domingo, 30 de julio de 2023

Mr. Kissinger goes to Pekín

Un joven senador, idealista e inexperto, se fue a la capital de los Estados Unidos a predicar la buena nueva de sus magníficas intenciones. Éste era el argumento de una célebre película de Frank Capra que llevaba por título “Mr. Smith goes to Washington”. Seguramente que usted recuerde la escena en la que su protagonista -el inolvidable Jimmy Stewart- pronunciaba un inacabable y agotador discurso parlamentario, con el fin de detener la aprobación de una determinada disposición que beneficiaba los intereses de los menos y perjudicaba los de la mayoría.


Como sucede en las películas que tienen final feliz, Mr. Smith conseguía triunfar. La vida real es más complicada que el cine, ya lo decía Aute: “todo en la vida es cine, y los sueños… cine son”.


No ha sido un joven senador en este caso, sino un centenario político, escritor y profesor -Henry Kissinger-; y no ha ido a Washington sino a Pekín, para tratar de explicar a Xi Jinping su particular opinión sobre las relaciones entre su país y China. Un asunto que el ex secretario de Estado americano conoce bien, no en vano sería él mismo el adelantado por el presidente Nixon en la normalización de las relaciones entre los dos países. Ocurrió en una reunión que celebraría el ahora centenario personaje con Zhou Enlai en julio de 1971.


Han pasado desde entonces más de 50 años. Y el líder chino recibía a su ilustre visitante con la efusiva expresión: “Viejo amigo…”. Quizás entonces recordaría Kissinger la historia de Esopo, que el antiguo responsable americano relataba en su ensayo “Diplomacia”: “No estoy dispuesto a desempeñar el papel de las ovejas, cuando éstas convinieron en desarmarse como garantía de su buena fe, y despidieron a sus perros guardianes, e inmediatamente fueron devoradas por los lobos”.


Porque, como afirma Mark Leonard en un reciente artículo que publicaba en la revista Foreign Affairs, China se ve más cómoda en el actual desorden mundial que en un mundo presidido por reglas.


Y no es que pretenda establecer como argumento de este texto que los chinos sean como los lobos y que los norteamericanos pudieran resultar equivalentes a los corderos. A la vista de lo que hemos podido comprobar después de la II Guerra Mundial, sólo cabría concluir, con Thomas Hobbes, que “el hombre es lobo para el hombre”, una realidad presente a lo largo de la historia, en alguna medida amortiguada por la Carta de Naciones Unidas y las decisiones de su Asamblea General (otra cosa deberíamos afirmar seguramente de las emanadas por su Consejo de Seguridad).


Más bien recordaría el prestigioso visitante a Xi las palabras -que también cita Kissinger ahora en su análisis sobre el liderazgo- y que constituyen seguramente la afirmación más paradigmática de las realizadas sobre la política exterior, la de Lord Palmerston: “No tenemos aliados eternos y no tenemos enemigos permanentes. Nuestros intereses son permanentes, y es nuestro deber defenderlos”.


De acuerdo con la máxima palmerstoniana, China y Estados Unidos no podrían ser considerados como “enemigos permanentes”. Es cierto que sus intereses son divergentes en muchos ámbitos políticos y comerciales, que los dos países juegan en el mismo tablero -el escenario global-, aunque con diferentes reglas, uno lo hace con las limitaciones del orden normativo creado después de la II Guerra Mundial -aunque forzoso resulta decir que se lo salta en ocasiones-, en tanto que el otro desarrolla su estrategia vulnerando muchos de los principios normativos que regulan el orden jurídico internacional.


Sólo por poner un ejemplo de este último caso, sería la llamada “crisis de Huawei” que, como es sabido, se deriva de un conflicto de carácter político-comercial iniciado a principios de 2018 y actualmente vigente, en el que el gobierno americano acusa a la empresa china de espionaje y ciberespionaje utilizando su infraestructura y tecnologías para obtener acceso a secretos industriales, datos de usuarios y otra información confidencial de varios países que serían divulgadas al gobierno chino.


¿Qué motivos presiden el comportamiento de China? En palabras de Mark Leonard, “(la) noción de supervivencia requiere el desarrollo de lo que Xi describe como “un ‘enfoque holístico de la seguridad nacional’. En contraste con el concepto tradicional de ‘seguridad militar’ que se limitaba a contrarrestar amenazas terrestres, aéreas, marítimas y espaciales, el enfoque holístico de la seguridad apunta a contrarrestar todos los desafíos, ya sean técnicos, culturales o biológicos. En una era de sanciones, desvinculación económica y ciberamenazas, Xi cree que todo puede convertirse en arma. Como resultado, la seguridad no puede ser garantizada por alianzas o instituciones multilaterales. Por lo tanto, los países deben hacer todo lo posible para salvaguardar a su propio pueblo”.


Es complicado el equilibrio entre dos potencias (emergente, una; en relativa decadencia en cuanto a los valores compartidos, la otra). Sin embargo, a diferencia de las relaciones comerciales existentes entre los Estados Unidos -que apenas llegan al 1%-, las de aquel país y China alcanzan -siempre según Leonard- el 16%.


Establecer un marco en el que resulte factible la cooperacion con la competición es asunto posible -no diré que sencillo- entre cualesquiera proyectos que operen desde una cobertura normativa similar (la empresa, la política, una oenegé…), pero es bastante más complicado cuando ese espacio de referencia común (el Derecho Mercantil, la Constitución o el Derecho Internacional) es sencillamente inexistente. Para conseguirlo es preciso construir un ámbito de acuerdo que haga posible un cierto nivel de colaboración.


Henry Kissinger es muy consciente, tanto de las dificultades que ese empeño supone, como también de su necesidad. Lo advertía el semanario británico The Economist respecto de la entrevista que le hizo en mayo de este mismo año:


“Kissinger ha sido fuertemente criticado por muchos como un belicista por su participación en la guerra de Vietnam, pero él considera que evitar los conflictos entre las grandes potencias es el centro del trabajo de su vida. Después de presenciar la carnicería causada por la Alemania nazi y sufrir el asesinato de trece parientes cercanos en el Holocausto, se convenció de que la única forma de evitar un conflicto catastrófico es una diplomacia realista, preferentemente fortalecida por valores compartidos. ‘Este es el problema que hay que resolver’, dice. ‘Y creo que he pasado mi vida tratando de lidiar con eso’. En su opinión, el destino de la humanidad depende de si Estados Unidos y China pueden llevarse bien. Él cree que el rápido progreso de la Inteligencia Artificial, en particular, les deja sólo de cinco a diez años para encontrar una manera”.


Genera quizás más dificultades -al menos en la cultura predominante en los países de la UE, según mi opinión- el siguiente párrafo que glosa la citada entrevista:


“Tal enfoque transaccional no será algo natural en Estados Unidos. El tema que recorre la épica histórica de las relaciones internacionales de Kissinger, ‘Diplomacia’, es que Estados Unidos insiste en describir todas sus principales intervenciones en el extranjero como expresiones de su destino manifiesto de rehacer el mundo a su propia imagen como un país libre, democrático y de economía de mercado. El problema para Kissinger es el corolario según el cual los principios morales superan con demasiada frecuencia los intereses, incluso cuando no produzcan el cambio deseable. Reconoce que los derechos humanos importan, pero no está de acuerdo con situarlos en el centro de su política. La diferencia está entre imponerlos o decir que afectará las relaciones, pero la decisión es de ellos”.


Si el personaje interpretado por Jimmy Stewart viajaba a la capital estadounidense armado de su ingenuidad, el veterano centenario volaría a Pekín vestido con sus ropajes de pragmatismo. Supongo que no existe integración posible de ambos personajes, pero no echemos en saco roto la voz de la experiencia y el aviso del peligro que nos acecha si no actuamos a tiempo de evitarlo.


domingo, 23 de julio de 2023

La mayoría de edad europea

El profesor Timothy Garton Ash ha escrito recientemente en la revista Foreign Affairs un artículo titulado “How the War in Ukraine Is Transforming Europe”. En él afirma:


“La mayoría de los europeos retroceden ante el término ‘imperio’, considerándolo como algo perteneciente a un pasado oscuro, intrínsecamente malo, antidemocrático y antiliberal. De hecho, una de las razones por las que los europeos han estado hablando más sobre el imperio recientemente es el surgimiento de movimientos de protesta que piden a las antiguas potencias coloniales europeas que reconozcan, y reparen los males cometidos por sus imperios coloniales. Por eso, los europeos prefieren el lenguaje de la integración, la unión o la gobernanza multinivel. En The Road to Unfreedom, el historiador de Yale, Timothy Snyder, caracteriza la contienda entre la UE y la Rusia de Putin como ‘integración o imperio’. Pero la palabra ‘integración’ describe un proceso, no un estado final. Contraponer los dos conceptos es como hablar de ‘viaje en tren versus ciudad’; el método de transporte no describe el destino”.


Más allá de las posiciones que mantengamos los europeos de hoy en relación con nuestro pasado colonial -cuya consideración merece seguramente un comentario específico- no deja de resultar sugestiva la opinión del profesor británico. ¿Qué quiere ser Europa, un imperio? Desde luego no un proceso, como sugiere acertadamente Garton-Ash. La integración no puede constituir más que un medio para conseguir una finalidad, como le ocurrió a los condados y principados alemanes, que sólo convergerían en un único país en el año 1872; o al Reino de Italia, que fue el nombre asumido el 17 de marzo de 1861 por el Estado surgido tras la unificación nacional italiana, después de un proceso iniciado en 1848.


De manera que la formación de las unidades territoriales descritas, y de otras, basadas en una lengua y una historia que forjaría lazos comunes, tendría un propósito definido: la creación y consolidación de una unión nacional que tuviera la suficiente consistencia y fortaleza para ser respetada en el concierto de las naciones, en el que hacer oír su voz en la defensa de sus intereses.


Europa -como repite a menudo mi amigo, el profesor Sosa Wagner- no pretende ser una nación, y ninguna falta hace que lo sea; tampoco una nación de naciones, como algunos preclaros dirigentes políticos quieren que sea España; y tampoco, desde luego, un imperio dispuesto a colonizar territorios anclados en costumbres ancestrales, desconocedores de las tecnologías modernas y que se expresen en lenguas nativas que sólo ellos y algunos estudiosos conocen. No, no lo quiere porque, entre otras cosas, resultaría, además de anacrónico, irrealizable.


Europa es un artefacto raro, un “objeto político no identificado” -que decía Jacques Delors-… pero se trata de un artilugio establecido para organizar la paz entre sus miembros, basada ésta en el respeto a los derechos democráticos y en un razonable estado protector del bienestar social. Su influencia exterior se concreta en un poder blando susceptible de convencer por el ejemplo de sus actuaciones a las gentes de otros países a través de un comercio justo que hunde sus raíces en los mismos principios que forman sus señas de identidad.


Por supuesto que esa situación ha sido amparada históricamente por el paraguas de la seguridad establecida por los Estados Unidos a través de la OTAN. Sin embargo, los movimientos políticos de nuestro socio protector al otro lado del Atlántico nos advierten de que nuestro modo de entender la convivencia debería depender más de nosotros que del gigante americano. Y no se trata sólo del advenimiento del populismo trumpista, ya desde hace tiempo preocupa a nuestro potente socio más la amenaza de China que la que pueda llegar del este de Europa, por mucha agresión de Ucrania que estemos atravesando.


De manera que a ese actor global que pretendemos llegar a ser no le es suficiente con declamar el papel que le dicten los guionistas de Bruselas, inspirados siempre en la “bona fides” de quienes andan por la vida con la cara de no haber roto nunca un plato. Como decía Gabriel Celaya, “maldigo la poesía de quien no toma partido/partido hasta mancharse”.


Porque quizás le haya llegado al proyecto europeo -cualquiera que sea su identidad, importa poco con qué nombre la bautícemos- el momento de “mancharse” en los escenarios internacionales defendiendo nuestros intereses. Protegiendo, en el este, a los países que recuperaron su independencia del oso soviético, en especial en el caso de Ucrania, toda vez que el futuro inquilino de la Casa Blanca pueda mudar de la Trump Tower o de Mar-a-Lago a la señorial residencia de Washington. Y en su vecindad sur, donde el Magreb amenaza constantemente con el envío de pateras o con la exportación de terrorismo yihadista.


Una política de seguridad -e internacional- deberá ser el principio de la consumación del proyecto europeo y la base fundamental de las propuestas de los partidos europeístas en las próximas elecciones de 2024.


Llamada a madurar, Europa debería asumir la nueva situación geoestratégica y su papel insustituible en el escenario internacional. No es posible ni deseable confiar siempre en el paraguas norteamericano, sin perjuicio, desde luego, que nuestra política atlantista no deba ponerse en cuestión, con los acentos propios que consideremos necesarios.


Más allá de la preocupación más o menos compartida por el pasado colonial e imperial de los países que componen la actual Unión Europea, creo que ha llegado el momento de acelerar la consolidación de ese actor global, que disponga de voz propia y que esté dotado de una defensa que nos permita ser identificados como una comunidad que se hace respetar.


Quizás en eso consista nuestra mayoría de edad.

martes, 18 de julio de 2023

Una España cada vez más rural

El candidato del PP a la presidencia del Gobierno ha insistido en presentarse a sí mismo como un auténtico producto de la España rural, que ha sido rebautizada como la España vaciada. Tendría así, Alberto Nuñez Feijóo, la cualidad de un hombre sencillo, se diría que “de pueblo”, alejado por lo tanto de las connotaciones de cosmopolitismo que no dejan de resultar cargantes para algunos.


Hay, como en todos los debates políticos, un exceso de verborrea demagógica, unida a una notable ausencia de propuestas concretas verdaderamente viables para que la realidad del vaciamiento pueda revertirse, de modo que los pueblos de España recuperen cierta presencia humana. Y no sólo porque su desaparición supone un triste abandono de casas y costumbres, de gentes que viven en soledad, de ancianos apegados a su tierra que carecen de atención médica y social; es que también se va con ellos la industria agrícola y ganadera, y quedan los bosques, que abandonados a las temperaturas tórridas se incendian, y la desertificación humana nos lleva a un desastre ecológico que tiene muy pocos paliativos.


La pandemia del Covid19 parecía que podía convertirse en un punto de inflexión, y que ese largo periodo de enclaustramiento supondría un cambio de paradigma, no sólo por la detención del éxodo hacia las grandes urbes, sino por el retorno al campo de muchas familias dispuestas a recuperar la calidad de vida de que se dispone en el ámbito rural. Sin embargo, algunos estudios revelarían muy pronto que no sería así y que la tendencia a la migración se mantendría una vez cerrado el paréntesis de la enfermedad.


De esta forma se manifestaba un artículo publicado por “El Confidencial”: “Durante los meses más complicados de la pandemia surgieron grandes reflexiones sobre el modo de vida de la sociedad y despertaron antiguos anhelos de una existencia más tranquila y placentera. Uno de ellos era la vida en el campo, más recogida y 'humana', pero con una buena conexión a Internet 5G para teletrabajar. Durante muchos meses pareció que la pandemia y las tecnologías cambiarían el modo de vida de los ciudadanos alterando para siempre los flujos migratorios dentro de España. Serían la cura para la enfermedad crónica de la despoblación. Hoy sabemos que no fue así: los flujos migratorios de las ciudades al mundo rural fueron un deseo convertido en espejismo”.


Un espejismo que no sólo se advierte en las épocas actuales. Expresión meridiana de la contraposición entre el campo y la ciudad se produjo en los sitios que sufriera la villa de Bilbao a cargo de las fuerzas militares carlistas. En su todavía no publicado trabajo sobre la memoria de aquellos episodios, Xabier Erdozia ha escrito:


“La capital vizcaína, por su parte, asumió aquella interpretación, y durante el asedio colaboró en la articulación del nuevo estereotipo, asociado a lo arcaico, lo reaccionario y antipatriótico. Como ya había ocurrido en las experiencias de la guerra anterior, su discurso se nutría de la contraposición entre un espacio urbano identificado con el progreso y un entorno rural cuya factura romántica adquirió entonces tintes de ignorancia, sumisión, fanatismo y de costumbres y actitudes bárbaras. ‘La Guerra’ (un periódico de la época) afirmaba, ‘el partido carlista, en primer término, y en segundo la población rural de Vizcaya son la causa de las inmensas pérdidas que sufre Bilbao’, y describía aquel conjunto humano como ‘el tipo más acabado y perfecto de la perfidia y la ingratitud’. Según Irurac-bat (otro periódico de aquellos tiempos), el levantamiento de la provincia había obedecido ‘principalmente al encono y odio que los jaunchos (los señores de las zonas rurales, en alguna medida, caciques) y los clérigos (habían) procurado mantener cada vez más vivo en los pueblos contra la villa’; y el bombardeo, que obedecía ‘a ruinosas pasiones’, se realizaba ‘para satisfacer el ardiente deseo de los cabecillas y batallones vizcaínos’. Y es que un cerco aúna las experiencias del frente y de la retaguardia, un contexto en el que el sufrimiento colectivo dota a los ideales de un sentido emocional, y donde el resentimiento hacia el enemigo facilita la identificación con la visión simplificadora de cualquier conflicto que promueve el nacionalismo”.


La contraposición entre la ciudad y el campo contiene también, por lo tanto, razones ideológicas e históricas, más allá del ámbito de protección de las villas respecto del espacio rural, al que se refería el historiador y político bilbaino Gregorio Balparda. Y podríamos recordar en este sentido las hordas de los “bagaudas” que a finales del imperio romano asolaban a las gentes de los territorios rurales obligándolas a acudir a la protección de las ciudades fortificadas con portones de acceso que se cerraban al tráfico humano por la noche.


Razones ideológicas e históricas, sí, pero también económicas y de mentalidad. El ser humano ha dividido los ámbitos de estudio en especialidades, pero el hombre no es unidimensional -como titulaba el ensayista Marcuse una de sus más célebres obras-. Y los motivos del éxodo del campo a la ciudad como su eventual regreso a él no se acomodan sólo al progreso que ofrecen las ciudades frente a la posible reacción al cambio que resulta sintomática en los pueblos. Las ocasiones de mejora personal existen en mucha mayor medida en las ciudades y desaparecen con el estrechamiento vital de los núcleos de inferior tamaño.


Pero eso mismo ocurre con las ciudades pequeñas y aún medianas respecto de las grandes urbes. Por eso la ruralización de España tampoco se define en términos de la tantas veces denominada como “España vaciada”. Habría más bien que definirla como la contraposición entre la “España -o la Europa, o el mundo- de las oportunidades” respecto de la España que apenas las ofrece.


Por eso, y sin perjuicio de estimar como altamente positiva la posición del candidato Feijóo, me temo que sus deseos no pasarán de constituir un pequeño tributo a la nostalgia de la recuperación de los tiempos que pasaron ya, la expresión de un empeño de imposible concreción, o sólo un brindis al sol, de esos que carecen de contenido.


viernes, 14 de julio de 2023

Los juegos de la guerra

En su trabajo, “El espíritu liberal de Bilbao”, pendiente de publicación, Xabier Erdozia, señala cómo el abogado y político José de Orueta recordaba el sitio que padeció Bilbao a manos de los carlistas en 1874:


“Aquel acontecimiento también había contagiado los juegos infantiles –una tendencia universal- generalizándose el jugar a guerras, las colecciones de estampas de generales y cabecillas, los juegos con pólvora o la formación de partidas. Los nuevos entretenimientos no siempre estaban exentos de riesgo, Sagarmínaga (político y escritor, liberal bilbaino), censuraba la mezcla de valentía y temeridad que mostraban algunos muchachos en las proximidades de la barricada carlista de Zabálburu, donde protegidos tras un muro, sacaban las boinas por encima de la pared para ‘provocar a los carlistas que entonces hacían fuego’.


Todavía hoy nos estremece pensar en la confusión e integración que se produce entre estos dos planos, en apariencia distantes: el de los niños jugando a la guerra y el de los adultos que se encuentran realmente envueltos en ella.


Era en el Bilbao finisecular del XIX, pero podría ser la Ucrania de hoy. El diario digital, “infode.com” relataba un hecho similar a los descritos por Orueta y Sagarmínaga: “Con trajes militares y armas falsas, niños ucranianos juegan a la guerra en medio de la invasión rusa”, decía. Este mismo medio recogía las manifestaciones de un niño ucraniano que ponen en evidencia ese afán de transmutar la diversión en realidad:


“Me gusta mucho jugar a la guerra. Quiero crecer y convertirme en un héroe de guerra de verdad”, dijo Maksim Mudrak, un niño de 10 años, que perdió a su padre al inicio de la invasión, cuando salió a entregar suministros a unos voluntarios”, siempre según el citado medio de comunicación.


Ni Orueta, ni Sagarmínaga, expresaban particular impresión por la guerra que ya no era un juego sino una realidad. Esos que un día fueron niños, pero que al parecer nunca maduraron y que trovarían sus espadas de madera o de plástico por tanques y misiles.


Porque el juego de la guerra también constituye un divertimento para los adultos, aunque, eso sí, disfrazado siempre de un argumentario falaz: “Esta acción es consecuencia de una agresión”, dirán de manera inevitable. Y esconderán detrás de la contienda bélica los errores que han cometido a lo largo de sus tareas de gobierno, pretendiendo así reforzar una imagen de poderío personal que es siempre capaz de arrostrar todas las dificultades y resolver todos los problemas que afectan, no a ellos, sino a sus gloriosos pueblos por ellos representados.


Son los adultos que no alcanzaron la madurez a pesar del transcurso de los años, los que en muchas ocasiones sufren del mal de la “hybris que tanto ha afectado a políticos de todo tipo, y que viene a ser definida como la insolencia, la desmesura, la soberbia, el orgullo, la violencia, el desprecio, la prepotencia… una enfermedad que fuera magistralmente descrita por el médico y político británico David Owen en su obra de referencia “En el poder y en la enfermedad”.


Las sociedades atemorizadas por la inseguridad resultan pasto fácil para el populismo que genera este tipo de liderazgo. A ellos se entregan cediéndoles el timón de mando y renunciando a su condición de ciudadanos, una cualidad que -recordémoslo- no empieza y acaba en el día de la jornada electoral. La premeditada destrucción, o el impedimento de que nazca el Estado de Derecho, el control de los medios de comunicación y la imposibilidad de una prensa libre a causa de los dictados del poder, generan este tipo de situaciones. La conclusión de toda esta manera de actuación se acerca mucho a la contienda bélica, ya lo dijo François Mitterrand en el Parlamento Europeo: “El nacionalismo es la guerra”; y añado yo: ¿qué cosa hay que sea más populista que el nacionalismo excluyente?  


Y aquí se acaba la diversión, con o sin peligro de que una bomba real destruya todos los sueños infantiles y la posibilidad de su realización en el futuro. Porque en estos nuevos juegos de la guerra para adultos la destrucción no se produce solamente sobre el ejército agredido o sobre su población civil -incluidos los niños que se divierten entre los cascotes de los edificios bombardeados-, es que además existe un arsenal nuclear, variado, sofisticado y cuya utilización podría, sin lugar a dudas, suponer una escalada sin precedentes, capaz de  destruir al conjunto de la humanidad.


Chantaje o no, es inevitable considerar esta hipótesis, aunque los expertos supongan improbable su ejecución. Pero es preciso advertir que todos estos técnicos en el arte de la guerra -o de la política, o de la economía- sólo son buenos en la explicación ‘a posteriori’ de lo que ya ha ocurrido, no han sido capaces de pronosticar prácticamente ninguna de las situaciones que se vienen produciendo en la invasión rusa: no supieron que se iba a producir la agresión, tampoco cuándo acaecería, y, últimamente, ni siquiera han sabido predecir la reciente sublevación del grupo Wagner contra Putin.


Y es que la seriedad de lo que tenemos en medio, por más que nos hayamos acostumbrado a seguirlo día tras día, hasta 500 que se cumplen ahora, resulta incontestable. Los ciudadanos asediados en Bilbao, los españoles enfrentados en nuestras guerras (in)civiles, los europeos y las suyas propias, las guerras de Vietnam, Iraq, Afganistán… y ahora la agresión contra Ucrania, nos deberían hacer reflexionar sobre la responsabilidad de los ciudadanos cuando entregamos el poder o permitimos que lo ejerzan determinados sujetos. O habrá que pensar que los enfermos no son sólo ellos, sino todos nosotros.


lunes, 10 de julio de 2023

El futuro

El 9 de noviembre de 1989, la población alemana, de manera pacífica, sin derramar sangre o disparar un arma de fuego, dio comienzo a una tarea liberadora, que consistiría en la destrucción del Muro de Berlín y supondría el inicio de una nueva etapa para la humanidad.


En su biografía de Leonard Cohen, Sylvie Simmons refiere que esa misma tarde de aquel otoño, unos amigos invitarían al cantante a que se uniera con ellos a una fiesta en celebración por lo que acababa de ocurrir. El poeta declinó con energía la propuesta y se encerró en su habitación. El resultado de ese gesto fue una canción (“The Future”), que Cohen incorporaría al elenco de sus más preferidas canciones. La interpretaba en sus últimos conciertos justo después de la primera (“Dance”). Y empieza así:


“Devuélveme mi noche rota
Mi habitación repleta de espejos

Mi vida secreta
Esto está solitario aquí
No queda nadie a quien torturar
Dame absoluto control
Sobre cada alma que viva
Y acuéstate a mi lado, nena
Es una orden”.


Se trata, por lo tanto, de una canción atormentada; algo así como le ocurría a la conocidísima obra de Pablo Neruda, “Veinte poemas de amor…”, que terminaban en “una canción desesperada”. O como el poema que dejara escrito el también poeta ruso, Vladimir Mayakovski, una nota de suicidio, que contenía esta frase abrumadora: “La barca del amor se estrelló contra la vida cotidiana”.


Pero no todo era naufragio en la canción de Leonard Cohen,


“He visto a las naciones crecer y derrumbarse.
He oído sus historias, las he oído todas
Pero el amor es el único motor de la supervivencia”.


Nos queda una esperanza, entonces, si optamos por el lado correcto de la historia y de la vida. Si, con todos nuestros defectos, nuestras sombras y nuestras luces, intentamos desterrar el odio, la sed de venganza, la miseria -y la miserabilidad- de nuestros corazones.


Y en el amor se encuentra la idea de la entrega, generosa, del testigo de nuestras existencias que van diluyéndose como “los ríos que van a dar al mar, que es el morir”, que decía Manrique. Pero unas vidas que dejan tras de sí a otras, dispuestas a batirse el cobre, a no perecer, a resistir, a pesar de todos los contratiempos que nos rodean y que les esperan.


Porque lo que tenemos por delante, lo que nos rodea ya, en realidad, es el caos anunciado por el cantautor canadiense a finales de la década de los 80,


“Las cosas se van a deslizar

Habrá la ruptura del antiguo Código occidental
Tu vida privada, de repente, explotará
Habrá fantasmas
Habrá incendios en la carretera
En tanto que el hombre blanco baila.
Verás a una mujer
Colgando boca abajo
Sus rasgos cubiertos por su vestido caído
Y todos esos pésimos poetastros
Dando vueltas
Tratando de sonar como Charlie Manson
En tanto que la mujer blanca baila”.


Estamos, por lo tanto, ya muy cerca del Armaggedon. La bomba nuclear ha estallado, seguramente a causa de un error humano, y las calles y las carreteras se ven invadidas por malhechores y buscavidas. Pero eso está en la canción, y aún no hemos llegado por fortuna a una situación que se nos muestre como el desenlace final de una civilización que está a punto de desaparecer.


En lo que sí tiene razón Cohen es en que estamos viviendo el momento de la desaparición del sistema de reglas que nos dimos después de la II Guerra Mundial y del papel de las Naciones Unidas como elemento integrador y superador de las diferencias que se producen en el conjunto de las naciones que lo forman. Algunos países -la India-, continentes enteros -África- y aún espacios geográficos de considerable importancia -Iberoamerica- no lo perciben como propio. El uso -y abuso- del procedimiento de veto, la incapacidad que tiene el citado organismo de integrar las opiniones de esos y otros países, la ineficacia en la implementación de sus decisiones -la autodeterminación para el Sáhara, por ejemplo- nos lo muestran como un foro de debate inservible, un lujo inútil.


Ese ‘Sur Global’ reclama una recomposición del mundo en el que ellos puedan tener una voz propia y una capacidad de decisión. Por eso, la invasión de Ucrania por Rusia no se percibe por ellos como una agresión al orden internacional: han existido innumerables agresiones que les han afectado y ninguno de los países occidentales que hoy se sienten conturbados levantaron un dedo para advertir a los agresores, ni movieron una mano para ayudar a los agredidos. Cientos de miles de ucranianos han sido acogidos por los países vecinos, pero los expulsados de sus países por causa de la represión política, la hambruna, la desertización y otras manifestaciones del cambio climático, no han gozado de la misma solidaridad; es más, han sido -están siendo- solemnemente despreciados.


Es preciso, sin embargo, reconocer como úrico punto de partida para cualquier reforma del sistema a las instituciones que emergían después de la II Guerra Mundial. Con todas sus imperfecciones, el Derecho Internacional -eso que antaño se denominaba Derecho de Gentes-, que se establece desde el organismo de las Naciones Unidas, constituye la única y última frontera que nos separa de la selva, tan próxima ésta a nuestra vida cotidiana -no hay más que observar las invariablemente impactantes imágenes que nos ofrecen los telediarios de la provocación de Putin.


En este mundo que destruye puentes nos hacen falta constructores de acuerdos, pero no se advierte en el escenario internacional a líderes capaces de forjarlos. Instalados en la política del corto plazo, los dirigentes occidentales sólo son capaces de leer las encuestas y actuar en función de su dictado. Las democracias -que Fukuyama señalaba como las ganadoras del conflicto porque había llegado “el fin de la historia”- aparecen débiles y en retirada de los escenarios donde antaño operaban a su antojo. Quizás porque un determinado nativismo -indigenismo en otros pagos- ha emergido como respuesta a los colonialismos de antes y a los neocolonialismos de ahora. Y China avanza en silencio sobre este terreno desierto de competencias y rivales con la anuencia de esos países.


“La ventisca del mundo
Ha cruzado el umbral
Y ha derribado
El orden del alma”,


dice Cohen. Pero no es irreversible el Armaggedon que nos pronosticaba en 1989. El nuevo orden mundial, que integre a los que habían sido excluidos, que defina los bloques en términos de rivalidad y no de enemistad destructiva y que procure que prevalezcan los derechos humanos, queda pendiente de alguien que esté dispuesto a cortar la cinta inaugural del nuevo proceso. Quizás un “Godot” que nunca aparecerá realmente.


viernes, 7 de julio de 2023

Usar la democracia para destruirla

Dagoberto Valdés es un joven cubano. Nació en el año 1955, con lo que anda ya por los 68; pero su ilusión por el trabajo, la energía tranquila que emplea en su vida cotidiana y su empatía con las gentes y las cosas nos demuestran esa cualidad de juventud de espíritu que, al cabo -habrá que resignarse- es el único consuelo que nos queda a los que somos de esa promoción.


Dagoberto -Dago, para los amigos- destripa, con precisión de cirujano experto, el proceso por el cual el populismo pervierte y destruye las democracias en las que se asienta.


El punto de partida del guión es que ya no existe espacio para la revolución. La ría del Nervión, que bajaría teñida de sangre como consecuencia de un proceso de esa clase -según relataba un militante maoísta bilbaino, tiempo después devenido en directivo de la Caja de Ahorros municipal-, produce en este mundo global y televisado un horror que nadie está dispuesto a soportar.


Es preferible entonces -como afirma Valdés- introducirse “en las dinámicas e instituciones del sistema democrático con un discurso demagógico y apocalíptico”.


Se comienza por la manipulación de los grupos más desfavorecidos, a los que con demandas a ellos dirigidas tienen a sus proponentes como únicos agentes susceptibles de su solución.


Elevan después a categoría de la generalidad los casos de corrupción. Todos los partidos y todos los políticos son, en consecuencia, deshonestos, de modo que es el propio sistema el que se encuentra viciado.


Su programa político tiene por lo tanto un carácter negativo o de rechazo del ‘statu quo’ anterior. Es importante para ellos establecer un marco cultural y educativo diferente del existente y sujeto al control del nuevo aparato ideológico-político.


Vincula, y con razón, Dagoberto, esa máquina de actuación con el portador del mismo: el hombre fuerte, al que se le entrega de manera ciega el mando y el control de la situación. Las instituciones han quedado sustituidas por él. Ya lo decía Emma Bonino: hay que confiar más en las instituciones y tener mucho cuidado con ese tipo de seres.


Se introduce entonces otro ingrediente del populismo, el de convertir las elecciones en un arma arrojadiza: “Vota donde más les duele”, aseguraba un slogan muy conocido en su época que utilizó Herri Batasuna en una campaña electoral a las europeas y que le supuso un importante rédito en términos de votos en esa contienda: ciudadanos refractarios con el sistema apoyaron la candidatura de un partido que alentaba y justificaba el terrorismo, y no lo hacían porque compartieran necesariamente ese procedimiento asesino, ni siquiera seguramente sus objetivos independentistas, se trataba de la opción “que más les j…”


De esa forma, quienes reciben el voto de los electores -no necesariamente su confianza- no resultan siempre acreedores de ellos, ni por su trayectoria anterior, ni por su preparación para el puesto a desempeñar, ni por los programas que presentan. El voto desde el resentimiento no augura demasiadas expectativas, tampoco del lado de los que lo ejercen: el odio nunca ha generado ningún resultado positivo, que se recuerde, en la historia.


La carencia de preparación de los elegidos se convierte en la acumulación de errores sin medida cometidos por ellos. Algo parecido hemos vivido en España con la ley del “sí es sí”. Pero no es ése sólo el caso, como asegura Dago Valdés, “cuando sale electo por métodos democráticos legitimados por una Constitución, en elecciones libres, plurales, competitivas y monitoreadas por la sociedad civil y auditores internacionales, entonces ellos mismos comienzan calladamente otra historia”.


Empieza entonces lo que el líder del proyecto Convivencia denomina como la “penetración” de los populistas en los tres poderes del Estado de Derecho. Para ello sitúan en esas instituciones a seguidores fieles. No son -según Valdés los más capacitados para el desempeño de tales funciones, ni los más honestos: les basta con que sean obedientes. Actuarán desde entonces como auténticas termitas, abriendo grietas desde dentro del sistema, convirtiendo en irreconocibles los conflictos que son normales en cualquier sociedad y atacando a las personas que encarnan el viejo régimen a destruir.


Para Valdés, este hecho hay que ponerlo en relación con el instrumento populista de la división, el enfrentamiento en la sociedad y el ataque a las fuerzas de orden público, lo que pondría en evidencia la supuesta ingobernabilidad del sistema, por supuesto que provocada por ellos mismos.


Efectuada esa operación, los populistas de nuevo cuño propinan el golpe letal, el definitivo: la reforma de la Constitución. Ya decía Pablo Iglesias (Turrión) que el gran error de los bolcheviques consistiría en no someter a referendo la revolución. No es necesario explicar que el nuevo régimen previsto por la Carta Magna que propondrán, destruye todos los elementos de la democracia liberal; la división de poderes, la libertad de expresión, de organización de partidos, sindicatos y asociaciones, de información… sustituyendo todo esto por unas elecciones falseadas que permitan la intervención del poder en todos los ámbitos de la vida política y social. 


Podrán luego gestionar mal o peor -como ocurre en Venezuela o en Rusia-, pero ya su poder ha devenido en incontestable y la posibilidad de un regreso a la normalidad poco menos que imposible.


Sirva este comentario como guía o aviso para navegantes más o menos crédulos sobre el impacto de los nuevos salvadores de estos tiempos, basado en mi, más o menos, libre interpretación -respetuosa, espero- de las ideas de mi amigo Dago.