. Conocedora de la incomodidad que suscitaba en Paula, Juana se integraba sin dificultad en su nuevo habitáculo.

miércoles, 27 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (390)

Cuando llego a su sala, Pilar está en la cama, cuando lo habitual es que se encuentre sentada en su silla ortopédica. Pero su catarro-anginas-gripe la tiene bastante postrada. Miró más allá de su cama y me doy cuenta que ya no están el ertzaina y su mujer y que en esa cama no hay nadie. ¿Se habrá muerto? Y empiezo una conversación con Pilar que ella sigue con dificultad. Poco después una enfermera me explica que el niño se murió ayer y que mi hija lo ha notado, así que su tristeza este día se une a sus limitadas condiciones físicas en una especie de alimentación recíproca. Poco más de media hora y la niña acepta que me vaya: cuando se encuentra mal prefiere estar sola. Lorsen y yo damos un paseo a Bècaud, nuestro perro. A la conclusión de este nos encontramos con Germán Yanke que acaba de perder a su madre. Cuando nos despedimos de él, una voz de señora dice; “¡Jorge!”, me doy la vuelta. Se trataba de una antigua enfermera de Pilar, a la que la niña le hacía todo tipo de bromas, como la de soltarse el tubo del respirador o precipitar de cualquiera de las maneras posibles la alarma del aparato, para preocuparlas, que acudieran rápidamente a su cama, ansiosas, para que luego ella se riera ampliamente de su preocupado aturdimiento. “¿Sigue haciendo lo mismo con las enfermeras nuevas? ¿Les come la moral de la misma manera? –pregunta- Parece como si estuviera diciendo: “Ya verás. Esta que acaba de llegar no se ha enterado todavía de lo que vale un peine”. Me hace gracia. Pilar, en veterana de la UCI, demostrando su capacidad de control de la situación... Hoy Pilar nos recibe a Lorsen y a mí –su madre se pone una mascarilla para evitarla el contagio de su catarro recurrente- en la cama. A pesar de que le siguen administrando antibióticos la niña se encuentra mejor y sus luminosa sonrisa lo dice todo. Le han bañado, le han lavado la cabeza y el efecto tonificante de la limpieza opera sobre la enferma –sobre todos los enfermos- una especie de efecto balsámico. Es uno de esos días que quisieras que durara toda la vida. La niña está animada, y te anima a su vez, dice que sí a todo y hace sus acostumbradas bromas, como la de que me ponga una de sus pulseras y me la deje puesta. El orden es el habitual: Ella nos anuncia a través de sus gestos que tenemos un sobre –la dirección del ertzaina que ha perdido a su hijo, a quien queremos ponerle unas letras-, primer turno de limpieza de mocos, colonia y peinado –para Pilar y para mí-, segundo turno de evacuación de mocos, traslado a su cama, tercer turno de eliminación de mocos, comida –administrada por su padre a través de la cánula, directamente a su estómago- y despedida, toda vez que le hemos puesto la televisión para que se distraiga en ese rato de la sobremesa. El estricto orden de Pilar, como el baluarte de su seguridad ante lo imprevisto. Pero hoy el orden se asocia en ella a la felicidad, y no se puede pedir mucho más. “Portugalete, 6 de Febrero 2002-02-14 Hola Jorge y ‘Lorsen’: Os escribimos estas líneas para agradeceros profundamente las molestias que os habéis tomado -tras la muerte de nuestro hijo Aritza- al escribirnos esas líneas que nos han servido de apoyo y de ánimo en estos días que sin ninguna duda son y serán posiblemente los más duros de nuestra vida, esperamos que con el transcurrir del tiempo y unidos podremos salir adelante. A ti Jorge te animo a que sigas adelante en la gran labor que estáis realizando, que yo creo y estoy convencido, que algún día se os gratificará y llevaréis a esta maravillosa tierra por el buen camino. A ti ‘Lorsen’, que apoyas a Jorge y que no te vayas nunca abajo, levanta la cabeza con orgullo por el marido que tienes. Y respecto a Pilar, no tengo palabras para agradecerla todo, todo lo que ha hecho por Aritza, era su ángel de la guarda, en cuanto sonaba un monitor, ya estaba avisando a las enfermeras, ellas raudas acudían para ver lo que le sucedía. Bueno, sin más lo que en principio era un agradecimiento. Ha ido sacando del corazón todo lo que voy sintiendo. No me extiendo más, un beso y un abrazo sin olvidarnos del abuelo. Nos tenéis para lo que necesitéis. Los padres de Aritza”.

Intercambio de solsticios (389)

Celestino Romualdez vestía sencillamente, aunque la metralleta que portaba, unida a su breve estatura, amenazaba con desbordar y esconder tanto su fisonomía como a su atuendo. Su pantalón, claro en otros tiempos, derivaba hacia un color marronáceo; sus numerosos lamparones, que se unían a los proyectados sobre su camisa de manga corta de cuadros, permitían a su usuario confundirse con el ambiente general de arenisca que invadía el conjunto del ambiente. Era Romualdez una suerte de guerrillero de los tiempos modernos. Eso si, carente del "glamour" de los que le habían precedido en los mediados años del siglo anterior. "Ni falta que hace" -habría dicho Romualdez de haber conocido este calificativo-. Y es que, como todos los tipos convencidos de su innata capacidad para hacer frente a los,problemas de su tiempo, se consideraba a si mismo como un ser irrepetible: cuando desapareciera se rompería el molde. Otro de los sujetos que procedían de la barricada, que se desplazaba como una especie de orangután, el cuerpo encorvado y el caminar pesado, unidas estas características a un más que considerable tamaño, formularia nuevamente la cuestión: - ¿De qué servicio de Chamartín procedéis? Otra vez el silencio respondía a la pregunta. - Da igual -observó Romualdez-. Estos vienen de interior, su jefe es Sotomenor. - Ya -contestaba el otro homínido. - Lo que conviene conocer más bien no es de dónde vienen. Sino a dónde van -declaró Romualdez. - Pero no dicen ni pío. - Solo hay una forma de saberlo -dijo ahora el jefe, introduciendo su ametralladora en el habitáculo del Lada Niva y apoyando el cañón de su arma en la cabeza del conductor del vehículo. - ¿Adónde ibais? El conductor debió apercibirse de la urgencia de la petición. ¿Quizás el había sentido el frío del arma que portaba Romualdez? Balbuciente, pudo murmurar: - Íbamos a Chamberí. - ¿A qué hacer? Pero el conductor se desvanecía ya. Romualdez disparó sobre la cabeza del miembro de la policía de Chamartín, cuyo organismo se agitaría como el de un pelele. En el asiento trasero, un quejido anunciaría a los forajidos que aún había otro sujeto con vida en aquel coche. - A ver si tú tienes algo más fresca la inteligencia -le dijo Romualdez. - No vale la pena que te diga nada. Después me vas a matar. Aunque, hagas lo que hagas, me voy a morir igualmente. - Está bien -aseguró Celestino-. Podemos negociar.

martes, 26 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (388)

Algunos meses después de que su hermano fuera expulsado de su propia casa, Jorge Brassens traspasaría el umbral del piso que tenía Raúl para sus vacaciones. Recordaba entonces el frenético trasiego de su entonces cuñada Paula, esa mujer que parecía que le hubieran puesto un petardo en el trasero, entrando y saliendo de la cocina, un pitillo en una mano y en la otra, bien un vaso de cerveza, bien una taza de cafe; los tacones de sus zapatos marcando no se sabia muy bien qué ritmo, las pulseras golpeándose entre sí, produciendo su característico soniquete metálico en medio de un caos de voces dispares: las de Paula, las de Susana su hija y las de los tres aparatos de televisión, todo berreando al unísono. Pero este mes de agosto las cosas eran distintas entre otras razones y principalmente porque Paula no estaba y su ausencia por si sola dotaba al piso de un raro aspecto de serenidad. Y eso que -tradición obliga- Susana, la hija de ambos, tenía la costumbre de poner muy alta la televisión y no apagarla cuando salía de las habitaciones, asi que su tía Vic se convertía en una especie de sabueso al acecho de cualquier aparato en funcionamiento inútil. Paula no estaba, su ausencia era notable en los comentarios de la gente: de aquel negrito que vendía bolsos de imitación al borde del mar y que, entre comentario y anécdota política, declaraba con íntima convicción: - Me compraba diez bolsos a la vez que luego distribuía entre sus amigas. Se creía la reina de la playa. Y es que a Paula, como a buena parte de sus compatriotas, habría que comprarla por lo que efectivamente valía y venderla por lo que decía que valía. No estaba Paula, pero había pasado por allí. Era en el primer fin de semana de agosto, cuando su todavía marido, aunque ya ex pareja -las rupturas matrimoniales, cuando se producen en ausencia de acuerdo, crean un sinfín de posibilidades denominativas-, Raúl, se encontraba en Londres visitando a su otra hija. Entonces Paula pasaba una corta estancia en el pueblo barcelonés en la que finalmente exhibía a Pachito, su flamante amante. No era la primera vez que lo había llevado a aquel piso, otrora conyugal. Lo hacia con ocasión de una fiesta de cumpleaños de una de sus amigas. Recogían el equipaje con expresión alterada, la cara de la mala acción pintada en su rostro, según acreditaba el reportaje fotográfico de los detectives. ¿Y quién era el tal Pachito por el que Paula cambiaba a su marido? No se sabía a ciencia cierta, pero su aspecto parecía decir bastante de su personalidad... Y de la de su amante. Según todos los indicios y comprobaciones tenía unos cinco años menos que ella, una pinta de tipo humilde y consentidor de los excesos de todo tipo a los que Paula resultaba tan asidua. Raúl lo bautizaba de una manera lacónica tan pronto como observaba las fotos a la entrada de su casa de vacaciones. Es un “mindundi” -declaraba.

lunes, 25 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (387)

Se trata de un sueño. Pilar está en su cama, pero en casa. Es un día soleado y yo veo a una vaca que tiene el tamaño de Bècaud, mi perro. La vaca ha rescatado a un ternerillo del barro. Pilar está contenta y habla por los codos. Se le entiende todo. En casa de mi madre. Ya ha pasado la Navidad hace mucho tiempo. “Hay regalos para Pilar”, me dicen. Pero yo no los recojo. Siempre leSergio que se los lleven ellos. Josemari Calleja denuncia en su libro “¡Arriba Euskadi!” a una payasa que es concejala de HB. Cuando Lorsen lee el pasaje me dice que cree que Pilar ha tenido alguna cinta de esa sujeta. Pero a la vuelta de su última visita al hospital me dice que Pilar tiene efectivamente esa cinta, de modo que ha montado un buen follón en la UCI. “Es que a la ‘cría’ le gusta”, se excusa una enfermera. “¡Pues ya no le gusta!”, contesta mi mujer, en tanto que, convencida, lanza pedorretas contra la cinta que enarbola su madre. Sábado. La visitamos su madre y yo. Está vestida con un traje de Agata Ruiz de la Prada. Su madre escribe una carta en la pizarra dirigida a mí -y a mi corbata, que representa al personaje de Marilyn Monroe cuando el aire del Metro de Nueva York le levanta las faldas, en “La tentación vive arriba”, de Billy Wilder. Pero pronto está incómoda. Aún tardamos un rato en interpretar que quiere ir a la cama y comer. Así lo hacemos y Pîlar se queda tranquila: ya ha recuperado su sonrisa. Pienso que a veces los problemas de comunicación que tenemos con Pilar se suplen gracias a su perfecto orden mental establecido. Pilar te recibe en su silla. Lorsen instala el caballete.. Coloca la pizarra. Ella –o yo mismo- escribe una carta dirigida al otro, aprobada –entre gestos afirmativos o negaciones- por Pilar. Luego pide ir a la cama, que le quiten los mocos y que le dé –yo- de comer. Parece como si la rutina estableciera para ella la seguridad necesaria en su vida. Pilar asocia el cambio con el caos. Es muy consciente de su vulnerabiolidad y odia todo lo que no controla. Todo aquello que no sepa muy bien qué trae por detrás. El hijo del ertzaina está peor. Sus ojitos están cubiertos por unas gasas, en tanto que su padre lee un libro y su madre se afana en hacer cualquier cosa en torno del niño. Pilar me recibe sentada, y hace en seguida gestos de negación con la cabeza. Una enfermera me advierte que hoy, igual que ayer, la niña se encuentra regular. “Anginas”, dice alguien. El caso es que la niña sólo quiere que la lleven a la cama, le quiten los mocos y que yo me aparte del aire que le trae el ventilador. Lo cierto es que se encuentra mal y quiere que me vaya. Una enfermera la reprende en broma para que sea cariñosa conmigo, y Pilar llora. Con un pañuelo de papel le secó los dos gruesos lagrimones que apenas se asoman de sus ojos. Pilar rechaza muy pronto mis caricias, el contacto de mi mano en su mano, en su brazo. Quiere estar sola. “Me voy si me das un beso”, le digo. Al final son dos.

viernes, 22 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (386)

Todo su ser le decía que debía huir. Esa era la obligación de cualquier prisionero de guerra. Pero... ¿Hacia donde? El espacio que se abría ante el saharaui era prácticamente inmenso, comparado con los que había conocido Bachat a lo largo de su vida. No había en ella construcciones amplias, una "jaima" era lo suficientemente amplia para que cupiera en ella una familia, pero eso era todo lo que se podía permitir ese pueblo de las nubes: lo único verdaderamente abierto era el desierto. Era de noche y apenas si sus ojos podían advertir algo más que sombras quietas, guardianes dormitando, sentados junto a las paredes de lo en otro tiempo habían sido salidas a los andenes o tiendas para los viajeros. Una luz en el lado opuesto respecto del que se encontraba Bachat llamaría su atención. Una vez más la confusión. Seguramente que si hubiera sido el saharaui un hombre prudente (que no era lo mismo que cobarde, desde luego) habría intentado salir hacia la zona en la que se encontraba el aparcamiento para vehículos, con el objetivo de localizar alguno para dirigirse a toda velocidad hacia la sede de Chamberí. En lugar de ello, utilizando el mayor de sus sigilos, el saharaui se encaminaría hacia el punto desde el que asomaba una rendija de luz bajo una puerta que se diría entreabierta. Torcieron hacia su izquierda, pero situándose en el carril derecho del Paseo de la Castellana, dejando atrás el antaño suntuoso hotel Villamagna y colocándose a la altura de la calle Caracas. Francisco de Vicente quería aprovecharse de las prestaciones de su vehículo para no verse sorprendido. De otro modo, habría preferido las calles aledañas, estrechas y cortas, que se entrecruzaban en ese dédalo madrileño situado al otro lado del Paseo. - ¡Vamos para allá! ¡Y como hay Dios que, si me encuentro con cualquier obstáculo, me lo llevo por delante! Vic Suárez se taparía los ojos con las dos manos. El ahogado rugido de un potente motor invadía esa noche que había quedado solo momentos antes en calma. Romerales aguzaba el oído. "¿Serán ellos?", se preguntaba ahora. Era lo más probable, se dijo a sí mismo. Entumeces, debería salir de su precario refugio para salirles a su encuentro. ¿Pero si no lo fueran? En cualquier caso tendría que llegarse a la Castellana. De lo,contraído, toda su estrategia se diluiría como un terrón de azúcar en una taza de café. Era aquel un sujeto de rasgos potentes, pese a su pequeño tamaño y escasa envergadura. Mal encarado, parecía en todo momento como si le hubieran dado la noticia del asesinato de su propia madre. Derrochaba irascibilidad a manos llenas y la palabra generosidad seguramente que le parecería una especie de insólita blasfemia a sus más intimas convicciones que se podían considerar en cualquier caso previas a la adquirida civilización humana. No era, sin embargo, Celestino Romualdez (así se llamaba) un tipo intelectualmente limitado; antes al contrario, el jefe de aquel grupo de forajidos era un ser inteligente en extremo, pero era ajeno a la sensibilidad humana y cualquier psicólogo lo habría considerado como un biotipo de sociópata, lo que suponía no poca ventaja en aquellos caóticos tiempos. .

jueves, 21 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (385)

Se trataba de una de sus habituales visitas a ese bello pueblo francés que era St. Jean Pied du Port. Ese lunes del puente de la Constitución llovía, el habitual mercadillo se veía reducido a su más mínima expresión, y, para colmo, llovía. Así que Vic y Jorge se fueron al Carrefour a hacer una pequeña compra.
Cerrarían en apenas 10 minutos. A la entrada del supermercado, un panel acogía distintas figuras de plástico que reproducían a los personajes de "Las aventuras de Tintin" de la película de Spielberg.
 Brassens se acercó para comprobar que no había precio alguno en las cajitas.  Requerido por este, una dependienta le informaría que se trataba de una promoción. "Imposible de conseguirla en su integridad con una sola compra", pensaría Jorge para sus adentros. Aun así, Vic le pedía que recogiera la cartilla.
 Ultimaron su compra. Brassens pagó y ni siquiera pidió los adhesivos a que era acreedor, pero Vic los reclamó. Displicente, la cajera arrojó sobre la mesa una tira de sellos: 15. Pero serían necesarios 25 para completarla.
De modo que decidían abandonar el supermercado. Las luces se apagaban y el cielo chispeaba.
 - Vamos a ver si nos dejan salir por la entrada -propuso Vic-. Así nos mojaremos menos. Brassens se anticipaba a su mujer, Pero la puerta corredera no estaba activada en el sentido que pretendían ellos, de modo que retrocedía sobre sus pasos.
 Fue entonces cuando una resuelta Vic comunicaba a su marido:
 - Tenemos un cartón completo.
 - ¡Ah! -exclamó Jorge-. Y, ni corto ni perezoso, se dedicó a recoger todas las figuritas. No quedaba la de Tintin, pero al menos tendría las demás -pensó-.
Depositados los objetos sobre la mesa de la caja, la dependienta le comunicaba que solo podía llevarse una.
Vic Suarez, que observaba atentamente la gestión de su marido, afirmaría entonces con toda la seriedad de que disponía:
- Tengo un cartón completo en el coche...
 Y Brassens traducía las palabras de su mujer a la empleada.
 - Está bien, pero vamos a cerrar -le contestó.
- Solo le pido medio minuto -dijo él. Y se puso a buscar entre las figuras. Al final se decidía por llevarse a Hadock y a su ascendiente: el caballero de Hadoque.
 Vic volvía con el cartón que presentaba todos los sellos correctamente pegados.
 - Se ve que les gusta que esté bien cumplimentada -aseguró Vic.
 Feliz, Brassens se llevaba sus figuras.
 De regreso al coche, Vic explicaba a su progresivamente atónito marido lo que había ocurrido.
- Cuando íbamos a salir, vi que había una tira de sellos en el extremo de una de las cajas en la que ya no había ninguna dependienta. La cogí, pero la guardé en otro caftón que había por allí. Observé que, con los sellos que teníamos y los nuevos, había 25, que eran los necesarios para completar el cartón. Pero que, además, la cartilla en los que había metido los sellos estaba completa y pegada. Y como resultaba que solo te daban una figura, dije que tenia otra cartilla en el coche...
 A lo que un desconcertado Jorge Brassens solo pudo contestar:
 - ¡Y yo que no me había dado cuenta de nada...!

miércoles, 20 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (384)

La acaban de meter en la cama y le extraen los mocos. Cuando concluye la operación, me acerco a su cama y le doy un beso. Luego no sabe qué es lo que quiere hacer, así que le enseño alguna foto enmarcada que ella mira con atención –en ese sentido es como su madre, a Lorsen le encantan las fotos-. Luego empieza a protestar. Yo voy al armario y saco cosas : sus útiles de maquillaje , alguna otra foto y un cuaderno en el que escribimos al alimón una carta para mamá con la pluma que me ha traído el Niño Jesús de su parte. Con esta táctica he conseguido mantenerla atenta y con la sonrisa permanente. Yo también me voy contento. ¡El follón que he organizado!, -sin querer, claro, como dicen los niños-. Se trata de la carta que le escribimos ayer, Pilar y yo, a su madre para probar la pluma que me había traído el Niño Jesús de mi hija, Al final de esa carta decía –siempre de acuerdo con Pilar, por supuesto- “que vengas pronto”. Y entonces Lorsen, que no me dice nada, cae en una profunda depresión. Sólo días después, cuando vuelve de su consulta psiquiátrica semanal, me lo reconoce entre gruesos lagrimones. “No te lo tienes que tomar de esa manera”, le digo. “La niña no cree que no tiene madre, y tú tampoco debes pensar que no sirves para nada, para nadie. Lo único que quiere Pilar es que te pongas bien, y entonces verte”. Continúan sus lágrimas, pero son ya unos sollozos más calmados. Está en la cama y la han aspirado. Acepta que le ponga un poco de colonia y le pase el cepillo, así que tengo que quitarle los bigudíes que le ponen en el pelo. Me siento junto a ella y desconectamos el ventilador. La enfermera está un poco decepcionada porque le haya desprendido esos artefactos de su cabeza. Pilar tiene fiebre y necesita que la aspiren otra vez. Mi hija es propensa a encontrarse con temperaturas altas. Creo que tiene que ver con su situación orgánica, aunque no tengo una explicación concreta sobre el particular. Le explico que su abuelo vuelve mañana a Bilbao –ha pasado esa semana de navidades con mis cuñados de Madrid y sus hijos- y que probablemente la visitará pasado. Y que mamá y yo nos vamos de vacaciones mañana, cosa que no le hace ninguna gracia. Ponemos otra vez el ventilador y observo los regalos de su tía Inés. Una magnífica pizarra, con su caballete, en la que hay escrita a mano una felicitación navideña, a un lado y otro de la misma –bilingüe: español y euskera- y una osita de felpa con su osezno en sus brazos. Ahora Pilar quiere comunicarse conmigo. Dice algo así como “ada”, “ata” o “nada”. Pero yo no la entiendo, lo que es un desagradable problema recurrente. Después de mis vacaciones de Navidad Pilar me recibe con una amplia sonrisa. Luego entra Chema, el ertzaina, que tiene muy mala impresión con su hijo. “No tiene solución, por lo visto”, me dice descorazonado en presencia de mi hija. Y yo no sé muy bien si cogerle de un brazo para apartarnos de Pilar y que me siga contando sus cosas. Debe ser muy duro para una niña de 14 años –por más que la costumbre le haya formado una segunda piel- oír hablar de la muerte probable de ese bebé que se agita, acribillado de tubos, apenas a tres metros de ella. Cuando Chema se acerca a la cama de su hijo. Pilar está triste. Yo la distraigo con otros asuntos.

lunes, 18 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (383)

La sorpresa que sintió el saharaui no le cabía en su organismo, por muy largo que este fuera. Pero le duraría unos pocos segundos. Ese especial sentido que había en Bachat de anticipares al peligro le haría comportarse con rapidez. No, en este caso no debería repetir a tontería que había cometido horas antes, al dirigirse a la casa de Brassens, descuidando las más elementales precauciones de seguridad. El zulo en el que le habían apresado conducía a un largo pasillo al que daban otras puertas, seguramente de otras celdas. Las ignoró. Mientras avanzaba con sigilosa prudencia, el saharaui recordaba los tumbos que había tenido que dar cuando regresaba del correspondiente ejercicio de tortura, sobre todo. Porque las idas, en medio de todo, las había hecho algo más descansado y con firme dignidad; la vuelta a la celda -era muy consciente de ello- ya había sido otra cosa. Al final del pasillo pudo ver la entreabierta puerta de la cámara de torturas. Miró hacia superior: allí no haba nadie. Pero junto a esa puerta se extendía un pasillo a su derecha que Bachat recorría ahora. Al final de ese corredor se abría ante sus ojos la vieja estación de Chamartín. Será mejor que apagues las luces -sugirió Vic Suárez a Francisco de Vicente-. Es mejor llegar sin que nos descubran. - Nunca se sabe -contestó el doctor-. Pero te haré caso. El Porsche se encontraba ya en el Paseo de la Castellana. Situado a la altura de uno de los dos edificios que el británico banco Barclays tenía a ambos lados del arranque de la calle Génova, justo enfrente de la antia cafetería Riofrío, Cristino Romerales se acodaría en uno de los soportales de la entidad bancaria. Desde allí gozaba de la perspectiva suficiente de la arteria principal de Madrid, donde podría observar, sin la dificultad de ser visto, los movimientos del Consejero de Sanidad. La cuestión formulada había quedado sin responder. - Están tiesos -dijo uno de los componentes del comando asaltante. - No totalmente -contestaría el primero-. Contestad: ¿quien os manda? Una voz, más de ultratumba que procedente de este mundo, respondía: - Chamartín. - No son de aquí. Vienen del grupo de Martos. - ¿De Martos? ¡Si ese no manda ni siquiera en su casa! El que llevaba el mando en aquel grupo era un tipo delgado y escuálido, se diría que con aspecto de mozalbete, que andaba sobre una pierna más reducida que la ota lo que le provocaba una incierta manera de caminar. - ¿De Chamartín? ¿Pero de dónde? Otro largo silencio seguía a la pregunta. Renqueante, aunque seguro, el Suzuki Vittara llegaba al lugar en que esperaban el Porsche de Sotomenor. De él salieron sus ocupantes. Se les veía un tanto desconcertados. - Bueno... -dijo uno de ellos-. ¿Qué se os ocurre que hagamos? - No sé -contestaba el conductor del Porsche-. Quizás seria el momento de volver.... -¿Y qué va a decirnos el jefe? - Supongo que se cabreará con nosotros... -avanzaría su interlocutor.

Intercambio de solsticios (382)

Ya estaban todos otra vez. Y en aquella ocasión les acompañaba también Pepa, la recientemente casada mujer de Gabriel Redonet. Y ella se adaptaba perfectamente al grupo.
 También estaba allí Raul Brassens, rescatado al grupo familiar desde la primera excursión: la que hacian al "Canto del Pico", aquella finca propiedad del viejo dictador en la que murió don Antonio, bisabuelo y tatarabuelo de los presentes.
 (Claro que esa propiedad de Franco tenia también su historia: una desavenencia familiar entre el aristócrata "de las Almenas" y su hija llevaba a aquel a legar su finca plagada de puntiagudas piedras -de ahi su peculiar nombre- a quien fuera "el salvador de España". Semejante cláusula hereditaria se habría en otra época convertido en asunto de imposible ejecución Pero a Franco le gustaría la finca y no hubo quien en su sano juicio le discutiera la notable condición exigida por el conde).
 Total, que la descendencia Brassens, unida a algún que otro "político -en el sentido familiar, se entiende- se daban cita para una nueva excursión "brasseniana" en un pueblo plagado de bares contiguo a los toros de Guisando. Era en una mañana del tardo-verano, y llegaban como las gotas de la lluvia, unos detrás de otros y luego en motrollón.
 Visitaban una iglesia, que Gonzalo acreditaba de interesante y conducían sus pasos hacia las bravas reses. Y allí, entre sesión de fotos y contemplativa visión de la reproducción animal, Alfonso les refería la ocasión histórica de aquella excursión.
 - Fue cuando se dividió el Partido Conservador. El Rey llamo a Dato a gobernar y don Antonio se vino aquí unos dias para quitarse de enmedio.
 - ¿Y por que aquí, precisamente?
 - Porque un diputado conservador, de entre los amigos políticos que le quedaban, tenia una finca por esta zona...
 Y Alfonso decía que no había localizado ni la descendencia del político aquel ni el territorio que visitaba el que fuera Primer Ministro.
 Pero se iban a comer a un restaurante vecino, un establecimiento que pretendía emular los "restaurants" de la "haute cuisine" pero con mas módicos precios. Fue allí donde Jorge Brassens hizo una propuesta después de que Gabriel ordenara respeto y silencio a los presentes.
 - Hasta ahora nos hemos desplazado siguiendo los pasos de don Antonio. Podemos seguir así, pero no es imprescindible -explicó Brassens-. Todos somos descendientes de él y nos reunimos en su nombre...
Era algo así como una eucaristía: invocando el nombre del ilustre antepasado, este se encontraba entre ellos y todos sus descendientes componían un cuerpo místico común..
 Dijeron todos que "así sea" y dirigieron sus pasos hacia un parque vecino para que los niños se desfogaran.
 Vic Suarez intimaba con uno de ellos, quien asombrado por la diferencia de edad le preguntaba por sus nietos. Y Vic -que ni siquiera tenia hijos- instalada como estaba en esa edad estable que tienen aquellos a quienes la inexistencia de una generación posterior les permite pensar que no envejecen, reía entre divertida y confusa. Y, para colmo, ese niño, a quien descubría Vic como un buen componedor de pulseras con unos pocos pedazos de plástico, recibía el encargo de aquella abuela sin nietos: - Cuando seas mayor me harás todo tipo de joyas. A lo que el niño, un tanto desconcertado, respondía: - Pero tú estarás muerta... Y, como esa frase no pasaba inadvertida entre los asistentes, que hicieron ver al chico la barbaridad de sus palabras, este debía conceder. - Bueno. Pero estarás en el cielo.

viernes, 15 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (381)

El día anterior a Navidad, Lorsen y yo visitamos a Pilar. La han vuelto a pintar y sigue muy guapa. Viste una especie de bata colorida, alegre, que le regaló una prima de mi mujer. No quiere oír los villancicos de ayer, pero está dispuesta a que se los ponga mañana. Mañana... será la noche de la ilusión, así que Pilar está dispuesta a aceptarlo todo. Todo... menos que sigamos el mensaje de Navidad de Su Majestad el Rey. Al final la convencemos, ¿la convencemos, de verdad? de que lo siga ella también, o al menos de que no haga pamplinas durante su emisión. Pasan tres cuartos de hora de visita, pero Lorsen, que está pasando una mala racha, me pide que salgamos. La Navidad resulta un bello período del año, gracias a los niños. Sin ellos, nuestras tristezas interiores nos conducirían muchas veces a las depresiones más profundas. Porque la Navidad es también el recuerdo de las navidades pasadas, aquellos momentos de luz y de alegría que compartíamos con otros seres queridos, esos que ya no estarán más con nosotros. Ha llegado la noche. Pilar ya está en su cama. Y seguimos el orden establecido y previamente acordado. Primero, los villancicos, que ella soporta con relativo estoicismo. El “Ave María” de Bach o el “cae suavemente la nieve” son aceptados por ella, más por la fuerza de la convicción que conseguimos transmitirle con nuestras explicaciones que por otra cosa. Luego viene el mensaje del Rey, que Pilar admite, su atenta mirada fijada en mí. Los padres del niño que está junto a Pilar se están marchando ya, así que adelantamos el brindis navideño, al que se unen las enfermeras, todo en vasos de plástico. Pilar prueba el cava chupándome el dedo que he introducido previamente en la bebida. Le gusta y repite. Después me disfrazo de Papá Noel y extraigo de un gran saco rojo los regalos de todos. Para Pilar una gran muñeca de Ágata Ruiz de la Prada y un ordenador. Le damos su cena habitual, y a las diez de la noche, cuando le ofrezco que probemos el ordenador, ella dice que no. Las emociones del día la han dejado exhausta y quiere dormir. Le pregunto si le ha gustado la Navidad y ella me dice que sí. Le pido entonces que me lo demuestre con una gran sonrisa y ella me la ofrece generosamente. Está guapa, Pilar, con ese “rimmel” que la han puesto. Está hecha toda una señorita. Es día de Navidad y a Pilar la acaban de sentar en la silla. Toco su pecho derecho y percibo que el traslado desde la cama –como siempre, por otra parte- le ha llenado ese pulmón de mucosidades. La aspiran. Lorsen entra en la sala del hospital con turrones para las enfermeras. Una de ellas le propone a Pilar ponerle un poco de colonia y peinarla, pero Pilar le dice que no, mientras me mira con una sonrisa. Cierra los ojos y le rocío con un agua de lavanda, después le cepillo el pelo. Ahora toca poner en marcha el ordenador, según lo convenido anoche. Pero ni siquiera –para mis torpes cualidades en esas materias, por supuesto- resulta fácil introducir las pilas. Así que cuando ya está conectado Pilar ha perdido ya su ilusión por el aparato. Le pregunto si quiere que se lo instale Itziar –su profesora- y ella dice que sí, ¡cualquier cosa antes que continuar con esa pesadísima situación! Luego no quiere que hagamos nada de particular. Está cansada. La Navidad es una etapa agotadora del año, aunque apenas hagas nada de particular. Está hecha de palabras cariñosas que a veces no esconden cariño alguno, de sonrisas que disfrazan muecas de desagrado, de comidas y bebidas compartidas en que se comparten cada vez menos cosas.

jueves, 14 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (380)

Así que el saharaui levantaría su largo y magullado organismo y se dirigiría hacia la puerta de su improvisada cárcel. La puerta estaba cerrada, como bien había supuesto, pero aquellos tiempos de penurias y estrecheces económicas estaban modificando los criterios de antaño y los conducían por una pendiente muy peligrosa. Si bien en los últimos tiempos que vivían antes de la desbandada final, la corrupción ya era un fenómeno tan extendido que se cernía sobre todas las instituciones posibles, empezando por la clase política y siguiendo por el mundo de la empresa, la judicatura y hasta la más alta representación del Estado, se veían inmersos en esa sombría trama; en estos que corrían ahora, la moralidad publica había quedado relegada a un fenómeno excepcional. No era tan diferente a lo que ocurría, por ejemplo, en el año 2.013; era en realidad una circunstancia que bien podía encontrarse a medio camino entre un salto cualitativo o una extensión simplemente mayor de lo que ya era costumbre habitual en España en los últimos tiempos. De forma que no podría sorprender a nadie que la puerta original, de recia madera, hubiera sido sustituida por otra fabricada de una delgada capa de conglomerado. Solo presionada por la mano de Bachat se combaba. De modo que el saharaui se protegía el brazo, enrollándolo con la ropa que llevaba encima y golpearía con fuerza el centro de la puerta. Solo dos de esos impactos lograron lo que parecía imposible a primera insta: que la puerta saltara de sus goznes y se viniera abajo. No. En este caso no hubo contratiempo alguno. El Porsche todo terreno de Fancisco de Vicente rodaba con ligereza a través de Serrano y ya se aproximaba a la arteria perpendicular de Ortega y Gasset para desde allí dirigirse a la plaza de Colón, de acuerdo con lo que había indicado Vic Suárez. Pero Cristino Romerales era hombre de convicción y dignidad. Él no estaba dispuesto a pactar no importara qué cosa en aquellos tiempos de vergüenza. A lo lejos, en esa noche tan oscura como la boca del lobo, el Consejero de Interior de Chamberí pudo advertir que se encontraba la plaza de Colón, su flamante estatua trasladada por el que fuera alcalde de Madrid y ultimo ministro de Justicia de España, Alberto Ruiz Gallardon, desde su plaza hasta ese principal nudo de carreteras que cortaba el Paseo de la Castellana con la calle Génova. Se palpaba el bolsillo interior de la chaqueta para asegurarse de que llevaba encima su pistola. Era mas que posible que la tuviera que utilizar. Efectivamente las tenía. Unas sombras más poderosas que la misma noche se cernieron sobre los ocupantes del Lada Niva. Dos personas que se encontraban más bien en el otro lado de la Estigia que en este mundo turbulento al que apenas nadie habría querido pertenecer. La sombra del que llevaba la voz cantante se apercibía de esa circunstancia. Pero, en cualquier caso, encañonaría su ametralladora antes de preguntar: - ¿Quién os manda?

miércoles, 13 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (379)

Jorge Brassens recogía sus papeles después de asistir a una convención de su partido en Gijón. Muy pronto, la faraónica mole construida al mayor loor y en memoria imperecedera del falangismo dirigente en los primeros tiempos del franquismo quedaría atrás. Jorge consultó su móvil, "un domingo a la una de la tarde no eran día ni hora propicios para llamadas", pensó. Pero ocurre con frecuencia: los hechos a menudo contradicen a las probabilidades. En efecto, en su móvil había dos llamadas perdidas: la de uno de los hermanos de su primera mujer y la de un primo carnal de esta "No, seguro que no había buenas noticias", pensó Brassens.
 Quizás tendría que haber llamado primero a su ex-cuñado pero lo que siempre faltaba a Jorge era tiempo y Bertie se enrollaba habitualmente de manera excesiva; de modo que prefirió llamar a Antonio Valle, su ex-cuñado.
 - No sé si lo sabes. Pero ha muerto Cristina...
 Fue una conversación rápida. Aún Antonio tenía pocos datos y es que el fallecimiento acababa de producirse la tarde anterior.
 La llamada a Bertie no resultó larga, su ex cuñado se encontraba en el tanatorio, organizando papeles y sin tiempo para hablar. Solo una cuestión "técnica".
 - Papa quiere que figures en la esquela. Si tú quieres, claro.
 Bertie había reproducido las palabras exactas de su padre. Y desde luego que le llegaba al corazón: había pasado mucho tiempo desde aquel noviembre de 1.992 en que se iba Lorsen y aún parecía conservar un hueco en aquella "sippe" alemana que tan distante se le había vuelto en ocasiones.
 - Encantado -dijo Jorge.
 No pudo asistir al funeral, pero pocas semanas después comía con Ernie Lorensen, quien aún cumplidos los 95, gozaba de una envidiable salud.
 - Llegarás a centenario -le auguraría Brassens con toda seriedad.

Poco a poco, Jorge Brassens iba descubriendo lo que había ocurrido -en parte por lo que le contaban, en parte por lo que intuía.
 Y lo acontecido era que Cristina se había tranquilizado en sus constantes discusiones con su padre. Ya no le hablaba acerca del tiempo previsto o de su perra... que constituían sus únicas preocupaciones. Y en lugar de eso iba imponiéndose en ella la inquietud por su futuro el día en que faltara su padre. Ernie Lorensen escuchaba sus palabras y le advertía de forma invariable.
 - Lo que tienes que hacer es comer más.
 Y es que, enferma de SIDA, Cristina se estaba alimentando cada vez peor.

La misma tarde de su muerte, Ernie Lorensen acudía a misa a una iglesia contigua, como acostumbraba. Cuando regresó a su casa, después de un breve paseo, y como quiera que no advirtió ningún ruido en la casa -no resultaba demasiado raro en su caso: Lorensen estaba más que sordo- se dirigió hacia la habitación de su hija. Todavía caliente, Cristina se encontraba de rodillas con la cabeza hundida en el colchón.
Esos eran los datos. La intuición le dijo que Cristina había resuelto poner fin a su vida, que la muerte le había sorprendido rezando su ultima oración y que su cabeza se desplazaba hacia delante en su estertor final.

Hubo autopsia, pero Lorensen no había conocido la causa del fatal desenlace.
¡Ni falta que hacía!

martes, 12 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (378)

“Cuando veáis una estrella a lo lejos, o la gota de un helecho, serán avisos de la esperanza, el calor del sol o el tacto de la nieve nunca se agotan, y siempre en este tiempo, o en aquel que no alcanza nuestras mentes, esperarán para tocar la piel a la niña de los ojos inmensos. Mientras duerme sueña con cosas maravillosas, que sólo son para ella un mensaje de futuro, que sólo las abe Pilar. Cuando el viento se cuela por la ventana la acaricia de una forma que jamás soñamos nos acariciaría el amor. Es de noche sólo para ella y su música la hace sonreír, nadie imagina lo llena de Dios que está, y a pesar de no correr en el parque o comprar castañas a la abuela, viaja por lugares de las mil y una noches, de sonrisas de duendes por la inmensidad del mundo interior infantil, que ese sí es igual para todos. No sabe en qué día, ni en qué momento, si será tiempo humano o de Dios, pero seguro que llegará para ella la palabra, contará lo que sintió mientras pasea por el agua y tendrá el don de saber que la vida es una experiencia, corta o larga, rodeada de verde o de batas blancas, pero al fin y al cabo un tiempo que empieza después. Queremos deciros, papás y hermosa niña, que entendemos por qué su sonrisa es tan amplia. Nos gustaría sentaros a Txomin y a ti en la mesa con la tarta. Lo dejaremos para algún día del “tiempo”. Hoy nos cruzaremos las miradas. Unos amigos de Motrico”. Me da un beso y mientras su madre escribe en un papel las características del champú que uso por si a Pilar le fuera bien, trato de avanzar con ella a través del método de euskera, pero ella viene a decirme que lo deje, que sé mucho menos que ella de eso. Pilar lleva puesto un vestido a la manera de un “palabra de honor”. Pilar está contenta. La han pintado y está muy guapa. Le traigo el comprometido champú contra la grasa y la caspa y un compact con villancicos universales. La niña me da las gracias, lo hace con frecuencia: agradece a las enfermeras cuando le aspiran, cuando se ocupan de ella para cualquier cosa. Sus agradecimientos los encubre de sus radiantes sonrisas, son encantadores. Pongo el disco y bajo el volumen de la televisión que está ofreciendo en esos momentos el sorteo de Navidad. Pero a Pilar no le gustan las voces de los cantantes de ópera, aunque le explique que son unos verdaderos divos . Sólo acepta el “jingle bells”, quizás porque mi madre y mi hermana Teresa le han mandado una felicitación musical que cuando se abre suena a esa canción. La niña empieza pronto a gesticular y a chasquear con la lengua. Aparece una enfermera y Pilar le señala con la cabeza hacia la derecha: al niño de al lado -e– hijo del ertzaina- le suena el aparato. Debe ser un hecho normal, porque hay una enfermera en permanente vigilancia junto a su cama. Pilar ha soportado el “CD” mientras me discute que prefiere el “Olentzero” al Niño Jesús. Luego le pongo un disco de Raúl y antes de despedirme hablo con el ertzaina. Parece que su hijo tiene menos necesidades de oxígeno, pero su evolución es irregular.

lunes, 11 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (377)

Como el que cree que no las cosas que no se ven no existen, Paco cerraba sus ojos. Quizás pensaba también que esa acción amortiguaría en alguna medida el dolor que ascendía de su pierna hacia el resto de su organismo en la forma de una corriente eléctrica. Reaccionaba a esa situación con prolongados espasmos que le dejaban agotado y el calor que le invadía le hacia sudar gruesos chorretones que empapaban el cuello y la zona más alta de su camisa. Apenas podía percibir las quejas de su vecino de atrás que se había solidarizado ya con la idea de una muerte que le depararía el final de sus sufrimientos. Como perros desahuciados, esperaban la mano amiga y solidaria que les sacrificara. En el interior de la barricada, habían cesado los disparos. Una cabeza se asomaba para otear el horizonte. - ¡Ahí no se mueve ni dios! -anuncio el observador. - ¿Hay algún coche más o solo es el Niva? -preguntó otro de los sujetos amparados por el amasijo de hierros y piedras que constituían su refugio. - Solo el Niva -le contestaron. - Pues es una mierda -observaría el anterior-. El peor de los tres coches. Y no tendrán nada de valor... -Bueno. A l mejor tienen armas, municiones, alcohol, duros... ¡Yo qué se! -dijo un tercero. - ¿Qué sugieres, entonces? ¿Que vayamos a por ellos? Corremos un riesgo de puta madre... - Sí, pero hasta ahora la estamos cagando toda la noche, y en cuanto que algún otro vea el pastel no va a asomar el morro por aquí ni hastío de grifa... O vamos a por ellos o estamos servidos para el resto de la noche -afirmó dl tercero-. Además, ¿Te has dado cuenta de la hora que es? - ¿Y dices que no se mueve nadie? -preguntó el segundo al que oteaba. -Nada. Ya te digo. Esos están fritos o les falta muy poquito... -contestó el aludido. -Pues vamos a por ellos. Para entonces, los otros dos coches que formaban la primitiva expedición de ataque del todopoderoso -en Chamarrín, claro- Sotomenor, se encontraban ya a la altura de los ya abandonados chalets de El Viso. La situación parecía tranquila. Nadie a la vista a esa tardía hora de la madrugada, así que el conductor del Porsche d su jefe tomaba la determinación de parar. Salieron sus ocupantes con una sensación jerga de encogimiento. Especialmente quienes habían debido adaptarse al asiento posterior del vehículo. - Es una mierda de coche para viajar -se quejaría uno de estos últimos-. No hU espacio y... por mucho que tenga una buena suspensión, con los babes que tenemos ahora te los comes todos. - Sí -aceptó el improvisado conductor-. Yo también tenía ganas de descansar un rato. - ¿Y qué hacemos ahora? -preguntó el copiloto, como si formulara su cuestión al aire. - Esperar al Suzuki, de momento -dijo el conductor.

viernes, 8 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (376)

En uno de sus viajes a Bilbao, Jorge Brassens cenaba un plato combinado en el club -remedo de los londinenses- de que era socio. Acostumbraba en esos casos a recoger de un revistero el ejemplar del día del periódico El Correo, cuya lectura -obligada en otros tiempos- había ya descuidado después de una larga estancia en Madrid. Bilbao le parecía cada vez mas local, mas pequeño... Casi un barrio de Madrid; dicho sea aunque esa reflexión atentara no poco con sus tradiciones personales y familiares. Y entre las más importantes páginas de los diarios de provincias figuran por derecho propio las de las esquelas. Hasta estas llegaría Jorge Brassens, que descubria en ellas dos necrolgicas destinadas a la misma persona: "Luis Fernando Heppe" Una de las esquelas la había puesto su recentísima viuda, la otra -al parecer- una antigua novia -¿todavía enamorada de el?- que recogía unos versos de una conocida canción de Serrat. En la explicacion que ofrecía la esquela decía de Heppe que era un poeta bilbaino -o vasco-; ¡esa permanente tendencia a asociar la cultura con las patrias, como si no fuera suficiente con afirmar que se trataba de un poeta! Y contaba también la necrológica que el fallecido contaba con 58 (?) años de edad. Se lo decía su amigo Jaume Pons, a quien Brassens sorprendía una mañan en su despacho recibiendo felicitaciones por su cumpleaños. - A nuestra edad, Jorge, solo somos jóvenes para morirnos. Y esa esquela desplegaba en Brassens algunas imágenes de su juventud adolescente. Como cuando preguntaban a la hora de comer -esas preguntas inquisitivas que tienen las madres respecto del más o menos errante deambular de sus hijos- que con quién había pasado la noche anterior su hermano Alfonso: - Con Heppe -contestó Alfonso Brassens con una voz que apenas si salía del cuello de su camisa. - ¿Con quién? - CON HEPPE! -replico ya bastante incomodo Alfonso. Claro que Jorge Brassens había tenido sus particulares pinitos literarios con su hermano Alfonso y con Luis Fernando Heppe en la casa de un poeta que vivía en la entonces calle de Gregorio Balparda. Se trataba de realizar un ejercicio que consistía en que en el "pick-up" se ponia el disco de "Las cuatro estaciones" de Vivaldi, en tanto que los cuatro asistentes al acto ponían sobre el papel sus particulares evocaciones: la música y un whisky de pelea que le servían -el alcohol no siempre es buena compañía en el trabajo literario- permitian a Jorge Brassens esbozar un poema por el que sería posteriormente felicitado. Poeta de registros clásicos y que dominaba las historias de la antigua Grecia, Luis Fernando Heppe, que escribía ese verso que decía : "teje y desteje, como nueva Penélope", ojalá aguarde a sus amores en vida destejiendo en esa noche larga que es la muerte esos mismos amores que tejiera en su corta vida; al cabo, ¿qué es la vida sino el amor, y el desamor?

miércoles, 6 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (375)

Es 15 de diciembre, sábado por la mañana. Hablamos de la Nochebuena, de quién se va a vestir de Papá Noel en el piscolabis –a Pilar le gusta llamarlo cena- que organizamos en esa ocasión. “Mamá”, viene a decir la niña ante la indignación de Lorsen. “No. Este año te toca a ti”, protesta. Abro el libro de enseñanza de euskera, ante la sonrisa de mi hija. “Zer da hau?”, otra vez. Pero apenas consigo superar la mitad de la primera página. Luego leemos las peticiones de regalo que alguien ha escrito y clavado con una chincheta en la pared. “Un gorro rojo”, dice. “¿Quieres un gorro de Papá Noel?”, le pregunto. Y ella contesta que no. “¿Una boina?, ¿una txapela?” Pilar sonríe y viene a decir que sí. Decididamente esta niña tiene muy a flor de piel todas las referencias vascas. Lorsen se dirige a una de las médicos sobre el problema de seborrea que tiene Pilar. Le dice que a mí me va muy bien un champú que me venden en “El Corte Inglés. A la doctora no le parece mal. “Se lo puedo comprar el martes, cuando me vaya a arreglar la barba”. Pero Pilar lo confunde –aposta, creo yo- con un afeitado por entero. Y me da la murga con que debo aparecer completamente rasurado, después de ese martes. “Lo tienes claro”, comenta Lorsen. Pero yo presento una defensa cerrada de mi imagen exterior, tan reñidamente obtenida –y mantenida- además. Hay otro niño en la sala. Su padre es un ertzaina, afiliado a ErNE. Me cuenta que se están empezando a hacer controles policiales en Guipúzcoa –ha tenido que pasar un horrible atentado de ETA- para eso. Dice que los mandos “ahora parece que están más dispuestos a hacer algo”. Su hijo tiene muchas oscilaciones en su enfermedad. No le pregunto qué tiene en realidad, jamás lo hago con los padres de otros niños. Ya tuvimos, mi mujer y yo, alguna experiencia poco agradable en algún otro caso. Y es que todos los padres quieren sentirse igual que nosotros, y no es posible. Muchos padres quieren hacerse amigos de los padres de otros niños que comparten sala con su hijo. No, insisto, no es posible, al menos no resulta recomendable. El depresivo universo de una sala de cuidados intensivos para niños de un gran hospital sólo se puede tolerar –y eso, si estás algo acostumbrado a ello- durante apenas cuarenta, sesenta minutos, después no existe otra cosa sino la huida, como si escapar fuera sinónimo de olvidar. La sola idea de proyectar ese espacio aniquilador en otras estancias, es un error, porque ese recinto de la UCI te persigue junto con las personas que lo están sufriendo de la misma manera que nosotros. No, el sufrimiento no se comparte. Simplemente sufrimos lo que nos toca, nada más.

Intercambio de solsticios (374)

Y para conseguir escapar era necesario actuar desde la sensibilidad que proporciona un cierto sentido de oportunidad. Pensar en lo que ocurría en ese ambiente. Y Bachat apenas sabia nada de la practica convencional de aquellas gentes: ¿Serian de los que habían aprendido sus métodos de tortura de algún libro de esos en que los judíos narran la forma en que les trataban los nazis o actuaban se cualquier manera, movidos por sus más básicos instintos o por la precipitación del que necesita obtener de alguna información concreta en el más breve plazo de tiempo? Algo le decía al saharaui que se trataba de este último grupo de sujetos. No, no eran ni mejores ni peores. Habían, eso sí, leído algún libro de esos teóricos que escribían en su tiempo sobre la prá tica de las torturas; pero de esos textos no habían obtenido lo más importante: la manera más abyecta y cruel de entre las que existen de reducir al ser humano a una especie de estropajo que nada vale, que no mantiene ni siquiera un átomo de su dignidad, que ha desaparecido como persona y que se ha convertido en un ente servil dispuesto a cualquier bajeza con tal de sobrevivir, de llevarse un mendrugo de aun a la boca, de humedecer sus labios con un sorbo de agua... No sabían llegar a ese punto, no eran profesionales aun de la degradación humana, solo apere dices. Y sin embargo eran capaces de hacer daño. Pero ahora, esa cabeza que le seguía dando tumbos le decía que hacia tiempo que o había escuchado ruido alguno y que quizás había llegado el momento de intentar una solución desesperada: escapar. En el flamante "Hublot" que portaba en su gruesa muñeca izquierda de medico traumatólogo, experto en descoyuntar y ayuntar huesos, marcaba las cinco y cuarenta minutos. Noche cerrada, como si estuvieran dentro de la boca de un lobo. Francisco de Vicente era todo un mar de dudas. Primitivamente había pensado en tomar la calle Hermanos Bécker para dirigirse a la Castellana, y de ahí llegar a la plaza de Colón, para torcer a su derecha por Génova. Pero el incidente de la barricada le había obligado a continuar por Serrano... ¿Qué haría? ¿Seleccionar una de las calles transversales para llegar a Castellana o continuar por Serrano? En el fondo se trataba de la misma disyuntiva de siempre: las grandes avenidas madrileñas o las calles medianas que comunicaban unas con otras en un barrio de Salamanca ordenado en una forma rectilínea. Vic Suárez debió advertir la preocupación de Francisco, así que venció su natural discreción para afirmar: - Cualquier dirección que tomes es un misterio en estos tiempos que corren, Paco. No sabes si una calle ancha es más peligrosa que una estrecha... Pero no deberíamos coger el puente de Juan Bravo, porque nos alejaría de la Castellana. Yo iría hasta Ortega y Gasset y de ahí a Colón... - En todo caso, a pesar de este último contratiempo, creo que son más seguras las calles amplias -afirmó Brassens-. Son más difíciles de cortar. - Tenéis razón -asintió el Consejero de Sanidad apretando el acelerador. Cristino Romerales se ponía en marcha en también en dirección a la plaza de Colón. ¿su objetivo? Evitar que los daños colaterales que sugería Damian Corted se pudieran concretar esa noche sobre cualquiera de esas personas que llevaba muy dentro en su afecto o consideración. La vida, pensaba entonces Romerales, se había vuelto tan difícil que no merecía la pena vivirla por el mero hecho de acumular semanas, meses o años. En realidad siempre había ocurrido así. Pero en aquellos tiempos, especialmente, los contrastes se volvían más nítidos que nunca. Los villanos, oportunistas y supervivientes de toda laya habían invadido la geografía de todas las antiguas urbes y el heroísmo, singularidad anómala en todas las épocas, se convertía en cualidad notable de un reducido grupo de personas, algunas de las cuales lideraban esos amagos de comunidades en busca de la civilización perdida desde hacia más tiempo del que podían recordar. Y esa era la opción que había elegido Cristino Romerales: la de la dignidad y el valor. Era como en los versos de Yeats: "La marea está enturbiada por la sangre: en todas partes La ceremonia de inocencia está ahogada, Los mejores de convicción carecen, mientras los peores Llenos están de intensidad apasionada"

lunes, 4 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (373)

Y terminaba diciendo Leonardo que, en cuanto a los recordatorios se refería, él estaba tranquilo. Porque, siquiera modestamente, él contribuía a no desequilibrar el presupuesto materno. Y sus últimas palabras eran: “Como dice el refrán, que cada palo aguante su vela”. Y se acabó –comentaría Brassens. Bueno –contestó equis con gravedad-. Tú sabes que esto de las familias es una cuestión interminable y que por mucho que le quieras dar el carpetazo los asuntos siempre renacen… Así que hubo más. En las navidades de ese año 2.011 escribía Eugenia Jiménez a los hermanos que vivían fuera de Valladolid. Les decía que, en previsión de la utilización de la vivienda materna para esas fechas, tendrían que comunicar cuándo pensaban desplazarse a pasar, bien la Nochebuena, bien el fin de año… En lo que concernía a Leonardo, supongo que era una especie de tocapelotas. Como lo había sido toda su vida –consideró equis. ¿Y qué hizo? Escribió un correo a su hermana diciendo que ya creía haber dejado claro el asunto y que no contaran con la utilización de la casa por su parte y la de su mujer. Por cierto que esta le había sugerido que ni siquiera contestara. La callada por respuesta, supongo. La callada por respuesta, efectivamente –confirmó equis. Y aquí se acaba la historia. Bueno. Como el último capítulo ya se escribirá el día que sea yo lo voy a terminar con la felicitación de Carmen Jimñenez a su hermano Leonardo en esa misma Navidad. Este no cogió el teléfono, así que Carmen le puso un SMS diciéndole que tenían que hablar. También la callada por respuesta. También. Pero Leonardo viajaría entre Navidad y año nuevo a Valladolid a felicitar las fiestas a su madre. Y allí se encontró de manera inopinada con Carmen. ¿Y? Esta le dijo que tenían que hablar porque sería bueno que tuvieran una reunión… ¿Y qué contestó Leonardo? Que si la iban a tener habría que saber antes los asuntos que se querían tratar y la documentación oportuna, para analizarla previamente. ¿Y bien? Que nunca más se supo. A lo mejor se trataba de una maniobra envolvente de Carmen para hacerles ir a Valladolid en esas fiestas. No sé qué decirte –observó equis-. Con esta chica nunca se sabía a qué carta quedarse. Y aquí se acaba la historia. Si. Pero estoy seguro de que es uno de esos cuentos de nunca acabar –afirmó equis. Bien. Como has dicho muy correctamente, es cosa común a todas las familias. Ya. Pero, parafraseando a Orwell en su “Rebelión en la Granja”, todas son iguales, pero algunas lo son más que otras.

Intercambio de solsticios (372)

Lorsen está obsesionada con que Dolores, la interina, le dé el nombre de la enfermera que le dijo a Celia que Pilar iría bastante pronto a Górliz, Mi mujer quiere décirselo después a la doctora Hermosa, “para que se la cargue”.. Hace ya algún tiempo que le vengo diciendo que ,e gustaría aprender euskera con ella, y Pilar se sonríe y asiente ostensiblemente. Es curioso que a mis 46 años y con un minúsculo interés por aprender ese idoma –siempre he pensado que los vascos nos entendemos, o nos enfrentamos también, sin necesidad del vascuence- ahora pueda utilizar ese n de comunicación para establecer un mejor contacto con mi hija. Ayer compré el método correspondiente. Hoy le voy a ver. Inés –amiga de Lorsen- está con ella, acaba de llegar a Bilbao de un viaje, y muy discretamente me deja con mi hija. Pero Pilar no quiere que se vaya. Empezamos con el “zer da hau?” La niña está muy animada, para ella el euskera es como un juego. Está tan divertida que Lucy –una de las enfermeras más clásicas de la unidad- se da cuenta de que se le ha soltado el macho del aparato respirador y se lo vuelve a colocar. Seguimos con la lección, pero muy pronto, Pilar se pone nerviosa. Una enfermera le quita los mocos y yo intento, sin éxito, comunicarme con ella. Pero ella no quiere seguir con el método, pero tampoco está dispuesta a que guarde el libro en el armario, no quiere ver la televisión, ni que le ponga un disco... Antes de que me vaya me llama Lorsen al móvil. Yo le paso el teléfono a Pilar, mientras ella hace que no con la cabeza profusamente. Me quedo con la idea de que Pilar hubiera preferido que Inés se quedara un rato más y que yo he trastocado su orden habitual. En todo caso no la he comprendido, una vez más. Y cuando espero la llegada del lento ascensor del hospital a la planta sexta, pienso si los problemas de comunicación con los niños, tan evidentes para mí, serán también habituales para los padres de chicos y chicas de catorce años, sin perjuicio de que ambos se expresen en el mismo idioma y adjudiquen el mismo significado a las palabras que pronuncian.

viernes, 1 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (371)

- ¿Y ahora? Era la voz de Jorge Brassens, que surgía de nuevo desde las profundidades del vehículo. - ¿Ahora? ¿A qué te refieres? -preguntaría Francisco de Vicente, con la expresión del quien no ha podido digerir aún el reciente acontecimiento de que habían sido objeto. - Te pregunta que adónde vamos. - ¡Ah, bueno! -exclamaría el doctor-. Ahora vamos a Génova, a la sede del gobierno de Chamberí. - Final de viaje -suspiró Brassens emitiendo un resoplido de satisfacción. - Eso espero -repuso Vic Suárez, que no tenía muy claro hasta dónde podía durar aquella larguísima noche. - Mujeres de poca fe... -dijo su marido. Pero no pudo observar la expresión de disgusto que se dibujaba en el cansado rostro de Vic. La. caravana de Sotomenor iniciaría su marcha atrás, pero lo hizo de la manera más desordenada de las posibles: el Porsche hizo rugir su motor y huía despavorido hacia nadie sabia muy bien qué lugar. Menos ágil que el coche anterior, el Suzuki Vittara efectuaría la misma precipitada maniobra. Más atolondrado su conductor y lento en la maniobra, el Lada Niva intentaba repetir la operación de los anteriores. Pero, cuando presentó su perfil completo a los ojos de los sujetos ocultos en la barricada recibía, en apenas dos o tres segundos, no menos de nueve impactos de ametralladora. Paco, que guiaba el coche, emitió un aullido de dolor. - ¡Me han dado! ¡Estoy listo! - ¡Joder! -exclamaba el copiloto-. ¿Y qué hacemos ahora? - Yo nada, desde luego -pudo decir Paco-. Ya te he dicho que estoy listo... - ¿Pero no crees que podrías salir del coche por este lado? Paco se tocaría la pierna y mostraba a continuación su mano, empapada en sangre, a su interlocutor. - ¡Mierda puta! - exclamaría este-. ¿Y te vas a quedar con este marrón? -preguntaría ahora, dirigiendo su mirada hacia la parte trasera del vehículo. - Di mejor que muerto... -dijo Paco, la voz apagada ya. Para añadir a continuación-: En realidad supongo que muy pronto seremos dos. -¿Dos qué? - Dos muertos -observó Paco gravemente-. Y ahora, deja d hacer preguntas chorras y lárgate de aquí cuanto antes. No tuvo el conductor del Lada que repetir su orden. La puerta contigua a la suya se cerraba con violencia y un ruido de pasos invadía el recuperado silencio de la noche. - Damián -anunciaba Romerales, el tono de su voz sereno, aunque con una emoción que podía quebrar en cualquier momento-. Tú te vas aquejar aquí... - ¿Y qué vas a hacer? -preguntó asombrado el coronel. - Voy a salir a su encuentro -afirmó resueltamente el Consejero de Interior. -Supongo que te das cuenta de que es una locura... - Más lo es cargarse a dos amigos y a un compañero -repuso Romerales-. Iré armado.y me protegerán las sombras de la noche. - Así que me quedo al mando del operativo. - En efecto. Y no te olvides de una cosa... - Tú dirás. - Por si no los veo. Eñ coche de Paco es un Porsche todo terreno. - Y supongo que oscuro... - Negró -le informó Romerales.