miércoles, 31 de agosto de 2011

Intercambio de solsticios (228)

Bilbao, 16 de octubre de 2003.

Querida Lorsen:

He hablado hoy con Alfonso de Virgilis. Le he dicho que la semana que viene estaré en Florencia. Me ha invitado a su casa, pero le he dicho que ya he pagado el hotel –que es una mentira, porque estoy más cómodo en un hotel que en casa ajena. Con la que no consigo hablar es con Bona. María –la secretaria de la Fundación- está de baja -por pérdidas- y es ella la que tiene el teléfono.
Hoy no te voy a hablar de Gide. El caso es que el lunes actuó Pablo Milanés en el Arriaga. Sabes que me gusta –nos gustaba- y me fui para allá. Pensaba que me lo iba a pasar bien, pero todas las canciones me recordaban a ti. Cuando volví a casa escribí estos versos:

VEINTIOCHO ONCE UNO

Ya ves, van cayendo las hojas del calendario,
Y tus ojos se perfilan otra vez como cristales,
Este pequeño apartamento en el que vivo
Se poblará de fantasmas,
De tu padre,
Mis hermanos,
Yo mismo
Intentando explicar a nuestro mundo que te has ido,
Intentando explicarnos a nosotros que nunca te volveremos a ver.

Regresaré a la imagen de tus cabellos rubios
Cubriendo una frente que ya está fría,
Y a observar esa pierna que se sale de la manta,
Decir a lo que ya no eres tú, ten cuidado,
No vayas ahora a coger un resfriado.

Luego, tal vez, el recuerdo volverá sobre los días,
Me verá paseando solitario,
O sonriendo a nuestra hija,
Cuando sólo me apetece llorar,
O llorando simplemente en soledad.

Ya hay una rosa nueva sobre ese mueble,
Junto a una foto y un recipiente en los que estás tú,
Pero mis besos resultan siempre fríos.
Sé que estás ahí, pero no te siento.

Porque estás más cercana en los recuerdos,
En la frescura de Eugenia,
En las cosas que tocabas con tus dedos, y aún conservo,
En los cuadros inacabados que he colgado
En ese salón donde apenas alguna vez fuimos felices.

Pero tu presencia flotará un día entre las aguas,
Cuando me pedías un beso, y te lo daba,
Y volará en la brisa del paseo,
Cuando hablábamos del último libro de Juan, por ejemplo.
Y seguirá prendido en el sol que se cuela entre las hayas,
Cuando parloteabas sin cesar.

Y yo pensando que durarías siempre,
Y tú pensando que te estabas yendo.

¿Cómo será el día uno?
¿Cómo el dos y el tres y el cuatro?
Cuando se vayan agotando las historias,
Cuando se vayan marchando las personas,
-Quizás yo mismo,
Quizás siga pasando aniversarios,
¿Me habré reconciliado con tu ausencia?
O querré volver a tus abrazos,
A los besos de buenas noches,
A tus frases ingeniosas,
Y a tus locuras trepidantes.

No lo sé, soy una nave
A merced del temporal,
Creía que la gobernaba,
Pensaba que era fácil
Pasar un año entero,
Solo,
Sin ti.

Pero a veces siento que no puedo más,
Que encuentro menos razones para continuar,
Y que las razones sólo tienen nombre de mujer,
Y un cuerpito anclado a una cama, a una silla.

¿Estás triste?, me preguntas,
¿Y cómo quieres que esté?
Porque cuando salí del aturdimiento,
Me encontré de repente con tu foto
Y la certeza de que no te volvería a tener.

Ya comprendo que esta noria rueda,
Y que da lo mismo,
Diga lo que diga, hoy, mañana,
O a lo mejor el día dos, el tres o el cuatro,
Puedan variar las frases,
Para esconder sin embargo los mismos sentimientos.

Y soy capaz de gritar:
¡No me gustan los recuerdos!
Te atormentan,
Te hacen un agujero en las tripas,
Provocan agua en mi ojo izquierdo.

Tercamente quiero repetir esos momentos,
O mejor, vivir, construir otros.
Pero tu distancia es ya infinita
Aunque mi presencia la rechace.

¿Por qué la muerte? ¿Por qué en ti?
Los médicos explican las causas físicas,
Los curas avanzan sus respuestas espirituales
-Ya han perdido buena parte de su convicción-,
Y los amigos hablan del tiempo que pasa,
Que con él se van las penas.

Yo no lo sé,
Sigo en el barco,
La tormenta permanece,
Y cuando hoy le escuchaba a Pablo,
Cantar sus canciones de amor,
Y desamor,
Sólo estabas tú,
Y yo muy bajito,
Te decía,
¿Me escuchabas?,
Eternamente Lupantas,.

Sólo esperando los días veintiocho,
Uno, dos, tres y cuatro,
Para comprar unas flores,
Que sustituyan las velas,
Y encargar una misa,
Esta vez en Bilbao,
Donde no nos conocimos,
De donde fuimos,
Donde sólo querías morir.

Una, dos, tres, cuatro.
Muchas lágrimas, dos, tres, cuatro veces.

Sólo estoy solo sin ti,
La otra soledad no me asusta,
Y tendré que terminar esto,
Porque estaría escribiendo lo mismo,
Uno, dos, tres, cuatro días,
Los días de las flores,
Los días veintiocho,
O los días de las velas,
Que son todos los demás.

¡Cómo me gustaría
-Sí, ya sé que no es posible-
que sonara tu llave en la puerta
y fueras tú misma quien entraras!

¿Cómo puedo decirte
Que te quiero?

Sí,
Ya le he puesto
El fin.

martes, 30 de agosto de 2011

Intercambio de solsticios (227)

Así, con las manos de Bachat atadas a la espalda, y entre esta y aquellas, sus verdugos introdujeron la barra de metal. Después, uno a cada lado de los extremos de la barra, lo subieron hasta la altura en la que se encontraban los pivotes que la sujetaban.
Le habían colgado, de espaldas. Y a muy poca distancia del suelo. Dos metros, quizás menos, pero la suficiente altura para que sus pies no tocaran la superficie del local.
Un fuerte dolor se apoderó de él. Como en una especie de penumbra –a pesar de la luminosidad artificial que inundaba la sala- pudo advertir que uno de sus carceleros se le acercaba , el látigo en ristre.
Cerró los ojos y mordió todo lo que pudo sobre sus dientes. En ese momento habría agradecido un trapo sobre el que proyectar su dolor, porque se trataba de un dolor intenso, salvaje, de tal manera insoportable como el peor del que había tenido recuerdo.
Estaba en los anales de la práctica de la tortura, porque se trataba de un método utilizado con frecuencia por los regímenes que practicaban estos sistemas. Aplicado sobre personas débiles o de cierta edad, provocaba la dislocación de los brazos. En los jóvenes o en las personas de complexión fuerte se dice que “sólo” se sufre una extrema sobreextensión de las articulaciones del húmero. Y, en estos casos, el dolor vuelve a ceder después.
Este “segundo episodio para la reflexión” duraría una eternidad para Bachat. Trataba de pensar en cualquier cosa que liberara su mente de los estragos producidos por el dolor. Y hasta cierto punto conseguía que su organismo le ayudara en el intento: un nivel intermedio entre la inconsciencia y la certeza del sufrimiento le invadió en los momentos más duros del castigo.
Fue consciente de ese extraño estado cuando lo depositaron en el suelo. Lo hicieron con extraña suavidad, como si el momento de la tortura hubiera pasado ya, y fuera llegado el tiempo de la corrección en el trato, cumpliendo un raro rito por el cual, después de la tempestad, viene la calma.
A un lado estaba él. Al otro la barra metálica, aún entrelazada a sus manos. Bachat tenía el rostro volcado hacia el suelo y lo movió para evitar ese desagradable contacto. En su campo de visión apareció la mesa y la figura sentada del jefe de los carceleros. Este observaba a Bachat con expresión indiferente.
El indiviuo aquel se levantó de su silla y dando dos o tres pasos se plantó ante él. Puso una rodilla en el suelo –en un gesto que le hubiera parecido bastante cómico al saharaui de no ser porque la situación nada tenía de divertida-, dirigió su cara hacia la de Bachat y le espetó, casi a voz en grito:
- ¡Ahora supongo que tendrás algo que decirnos!
Bachat separó su mirada de la de su torturador. Era la única manera de evitar una respuesta.
El jefe de los carceleros le cogió por los pelos para volver a Bachat a la posición anterior. Y volvió a formular la misma pregunta, esta vez con voz menos estridente.
- Lo que único que puedo decir es que soy Sidi Ben Bachat. Jefe de la Policía del Distrito de Chamberí –contestó el saharaui, sorprendido él mismo por la serenidad y la seguridad con que se emitía el tono de su voz.
El jefe de los torturadores no disimuló un gesto de contrariedad.
- Está bien. No disponemos de mucho tiempo. Así que preparadad eso –ordenó a los guardias con un gesto de la cabeza.
El objeto hacia el que miraba era la bañera.

viernes, 26 de agosto de 2011

Intercambio de solsticios (226)

- Los dos hermanos Jiménez, Raúl y Leonardo, aprovecharon un puente del 12 de octubre para acercarse a su ciudad natal, donde tendría la reunión entre ambos y su hermana Carmen –dijo equis, modificando el tono de su voz: iba a dar comienzo otro capítulo de la historia de la Alpujarra-. Quedarían en la cafetería de un hotel cercano al lugar en que ella trabajaba.
Raúl introduciría el asunto. Carmen enseguida vio que la cuestión tenía una importancia mayor que las cosas por las que se le perturbaba en aquella larga familia de la que ella pensaba que había llegado constituir el principal nexo de unión. En realidad –agregaría equis- no lo era en absoluto: se trataba de una familia, la de los Jiménez, que se encontraba ya en una abierta descomposición. Pero no anticipemos acontecimientos –se pedía equis a sí mismo.
Luego, a indicación de Raúl, fue Leonardo quien intervenía a continuación. La historia era corta aún, pero la contó con todo detalle.
La cara de Carmen era todo un homenaje a los más acabados poemas. Sus ojos trataban de captar los acabados de la pintura en el techo, el deambular de los camareros sirviendo los cafés, las mesas vecinas donde unas señoras charloteaban frente a los aperitivos de la mañana… Carmen Jiménez estaba intentando vanamente escapar de aquel reducto, de esa especie de prisión en que se había transformado la cafetería del hotel.
Concluida la historia, Raúl Jiménez pedía su opinión a Carmen.
Esta volvía a pasear su mirada por el techo de la estancia. Buscaba las palabras que pronunciaría después:
“Me habéis dejado acongojada”, dijo. En realidad podía haber dicho “acojonada” –explicó equis-, pero se trataba de una chica educada y que formaba parte de una familia educada.
Carmen explicó a sus hermanos que ella no había oído nada, que ella iba a la casa de su tío todos los meses, que lo encontraba despistado, como siempre, y que la familia de Santos de Vicente –el hermano menor de los tres, añadió equis- era la que llevaba la voz cantante en aquella casa. La historia que le contaban Raúl y Leonardo podía resultar creíble, por lo tanto.
Pero eso no fue todo. No sé muy bien cómo, no recuerdo los detalles –continuaría equis-. Pero Carmen les dijo algo en relación con el testamento.
- ¿Con el testamento? –preguntó ahora Brassens, interrumpiendo la conversación.
- Con el testamento, sí –confirmó equis-. Dijo que una tarde que ella había acudido a visitar a su tío Juan Carlos, se encontraría con Santos y con un papel oficial, de esos de los notarios, una carpeta. Y que cuando llegó ella lo ocultó debajo de unos periódicos. Pero no lo hizo con la suficiente rapidez como para que ella no se diera cuenta.
Los dos hermanos se quedaron muy preocupados. Sacaron de esa reunión una impresión muy clara: que la familia de Santos de Vicente podía perfectamente haber captado la voluntad de su tío y le había podido hacer cambiar el testamento. A favor de ellos desde luego, aprovechando la debilidad mental de Juan Carlos de Vicente.
Carmen les facilitó el teléfono móvil de la secretaria de su tío y allí acabo la reunión. Los dos hermanos volvían juntos a Madrid.

jueves, 11 de agosto de 2011

Intercambio de solsticios (225)

Bilbao, 12 de octubre de 2003.

Querida Lorsen:

Una vez más te escribo en un día que está plagado de recuerdos para mí. Te contaba que Pilar había decidido que hoy era más Pilar que nunca. Así que hoy, por primera vez en su vida y por criterio propio, como acostumbra, celebraba su santo.
Pero el día empezaba con la consabida llamada a la guardia civil de Arrechea, hablando con el sargento, a quien he deseado que pasen un feliz día. Todos los recuerdos convergen con una jornada cualquiera de esas. Nuestra misa en la iglesia del pueblo, nuestro convite en el cuartel, tú hablando con la gente del lugar, yo en la mesa presidencial con los mandos, el alcalde, el canónigo de Roncesvalles –al que tú llamabas Herrero de Miñón-...
También he hablado con Pilar Aresti, a quien llamabas tú en las últimas ocasiones para felicitarla. Ha sido una especie de homenaje a ti, como tantos otros, como tantas otras ocasiones, y las que tendrán que pasar...
Pilar, nuestra hija, ha estado encantadora. Le he regalado un reloj que era tuyo, malejo, de esos que medio regalan en los supermercados a los clientes fieles. Se lo he envuelto bien y le ha gustado, aunque no le he dicho de quién procedía. Algún día se lo contaré. En todo caso me voy dando cuenta –una luz en un día triste- que mi hija y yo estamos cada vez más unidos, que la idea de familia en nosotros ya no es un desideratum truncado por una fría sala de hospital –aunque la suya esté caliente de afecto y de ternura- y por la ausencia de convivencia. Como las cosas que funcionan –al igual de las que no- creo que Pilar ha descubierto que tiene un padre que la quiere, y yo he concluido que al final de tu vida tengo una hija que me quiere.
Luego he comido con mi madre y con mi hermana Teresa. Le he regalado una planta que compré ayer en la floristería de la esquina. La verdad es que tiene tantas que no creo que le haya hecho una enorme ilusión. Pero tú le mandabas flores, ¿no te acuerdas?, y siempre es preciso mantener viva la tradición.
Esta semana leía un libro de André Gide, un escritor francés que rechazó la publicación del primer tomo de la macronovela de Proust. Es un libro –el de Gide- dedicado a su mujer fallecida y que se titula “Et nunc manet in te”, frase de Virgilio que significa: “Y ahora permanece en ti”. Es una forma de decir lo que siempre te repito: No te has ido definitivamente, no mientras yo siga en esta mierda de mundo.
Pero quiero leerte alguna de las frases que más me han gustado:

La confianza le resultaba natural, como a las almas que aman mucho. Pero a la confianza que llevaba consigo al empezar su vida se unió pronto el temor. Tenía una singular perspicacia respecto a todo lo que no fuese de perfecta ley. Por una especie de intuición sutil, una inflexión de voz, el esbozo de un gesto, cualquier detalle la ponía en guardia (...)

Estoy convencido de tu íntimo acuerdo con lo que acabo de poner en esta carta. Tenías una capacidad enorme para discernir qué gente era “de ley” y en qué otra no se podía confiar. Y casi nunca te equivocabas. Ahora, una vez que ha pasado el tiempo, incluso te doy la razón respecto de alguna gente contra la que me advertías. Ganas batallas como el Cid, guapa, después de muerta.
Este libro me dará pie para seguir escribiéndote los próximos días.

Te mando un beso muy grande. Con él viaja todo mi cariño.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Intercambio de solsticios (224)

Sidi Ben Bachat había pasado esa larguísima media hora, consciente de que esos minutos podían situarse entre los peores de su vida. Y eso que la memoria, como suprema habilitadora del instinto de conservación humano, sabe elegir de entre los diversos acontecimientos los más gratos.
El paso del tiempo se le hacía interminable. Si al menos hubiera dispuesto de un reloj… tan sólo para ver cómo pasaban las manecillas tan lentamente como la idea de eternidad que se asociaba a ese sufrimiento. Pero daba igual, las horas nunca son objetivables. Y las primeras horas que habían transcurrido desde su detención tenían para Bachat el carácter de lo decisivo, como si todo lo que le quedara por vivir dependiera de las decisiones que tomara en aquellos momentos. De las decisiones… y de la voluntad de llevar a cabo lo que pensara entonces. Siempre que optara por la actitud más combativa de las posibles. Y tenía muy clara la convicción de que no había otra salida digna y honrosa a su situación que la más difícil de todas. Y era esa la de no colaborar con los agentes de Chamartín.
Pero este pensamiento acudía a su mente envuelto en una densa nebulosa, apenas si conseguía imponerse sobre su desconcierto. Se sabía detenido, por supuesto; le habían golpeado; le pegarían más aún; sería torturado. Pero debía reconocerlo, al menos en la primera paliza no había sentido dolor, sólo confusión, extravío, desorientación…
Y ahora volvía a oír el el ruido de las gomas de las botas de sus careceleros que se pegaban y despegaban alternativamente del suelo de linóleo en el pasillo al que daban las celdas, como si con cada paso se llevaran consigo una loseta. No tenía que dudarlo ni un solo instante: venían a por él. Su nombre estaba ya listo temblando en un papel ante la muerte –como decía el poeta-. Y concluía con esos terribles versos:

“Aquí no se salva ni dios,
Lo asesinaron”.

Lo llevaron, prácticamente arrastrándolo por ese pasillo hasta el lugar donde, según la sarcástica expresión del jefe de aquella banda, se produciría el segundo nivel de reflexión.
El local estaba iluminado a conciencia, tanto que le produjo daño en los ojos, “como el sol del desierto en las horas centrales de los días de verano”, ese “yunque del sol” al que se referían los amigos de TE Lawrence. Cerró con fuerza los ojos y en ese mismo instante recibía un empujón que le hizo caer cuan largo era –y lo era bastante- entre las risotadas de sus carceleros.
Le ayudaron a incorporarse. El jefe, sentado ante su mesa de despacho, como si despachara un formulario, le dijo:
- Supongo que no tienes nada nuevo que decirnos.
Bachat permaneció en silencio. Cualquier palabra podía ser una palabra de más; cualquier expresión podía entenderse como una vacilación, como una duda: un intento apenas articulado de negociación tal vez.
El carcelero hizo un gesto con la cabeza. Fue entonces cuando Bachat advirtió la presencia de un tubo de metal situado en paralelo al suelo, elevado sobre este a una altura de unos dos metros.
Le quitaron los grilletes. Bachat aprovecharía para frotarse las doloridas muñecas, pero le duró poco el alivio.

martes, 9 de agosto de 2011

Intercambio de solsticios (223)

- Bueno. No exactamente –declararía equis interrumpiendo su peripatética charla a la altura del restaurante Marbella, casi junto a la plaza de la República Dominicana, azotada esa tarde por un viento glacial.
- ¿Qué quieres decir? –le preguntaba Brassens.
- Pues que no acabaría así la entrevista –se explicaría inmediatamente-. Salvador de Vicente, te recuerdo, el que planteaba toda la historia de la desconfianza en relación con la situación intelectual de su tío común…
- Ya –concedía vagamente Brassens.
- Pues este se lo plantearía de sopetón. La realidad es que iba a ello…
- ¿Y qué cosa era?
- Le preguntó por si existía algún sistema específico de sucesión en la zona en que vivían. Vamos, si eso de los tres tercios en que se divide el patrimonio hereditario…
- Legítima, mejora y libre disposición –atajó Brassens.
- Eso… si esa forma de otorgar testamento era o no aplicable a su tío –concluís equis.
- ¿Y qué le contestó Leonardo?
- Que pensaba que no, que en esa zona subsistía un sistema anacrónico, de esos que beben sua fuentes en pretendidos derechos singulares que sólo se otorgan a los que residan en un determinado territorio…
- Otro de la miscelánea…
- Sí. Estoy hasta el gorro –aseveró equis muy en el jacobinismo que le era característico-. Este es un país que se está desintegrando porque nunca en la vida acabó de integrarse definitivamente, por muchos Borbones que lo hayan gobernado…
- Así es.
- Pero como la contestación de Leonardo no fue categórica al respecto, Salvador se quedaría pensativo. Seguramente cavilando en consultarlo con algún notario amigo. ¿Quién sabe?
- Le interesaba eso, precisamente.
- Claro. Quería saber si se le podía morder el diente a algo –observaría equis.
- Es humano. Es humano. Hubo algo más?
- Bien. Salieron juntos los dos primos de la casa de Salvador. Y este dijo a Leonardo que había pensado en su día organizar una cenita de todos los de Vicente que viven en Madrid… pero que, en vista de la historia que le contaba se lo pensaría dos veces…
- Y haría bien –observó Brassens.
- Eso mismo le contestó Leonardo –declaró equis.

viernes, 5 de agosto de 2011

Intercambio de solsticios (222)

Bilbao, 11 de octubre de 2003.

Querida Lorsen:

Ayer por la tarde –vierrnes, después del pleno- fui a recoger a Bècaud de casa de tu padre, como acostumbro. No le vi demasiado contento: su recuperación no va demasiado bien, y parece que tendrá que esperar más tiempo hasta que se encuentre totalmente restablecido. Es verdad que, a partir de una determinada edad, las intervenciones quirúrgicas ya no tienen necesariamente un resultado perfecto –incluso con unos cuantos años menos, también los médicos se equivocan, aunque sea más difícil que lo acepten.
Pilar –que celebra su santo mañana- ha regalado hoy un boli a la enfermera que se llama de esa manera. Por lo visto ha sido ella misma la que se lo ha dicho, y Pilar-enfermera me ha consultado sobre si podía aceptarlo. Por supuesto que le he dicho que sí.
Hace ya más de un mes escribí una carta a Esozi Leturiondo. No la conoces. Es –ahora- la viuda de Mario Onaindía. Como la carta describe mi estado de ánimo actual y mis reflexiones sobre la vida y la muerte, quiero transcribirla.
Dice así:

Fernando Maura

Bilbao, 8 de Septiembre de 2003.
Querida Esozi:
No tuve la oportunidad de verte en el tanatorio y había mucha gente en la Plaza de España el lunes en que despedíamos a Mario –se le organizó un acto civil de despedida-. Pero quizás sea mejor así, porque en momentos tan cortos como esos, apenas se pueden decir las palabras que quieres y además, lo malo, lo peor, es que parece como si esas breves palabras, una vez dichas, cortaran la posibilidad de pronunciar otras. Por eso casi prefiero que haya ocurrido de esta manera, porque me permite ponerte estas letras.
He pensado mucho en vosotros. En Jon su hijo-, de quien me contaba Rosa Díez que sentía una enorme rabia. En Nora, que bien sabes me hubiera gustado que fuera amiga de mi hija. Y en ti. Es verdad que han sido pocas las oportunidades de contacto, pero yo he sentido un gran calor humano en vosotros y sólo puedo tener palabras de agradecimiento por vuestra actitud.
Porque en estos casos –tú lo sentirás seguramente- te quedas muy solo. Y hay compañías que apenas suponen algo más que ruido. Pero la vuestra, la de Mario, la de Jon, la tuya ha tenido la virtud del afecto, del cariño sincero. Quizás porque también vosotros erais conscientes de lo que se os venía encima. Aunque, por mucho que las desgracias se puedan esperar nunca se aceptan del todo, ni siquiera cuando pasa el tiempo y las situaciones vividas se convierten en definitivas, porque nada ni nadie puede devolverles –a Mario, a Isabel- a la vida, a compartir las cosas de todos los días, con nosotros.
Cuando le vi en el tanatorio debo decir que le recé un avemaría a la Virgen de Roncesvalles. Quizás pueda parecerte una contradicción porque no soy creyente. Pero en ese fondo que me queda de mi educación católica, de mi familia, de mi mujer, he aprendido a integrar –en una forma tal vez parecida a como hacían los romanos- las convicciones racionales con las pulsiones del sentimiento, de eso que sin duda te gustaría que ocurriera cuando llegue el momento: Encontrarte al otro lado del puente que separa la vida de la muerte con los seres queridos, a los que un día tuviste que decir adiós. No es probable, pero la esperanza sigue siempre presente. Y, como decía ese español que se hizo inglés, George Santayana, “ya que Dios no existe, por lo menos nos cabe creer en la madre de Dios”. Yo creo, Esozi, que la única que podría acercarme a Isabel cuando todo haya acabado en mí, es esa Virgen en que un día creyó ella, y bajo cuya advocación, Pilar, nuestra hija, recibió su primera comunión, porque su madre lo quiso cuando Pilar se encontraba bastante mal, antes de superar una vez más esa crisis, como sólo los niños saben.
Ahora te has quedado tú. Te dirán que el tiempo lo cura todo. Y es verdad. Pero también es verdad que el tiempo desgarra, que la ausencia se comprende cuando pasan las semanas y los meses, y te das cuenta que el viaje de Mario no tiene billete de vuelta. Entonces es cuando gritas que ¡no!, cuando te rebelas, cuando los paisajes evocan los recuerdos, y estos se convierten en verdaderos puñales.
Será entonces como este verano mío en Lanzarote. Cuando había madurado en mi soledad y los paseos por la playa siempre me reenviaban a ella. Cuando tres amigos –Esozi, Mario y Jon- estabais dispuestos a compartir vuestro tiempo –un tiempo del que ni siquiera disponíais, porque ya estaba Mario en las horas del descuento- conmigo. Y a mí me gustaría, siempre que pueda ser útil, devolver algo de lo que recibí de vosotros.
Dile a mi amigo Jon que, siempre que quiera le llevo a Bècaud a Vitoria. Y, por supuesto, en Lanzarote puede intentar jugar con él al “frisbee” –otra cosa es que el perro se deje.
Te recuerdo mi teléfono, es el XXXXXXXXX. Lo puedes utilizar con la total seguridad que estaré encantado de recibir noticias vuestras. En todo caso, te amenazo de forma clara: Procuraré localizaros en Lanzarote. Y Vitoria y Bilbao están muy cerca.
Como decía Goytisolo: “No sé decirte nada más / Pero tú debes comprender / Que yo aún estoy en el camino”.
Te mando con este beso todo mi afecto y mi mejor disposición, aunque sólo sea por el agradecimiento que debo a mis tres amigos de Lanzarote.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Intercambio de solsticios (221)

- Quería hablar con el Consejero de Interior –pidió Romerales.
- ¿De parte…?
- Soy el Consejero de Interior del Distrito de Chamberí.
- Un momento.
Algunos distritos del viejo Madrid disponían de una especie de teléfono rojo que conectaba a los principales dirigentes de los mismos. La labor de Jorge Brassens, ideada para preservar la comunicación entre las respectivas juntas de barrio, constituía una medida a favor de la paz: cualquier malentendido podía resolverse a través de la palabra.
En esta ocasión, sin embargo, la palabra era antesala de una escalada de tensión más que previsible.
Romerales veía pasar el tiempo sin que alguien se hiciera eco de su petición. El “walkie” de frecuencia cifrada se diría que echara humo sobre su exhausta cabeza después de una jornada tan larga de trabajo que, además, parecía no tener un fin previsible.
Cortó la comunicación y volvió a marcar el código de Chamartín.
La misma conversación. El mismo resultado. Colgó por segunda vez.
Romerales pensó que la declaración de hosilidades sólo debía esperar a una tercera llamada infructuosa.
Pero en esta ocasión la persona que le atendió al otro lado de la línea se deshizo en un aluvión de excusas.
- Ahora le paso. Disculpe, pero se nos ha cortado dos veces.
Cristino se armó de paciencia: la prudencia era un valor elemental en esos casos.
Aún así debió esperar un par de minutos más.
Un carraspeo que Romerales no pudo determinar si se producía en la comunicación o se trataba de una expectoración humana. Y luego la voz extrañada de Cardidal:
- ¿Sí?
- Soy Cristino Romerales.
- ¡Ah, Cristino? ¿Cómo va eso?
¿Despiste o cinismo?, pensó para sus adentros el consejero de Chamberí.
- Bien. Si no fuera por vosotros –contestó gravemente este.
- No entiendo. ¿Por nosotros?
- Supongo que sabes que tenéis a mi número dos en vuestro poder.
- ¿Tu número dos?
- Sí. Mi número dos. Sidi Ben Bachat, el antiguo delegado saharaui en Madrid.
- Pues la verdad es que no lo sé, Cristino. Tal y como están los tiempos, aquí entran y salen un montón de personas todos los días.
- Supongo. Pero no todas esas personas son el jefe de la policía del distrito vecino.
- Ya te digo que no sé nada –contestó Cardidal sobreactuando-. Lo único que te puedo prometer es que lo voy a comprobar.
- Bien. ¿Cuánto tiempo te va a llevar esa comprobación? –preguntó Romerales concediendo un cierto retintín a la última de sus palabras.
- Espero que un par de horas.
- Demasiado tiempo para saber si Bachat está a cincuenta metros de donde estás tú…
- ¿Te crees que es tan fácil?
- Sé que es más fácil. Pero esperaremos.