viernes, 30 de marzo de 2007

Los miedos que no hemos logrado vencer


"El terror está aquí, dentro de esta sala", dice Ed Munro a su propio equipo en la película "Buenas noches y buena suerte", de George Clooney. Al periodista le asustaba ese modelo de conducta tipificado como "americano" -el único americano posible, además- que convertía en comunistas, y por lo tanto excluidos de la sociedad americana a todos los que no practicaran un comportamiento alejado de esa ideología..
El senador McCarthy presidía desde el "Comité de Actividades Antiamericanas" una auténtica dictadura. Era la dictadura del miedo, como lo son todas. Resulta increíble cómo desde una comisión parlamentaria, simplemente, se pueden juzgar no los hechos sino las actitudes de las personas. Y estos "juicios" eran aún paradójicamente más inexorables que los verificados por cualquier tribunal ordinario. Se "juzgaba" por este comité la honorabilidad de una persona en función de la afectación por el trato que hubiera tenido con comunistas, sindicatos u organizaciones más o menos afectas. Si el resultado era negativo se producía una condena al "ostracismo" que seguramente corregía y aumentaba las homónimas que se practicaban en la antigua Grecia.
McCarthy y su "caza de brujas" difundieron el miedo en la sociedad americana. Munro, el periodista que se le enfrentó, hizo acopio de toda la integridad, de la dignidad de que él disponía para poner en contra de la negación que siempre supone el fascismo la afirmación de la libertad.
Y es que el miedo ahoga nuestras libertades. La expresión queda coartada, la elección es siempre unívoca, la reunión para tratar de los asuntos públicos deviene inconveniente y -por lo tanto- inútil y peligrosa, la asociación política no significa participación sino sometimiento.
Yo pensaba que con el advenimiento de la democracia, en España habíamos superado el miedo, o algunos de los miedos, al menos. Pero siguen ahí, nos acosan e influyen en nuestros comportamientos y decisiones.
Y hay una larga lista. El miedo a que los terroristas vuelvan a matar; el miedo a significarse políticamente, salvo que ya seas político y te veas protegido por la amplia y enmarañada red de los partidos o que tengas garantizada la independencia económica; el miedo al jefe político, si estás incluido en su malla porque vives de ella, porque puedes perder el trabajo; el miedo a tu jefe, que es el miedo al desempleo y, con él, el miedo al impago de la hipoteca y al mantenimiento de tu modo de vida; el miedo a tener hijos y -cuando los tienes- a educarlos; el miedo a tus hijos, a quienes has elevado a la categoría de dioses que un día simplemente te dejarán de querer y pasarán de ti, que es toda una certeza, aunque no lo queramos reconocer; el miedo a reencontrarnos con nuestras mujeres, con nuestros maridos, después de tantos años sin saber en qué se han convertido unos y otros; el miedo a reencontrarnos con nosotros mismos...
Están todos ahí, y algunos nos afectan dos y hasta varias veces al mismo tiempo. Reducen nuestro espacio de libertad, degradan nuestra condición de ciudadanos y nos integran en un gregario rebaño de siervos de nuestros jefes.
El Erich Fromm de nuestras lecturas juveniles nos hablaba del "miedo a la libertad", hoy podríamos referirnos a la esclavitud del miedo.
Porque el que controla el miedo controla el mundo. Antes el gran instituto controlador lo era la Iglesia y su variada gama de ministros tenía la capacidad de enviarnos al más allá limpios de nuestros pecados o repletos de mugre. Gestionaban nuestras vidas porque generaban nuestros miedos y nos proporcionaban el alivio que nos era necesario para sobrevivir en este "valle de lágrimas"..
Hoy ya no creemos en esos dioses. A lo sumo reconocemos una raíz ética que procede de nosotros mismos, cuando no rechazamos esas moralidades tildándolas de pacatas y trasnochadas, instalados en la regla del "todo vale".
Pero hay un miedo que los puede a todos y hay quienes consiguen mantenerlo alejado: es el miedo a la muerte y los médicos, con el pretexto de espaciar el tiempo de la inevitable cita con la negra barca de Caronte, entran en nuestras vidas como nuevos Atilas: nos obligan a comer de una forma determinada, a no beber hoy unos productos y a beberlos mañana; a tomar unas pastillas concretas, a pasear o a quedarnos quietos, a tomar el sol o convertirnos en murciélagos. La Medicina mató a la Iglesia lo mismo que el longevo superhombre acabó con el escuálido ser que ya era anciano a los cuarenta.
Y junto a los nuevos oráculos del miedo se encuentran los demás oficiantes del rito. Nombres de hombres y mujeres que a veces ni siquiera conocemos pero en cuyas manos nos encontramos. La decisión de cualquier comité de la multinacional en la que trabajamos y que determina, de un plumazo, cerrar nuestra fábrica. ¿Que la empresa produce beneficios? Eso no importa, los obtendrá más en Polonia o en Marruecos. Ya no hablamos de la ética o de la moral en los negocios, sino de la maximización del beneficio. Y todo a cortísimo plazo, no hay más estrategia que el trimestre y los dirigentes empresariales son sustituidos por otros si no consiguen los espectaculares resultados previstos. Así, esta es la época de las "opas" y las fusiones, de las ventas y los troceamientos de las empresas.
La política vive también el tiempo de la precariedad. La televisión quema a los líderes, sujetos -objetos- de quita y pon para los responsables intermedios, cuya habilidad consiste en salvarse del incendio después de alumbrar la antorcha funeraria de sus jefes, antes -claro- de que estos les hayan entregado al fuego.
El abate Sieyês explicaba el procedimiento que había seguido para protagonizar etapas tan convulsas como el Antiguo Régimen, la Revolución y la Monarquía. "Sobrevivir", decía.
Y eso hacemos todos, mejor que peor. Complacientes y serviciales con los que mandan, supervivientes de unos tiempos que ni siquiera somos conscientes de haber creado. ¿Libres? Desde luego que no. Quizás ni siquiera lo fuera Ed Munro, al que la película ha convertido en un héroe de "western" urbano, cuyas pistolas son las palabras y su caballo un plató de televisión.
Porque mientras rueda la rueca todos necesitamos pensar en que alguien pudo enfrentarse al creador de miedos y que lo derrotó. ¿Verdad? Esa es otra historia que se cuenta como un cuento.

viernes, 23 de marzo de 2007

Queridos bloggistas,

os invito a leer mik contribución al libro que, sobre la transición política española, vienen impulsando algunas fundaciones y asociaciones -El Sitio, Fundación para la Libertad, Fernando Buesa, Aldaketa y otras.

Como siempre ,me alegrará conocer vuestras opiniones y prometo contestar a todas.

MI TRANSICION EN LA TRANSICION

Ha pasado mucho tiempo desde entonces. ¿Demasiado? Quizás sí, demasiado. Lo suficiente como para que mi evocación de aquellos años tenga el sabor de la nostalgia. Me piden que cuente los recuerdos de mi vida en la época de la transición. Y, para empezar, debo decir que aquellos tiempos lo fueron también de cambio para mí. En ocasiones, las historias de los países apenas inciden seriamente en las vidas de las personas que forman parte de ellos; solamente la aparición de caras distintas en la televisión, un debate político que enseguida te aburre, algún cartel en la calle y el voto ese domingo que pensabas dedicar a jugar con los niños. No ocurre lo mismo con los procesos traumáticos de cambio, las guerras, las revoluciones, los golpes de Estado.
Ese creo que fue el propósito de quienes hicieron la transición, el de transformar muchas cosas sin que se notara demasiado; o el "es preciso que todo cambie para que todo siga igual", de Lampedusa. Un propósito perfectamente predeterminado además. El nuestro era un país sometido a innumerables avatares históricos, revoluciones y contrarrevoluciones que no dejaron que la democracia tomara cuerpo: era hora de conjurar esos demonios y que nuestra historia acabara bien, como quería el poeta Gil de Biedma.
La transición fue un proceso largo, de modo que a nadie se le ocurre preguntar por lo que hacías en aquellos momentos; en cambio, todos los que teníamos uso de razón -eso espero, al menos- recordamos dónde estábamos el 23-F o cómo vivimos el atentado terrorista de las Torres Gemelas.
Y, como botón de muestra, ahí van esos recuerdos. Por ejemplo, el 23-F yo estaba visitando a un cliente de la agencia de seguros en la que entonces trabajaba; tenía puesta la radio y el locutor explicaba los acontecimientos que se vivían entonces en el Congreso de los Diputados. O, el 11-S: comía con mi amigo Juan Bas cuando el dueño del restaurante puso la televisión y nos informó de lo que ocurría, antes de que las protestas de otros comensales nos impidieran seguir el tremendo acontecimiento -querían, a toda costa, jugar una partida de mus en medio de aquel horror-. Juan y yo pudimos advertir el impacto del segundo avión en otro local, donde un grupo de radicales consideraba que la culpa de todo eso la tenía el afán expansionista de los americanos...
Precisamente por eso resulta oportuna esta iniciativa. Porque la respuesta a lo que fueron nuestras vidas en aquella época no cabe en medio párrafo..
Era entonces mi primera transición. Resultaba evidente que con mi graduación universitaria concluía una significativa parte de mi vida. Percibía el inicio de una madurez que dejara atrás los ensueños revolucionarios de la juventud para concentrarme en lo que convencionalmente hacemos muchos: ganar una posición, encontrar una chica agradable y crear una familia. Tal vez por eso se estaba afirmando ya en mí el escepticismo respecto del PSOE -el partido en el que entonces militaba- y el atisbo de preferencia respecto de un liberalismo que bien pudiera calificarse en aquella época como "neo" –semejante a los "neos" que eran o son Milton Friedmann, Margaret Thatcher o Ronald Reagan- algún tiempo antes de recalar en esa isla acogedora que después yo mismo he dado en calificar como "liberalismo bilbaino", muy diferente de esas posiciones radicales y no tan distante como se pretende desde algunas posiciones -un tanto cerradas ideológicamente- de la socialdemocracia.


He utilizado un término quizás un tanto pasado de moda: "militar en un partido". Tiene sabor a ejército. No lo era siempre. Las consignas, las órdenes recibidas desde arriba eran más propias -eso se decía- de las organizaciones comunistas. En el PSOE había un gran nivel de democracia interna en las juntas locales. Recuerdo muy bien los debates que se producían en la agrupación de Bilbao, antes de que Ricardo García Damborenea se hiciera con su control, la troceara e hiciera pedazos la democracia interna en ese nivel del partido..
Recuerdo a Ricardo sin ira, como decía la canción. Y es que ha pasado ya mucho tiempo desde entonces. Pero debo afirmar que era implacable con los que le hacíamos la contra. Más exactamente lo era con las personas a las que él hacía la contra para dominar la organización: nosotros, estábamos antes que él y no teníamos su misma obsesión por meter en cintura a la agrupación de Bilbao. Quizás ahí se encontrara nuestro error.
Al parecer yo mismo me había convertido en una persona incómoda para Damborenea, para el partido -esa fue la primera ocasión que tuve de escuchar un apócope que no resulta neutro, el de confundir una parte con el todo: el dirigente de un partido con el partido. Que es como iniciar el peligroso juego de la perversión: el líder político con el país, el "caudillo", el "duce", el "führer" con España, Italia o la Alemania del Tercer Reich.
Damborenea era implacable, y yo incómodo para él. Hasta el punto de que recibí una carta que él mismo firmaba según la cual me suspendía de militancia en el PSOE. Resultaba obvio que se trataba de una decisión irregular. Estatutariamente esa resolución sólo podía adoptarla un órgano colegiado -la comisión ejecutiva de Euskadi- y no un miembro de la misma, por muy secretario de organización que fuera.
¿La causa? No la tengo acreditada aunque la supongo. Por aquellos tiempos practicábamos algunos lo que dábamos en llamar la "triple militancia" -partido, organización juvenil y UGT (1)-. Yo era miembro del tribunal del sindicato -el comité nacional, o regional, de conflictos- y votaba sistemáticamente en contra de todas las purgas emprendidas por Damborenea -como se ve no le bastaba con el control del partido- sobre el sector favorable del mantenimiento de la democracia interna en todos los niveles de las organizaciones socialistas.
Yo ya había sido elegido miembro de la ejecutiva federal -nacional- de Juventudes Socialistas y acababa de licenciarme en Derecho, así que opté por recluirme -¡bendita prisión!- en Madrid, hasta que me llegara el momento de hacer la "mili". Después tenía el propósito de opositar a la escuela diplomática. Un atentado mortal de ETA contra Enrique Aresti, socio de mi padre, me hizo desistir de esa intención y regresar a Bilbao. Ya no volvería a tener a partir de entonces ningún contacto orgánico con el PSOE o la UGT.


Era ese el fin de la época basada en las ideologías integrales, aquellas que proporcionaban respuesta a todos los problemas. Herederos de los planteamientos totalizadores -que acabarían siendo totalitarias- el comunismo, el nacional-socialismo, el fascismo- hubo un momento en que el nuevo liberalismo intentó ofrecer un elenco de soluciones muy simples pero que resolvían todas las dudas. Al conjuro de la expresión "menos Estado" deberían caer todas las murallas que, revestidas de relativismo, escepticismo o más simplemente de duda, había erigido Jericó en desigual combate contra todas las tentaciones totalizadotas. El neo-liberalismo no era por esencia totalitario, pero sí daba lugar a respuestas integrales –totales- y por lo tanto falsas en cuanto al desarrollo de la sociedad. En nombre de la libertad allanaba todas las dificultades, también el nombre de la planificación del pueblo o del proletariado se había invocado para resolver su imparable marcha hacia un futuro justo.
El mercado asignaría correctamente todos los recursos. Cuantas menores distorsiones tuviera este mejor para todos.
Ese absolutismo ideológico era sin embargo lo más distante de lo que el liberalismo supone. Relativismo y convicciones, mercado pero también protección para los excluidos; tolerancia, equidistancia, respeto... y, antes que nada, saber y reconocer que no te encuentras en posesión de la verdad.


Esta mañana he hablado con Kiko Mañero. Yo regresaba a mi apartamento -mío sólo por un día; lo vendería en veinticuatro horas- de un paseo por las playas de Puerto del Carmen, en Lanzarote. El habitual viento de la isla se veía acompañado por el agua de la lluvia, así que hacía un día particularmente desagradable. Kiko estaba en ese momento en Buenos Aires. Quedamos en encontrarnos para la Navidad.
Kiko es uno de los protagonistas de mi primera transición. Le conocí en las reuniones que celebrábamos a finales de los '70 en diferentes puntos del País Vasco. Era la coordinadora de Euskadi de Juventudes Socialistas. Por Guipúzcoa iban él mismo y un Odón Elorza que construía su carrera política desde el silencio; por Vizcaya Roberto San Ildefonso y yo; por Álava dos trotskistas que practicaban el "entrismo" (2). Oficiaba de muñidor Ramón Jáuregui que, después de un apresurado debate, pasaba a votación los acuerdos: siempre dos provincias contra una. Y por no hablar de las cifras de afiliados, "según el cómputo del último Comité Federal", como decía Ramón, que entonces la desproporción era apabullante.
Luego coincidíamos en la ejecutiva federal de juventudes. Kiko era responsable de internacional, después del efímero paso de un compañero andaluz por el puesto (3).
Kiko era diferente de su predecesor. Despierto, brillante... se convertía en muy poco tiempo en la mano derecha de Juan Antonio Barragán, el Secretario General de Juventudes -uno de los miembros del clan de los sevillanos y hombre de confianza de Alfonso Guerra y de Miguel Pino, su antecesor en el puesto. Creo que salía con estos, con Felipe González y algunos otros andaluces más, en la foto que se hizo al que luego sería el clan dirigente del PSOE. Juan Antonio era impagable contando chistes y anécdotas.
Recuerdo aquellas veladas en la embajada de Roma en Madrid, un magnífico edificio de factura neoclásica que se abría para Magdy Martínez Solimán -hijo de un diputado del PSOE y de la secretaria egipcia de Felipe González- tal vez porque el Primer Ministro italiano era Bettino Craxi, al que la sombra de la corrupción llevaría a autoexiliarse en Túnez, premonición de lo que luego acontecería en su homólogo partido español-. Acompañábamos a Magdy la guapísima novia de este, Elena Valenciano -ahora diputada europea- que luego casaría con Kiko y yo mismo. Elena sentía ya para entonces una verdadera admiración por el que luego sería su marido.
Magdy era el que proporcionaba "chocolate" para aquellas fiestas. Fiestas que tenían continuidad en las habitaciones de un hotel, en el curso de alguna convención socialista -el asalto al mini-bar era todo un rito-, o en el apartamento de la organización en las noches previas a los comités federales o en la misma sede de Guzmán el Bueno al caer de la tarde.


El hachís era parte fundamental del sistema. Operaba como una especie de aceite engrasador de nuestros organismos necesitados de nuevas sensaciones. Lo traía habitualmente otro compañero andaluz y se fumaba en un grupo que formábamos miembros de la ejecutiva junto con afiliados de Madrid, proclives a nuestra dirección.
Yo había sido elegido en el Congreso como Secretario Estudiantil. Pronto pude comprobar que ese puesto carecía de futuro. Alcanzada la democracia, las Universidades perdían protagonismo -además que quienes se encuadraban en la organización preferían hacerlo en el PSOE antes que en su rama juvenil, y refundaban la ASU (4)-, nuestro peso en enseñanzas medias era irrelevante y cedíamos a la UGT el ámbito de la Formación Profesional. Así que muy pronto me encargaba de coordinar el Programa Municipal Juvenil -no estaba prevista en nuestros Estatutos la figura del Secretario de Municipal- y su encarnación programática en los ayuntamientos: el Concejal de la Juventud.
Se habían convocado las primeras elecciones municipales de la democracia, de modo que yo me iba a la sede del partido a buscar -como Diógenes con el candil- de entre los candidatos socialistas los que mejor pudieran representar a los jóvenes. Luego volvía a la sede de Juventudes a conectar con ellos y con nuestras agrupaciones.
Me encerraba por lo tanto en el despacho de Juan Antonio Barragán -nuestro Secretario General no trabajaba por las tardes, lo mismo que muchas de las mañanas-. Entre una llamada telefónica y otra sonaba un golpe en la puerta cerrada.
- ¡Fernando!
Pronunciaba mi nombre enmudeciendo la "erre".
- ¡Fernando. Si no sales pronto de ahí te vas a quedar sin "chocolate"!
Y luego se oía una carcajada que, por respeto a mi trabajo, ahogaba su emisor al cabo de breves segundos.
Para cuando había concluido mis tareas y me dirigía hacia el lugar de la sede que se convertía en fumadero por las tardes, el recinto se veía invadido por una densa atmósfera de humo. Todos "colocados" ya, la reserva de hachís casi consumida por entero. Pero yo me sumaba al cortejo sin emitir protesta alguna.
El "humo de las velas" era lo suficientemente sustancioso como para que pudiera incorporarme plenamente al grupo antes de la desbandada general.


Recuerdo muy bien cómo muchas veces, terminada la vespertina fiesta, retornaba a mi cubículo. Lo hacía en un metro que concluía en la estación de la Puerta del Sol, lugar en el que antaño se ubicaba el Ministerio de la Gobernación, donde mi tío-abuelo Miguel Maura entraba un 14 de abril con la estentórea afirmación que la historia ha registrado:
- ¡Paso al Gobierno de la República!
La dictadura del general Franco convirtió ese edificio en Dirección General de Seguridad, y por sus celdas pasarían muchos miles de luchadores antifranquistas.
Y mi viaje de hachís lo vivía como a cámara lenta, fijándome en las personas que hacían el mismo trayecto que el mío. Esa chica bajita y rubia, de cara redondita, ojos rasgados y mirada inexpresiva. ¿Salía de un hospital donde ejercía de enfermera? No me costaba demasiado imaginármela vestida de blanco, con la faldita y las medias, ayudando a los enfermos a mejor superar sus dolencias.
O esa otra, de ojos azul-metalizado y mirada lánguida, densa melena negra y rostro alargado. Como quiera que el hachís me conducía al ensimismamiento nunca me atreví a abordarla -también es cierto que siempre he sido muy tímido-. Pero esa belleza clásica y esos ojos fulgurantes he de decir que me cautivaron. ¿Qué hacía ella en la vida? No lo sé a ciencia cierta, pero tenía pinta de estudiar filología inglesa.
O ese chico que devoraba los libros de bolsillo, castigándolos, como si la suya fuera una batalla por apoderarse de su espíritu. Parecía ocurrirle lo mismo que esos guerreros pieles-rojas, que una vez eliminado su enemigo se comen su corazón, para con ese acto integrar la valentía del muerto.
Veía en el interior de esas personas en aquellos largos viajes, recreaba sus historias y me implicaba en ellas. Me hacía el enfermo -lo estaba realmente- para que me cuidara esa rubia enfermera. Era el amigo -muy amigo- de la morena de ojos incendiarios pero tristes, tanto como para proponerla una relación definitiva e indefinida. O me dedicaba a charlar con el chico aquel "que-se-comía-los-libros" para conocer las verdaderas propiedades ínsitas en los textos, más allá de un papel impreso cualquiera.


Era la época de mi primera independencia -relativa- respecto de la casa de mis padres. Por consejo de mi hermana Pilar vivía en una pensión de la Gran Vía, con esquina a la calle de la Montera, que era -y aún lo sigue siendo- lugar frecuentado por prostitutas, chulos, lupanares y "meublés".
Mi habitación era interior y adusta -una cama, un armario y una mesa en la que apenas si cabía la exigua bandeja con el desayuno-. El cuarto de baño estaba fuera, aunque contiguo al dormitorio y tenía derecho a su uso la familia de los dueños -en alguna ocasión sorprendía a la hija lavándose la cabeza, la puerta abierta.
Resultaba objetivamente deprimente. Pero mi ilusión por el trabajo y la novedad de mi independencia me permitían una cierta distancia respecto de mi limitado espacio. Además, la pensión -y su única televisión para huéspedes y dueños- me permitían una cierta evasión de mi cubículo y a la vez creaban un cierto ambiente familiar.
Había una chica -¿cuándo no?- muy morena, por lo visto hija de un bailaor de flamenco y de una mujer del mundo, los dos ejercían en algunos antros de las proximidades, los dos mantenían una vida sexual abierta a un indeterminado elenco de "partenaires". Me gustaba la hija de tan singulares padres, pero sólo se lo hice ver cuando me presentaba a su desgalichado novio, un portugués. En medio de todo fue una suerte para mí: las perspectivas futuras de aquella eventual relación eran perfectamente descriptibles.


Vivía solo, aunque hubo una época en la que compartía habitación con un muchacho gallego que trabajaba temporalmente en la organización. A veces íbamos juntos al cine. En particular recuerdo una tarde de invierno en la que fuimos a ver "El expreso de medianoche", una película que me impactó sobremanera. La proyectaban en un salón de la plaza de Callao, apenas a diez minutos de nuestra pensión. Recordando la tremenda escena de la rueda de presos y otras tantas volvíamos a nuestra "casa". Junto al portal observamos un cuerpo tendido boca abajo. A la altura de su cabeza brotaba un denso reguero de sangre que recorría lentamente la acera hasta canalizarse por algún aliviadero. Los periódicos del día siguiente nos informaban que se trataba de un drogadicto, acosado por la ansiedad, que se había arrojado a la calle desde otra de las pensiones de aquel edificio. Cuando llegamos a nuestro "hostal", extraordinariamente impresionados, contamos a los dueños lo ocurrido. Recuerdo que no le dieron demasiada importancia, proporcionar aire al asunto no era bueno para el negocio, por lo visto
No se trataba desde luego de un barrio tranquilo. Resultaba habitual oír en algunas noches cómo se colaban por el patio -al que daba mi económica habitación- voces que gritaban: "¡Socorro!", tanto que me acostumbraba a escuchar esos gritos como quien advierte el crujido de una madera en las casas antiguas un momento antes de darse la vuelta en la cama.


Mis recursos eran más que escasos. Con las dietas -mil pesetas- pagaba mis comidas, siempre que no me saliera del menú del día, en el modesto restaurante que había frente a la sede. Con las economías que practicaba y el dinero que mi madre me hacía llegar pagaba la pensión. Recuerdo que contaba las pesetas y administraba mis escasísimos ingresos como el Fagin de Dickens.
Nunca acepté que me "liberasen" (5). Me producía entonces un intenso pavor la idea de vivir de la política, de convertirme en un profesional de partido. Detrás de eso no veía más que la pobre existencia de una especie de funcionario de una organización, sin libertad para expresarse, sin criterio propio. Tiempo después, cuando mis principales ingresos proceden de mi cargo público, aún sigo pensando en la política como en una ocupación temporal. Quizás por eso no he quedado totalmente disuelto en ese magma de servilismo que acomete en tantas ocasiones a tantos políticos profesionales, quizás por eso he acabado por convertirme en una especie de "rara avis" entre mis compañeros de partido.


Roberto San Ildefonso me hacía su legado a la vez que me pasaba el testigo como antiguo miembro del Comité Federal de Juventudes:
- La Federación de Madrid ha perdido el Congreso, pero creo que son aprovechables. La ejecutiva es débil, así que a lo mejor se podía organizar un frente en su contra. No lo sé, tú verás.
No lo tenía del todo claro, pero sí que resultaba evidente que esa frase despertaba en mí la curiosidad. "La Federación de Madrid" se había convertido en el icono del mal para los "oficialistas" de la organización, entre los que teóricamente me encontraba yo mismo.
El teléfono que me facilitaba Roberto era el de un tal Eloy García, que con Modesto Noya formaba parte del Comité Federal saliente.
Marqué el número. Recuerdo que mi interlocutor recibió la llamada con extrañeza, lo cual resultaba lógico por otra parte. ¿Por qué yo -miembro de la ejecutiva y procedente de una federación "oficialista"- me dirigía a él -un opositor en toda regla a ese "orden establecido"? Era evidente que mi juego tenía algún conejo oculto en la chistera.
En realidad se trataba de una curiosidad recíproca. Yo tenía interés por conocer la consistencia diabólica de los "malos", si disponían de cuernos y rabo como más o menos se nos decía. Por su parte, Eloy quería saber qué había detrás de mi llamada.
Creo sinceramente que de los dos era yo el que más arriesgaba. Formaba parte de la dirección pero nadie me autorizaba a que hiciera ninguna tarea de mensajero de propósitos por otra parte inexistentes. Además, la coalición que lideraba la Federación de Madrid comenzaba a hacer agua y algunos de sus portavoces empezaban a entenderse con la ejecutiva. Valeriano Gómez, por ejemplo, en Madrid o Susi de la Lama (6) en Sevilla. Ya se sabe que el poder tiende a consolidarse, la oposición a desintegrarse.


Cuando recuerdo aquel encuentro desde mi mentalidad actual, tengo la impresión de que se pareció bastante a las primeras citas que luego tendría, por ejemplo, con esa chica a la que quieres extraer de un grupo para invitarla expresamente a un cine; o a esa otra que has tratado antes por cualquier otro motivo y a la que un día invitas a tomar una copa. Esas chicas saben que para ti se trata de una ocasión especial, pero saben también que ellas tienen siempre la sartén por el mango, y que esa película puede acabar definitivamente cuando se enciendan las luces de la sala o en el momento en que la copa -a veces un simple café o una coca-cola para ella- se termine y te digan que no, no te preocupes, prefiero volver sola a casa, fulminando con esa simple frase los sueños que hubieras albergado respecto de una eventual relación posterior.
Pero esta cita no iba de películas ni de copas, aunque la recuerdo rodeada de expectación. Tuvo lugar en la cervecería "La Cruz Blanca". Una gran barra y mesas en las que se desperdigaban jóvenes con pantalones grises, camisas a cuadros, jerseys lisos de colores clásicos y tabardos verdes. Y chicas de pelo recogido, con gafas, oscuros “pullovers” de cuello vuelto y pantalones vaqueros más o menos ajustados.
Se me acercó un muchacho algo más joven que yo, de cara redonda, gafas y mechón un tanto rebelde.
- ¿Eres Fernando Maura? -me preguntó.
- Sí -contesté-. ¿Eloy?
- Sí -me dijo-. Ya te había reconocido.
Recuerdo que esas palabras elevaron un tanto mi autoestima. Que me conociera gente de la que yo ni siquiera había advertido su existencia me hacía sentirme importante, al menos, por aquel entonces. Hoy la experiencia me ha indicado sobradamente que existen peldaños bastante más altos que este en el que me encuentro ahora en la escalera de la fama, del poder o del dinero; lo que hoy se entiende por el éxito. Y que, al fin y al cabo, todo eso resulta poco importante, por evanescente.
Sentado en una mesa se encontraba Modesto Noya, el "pope" de la organización madrileña. Tenía una barba incierta por lo poblada que estaba de claros Se levantó para saludarme. Entonces advertí que era un tipo bastante fornido. El estrechamiento de su mano, fláccido, no se correspondía con el resto de su organismo. Su actitud, reservada, no hacía honor a su fama de líder de la oposición. ¿Y este era el tipo al que crucificaban, entre porro y porro, todos los atardeceres en la sede de Guzmán el Bueno?
Después de un corto -¿receloso?- saludo, sabía que me correspondía iniciar la conversación. Expliqué la distancia ideológica existente entre lo que representaba la antigua organización del partido en Bilbao y el aparato que controlaba ahora los diferentes niveles del País Vasco; les comenté la importancia que para nuestras tesis tenía la democracia interna, no sólo como método de trabajo sino también como contenido diferencial del socialismo respecto del resto de la izquierda y con la derecha y les propuse un principio de acuerdo: yo les pasaría información significativa de lo que ocurriera por Guzmán el Bueno y ellos mantendrían una cierta coordinación conmigo.
Para apostillar mi afirmación respecto del déficit democrático que empezaba a adueñarse de la organización juvenil les referí la pregunta que, con regusto poco menos que iniciático, se formulaba a los recién llegados:
- ¿Tú de qué eres partidario, del "petit comité" o de la asamblea asamblearia?
Si se quería entrar en el sanedrín de los elegidos habia que contestar, obviamente:
- Del "petit comité".
Creo que Modesto no vio demasiado claro el desarrollo futuro del contubernio. Su reservada actitud del principio no varió en ningún momento a lo largo de la conversación. Después de esa tarde no recuerdo que le volviera a ver.
En cambio a Eloy la idea le debió parecer fascinante. Subrayaba mis palabras y "compraba" mis afirmaciones. Pronto sus llamadas al teléfono de la pensión se hicieron familiares. Y cuando todo eso acabó y me trasladaba al apartamento de mi tía Rosario, recientemente fallecida, en la calle Príncipe de Vergara, nuestros paseos recorrían la altura de esa casa -que hace esquina con Juan Bravo- hasta la de Pío XII, llegando a veces a Caídos de la División Azul, donde vivía -y todavía sigue viviendo- Eloy.
Pero no adelantemos acontecimientos.


Era la época en la que se discutía la Constitución. Supongo que la vivimos desde una gran distancia, como lo hacía una gran mayoría de los españoles, confiados en el consenso de los grandes partidos. Veíamos en "El País" los textos que servían para su discusión, pero apenas si nos decían algo. Nuestro desconocimiento sobre el funcionamiento de una democracia era total. Nos asombraban -eso sí- nuestros líderes y venerábamos a Felipe González, a quien señalábamos con su nombre de pila, como si nadie más que él pudiera llevarlo. Y despreciábamos a su rival, Adolfo Suarez, que nos parecía una persona sin ideas; fluida, pero como lo es la condición del líquido, siempre dispuesta a adquirir la forma de la vasija que lo contiene.
Claro que los sevillanos de la organización consideraban que el hombre de referencia era Alfonso -pronúnciese "Arfonso"- Guerra y cuyas rarezas se admitían sin mayor reparo.
Casi nunca mantuvimos reuniones con la ejecutiva del partido. Era Juan Antonio Barragán el responsable de la coordinación con el PSOE y quien después nos informaba a nosotros.
Pero hubo una reunión con Felipe y una parte de la dirección. Se produjo después de una crisis de nuestra organización, y eso que ya habíamos superado el intento de toma de poder que eventualmente iba a producir la federación de Madrid y que concluyó en un profundo fiasco. Y es que a veces las organizaciones implosionan con mayor facilidad que se las explosiona desde fuera.
No sabíamos qué era lo que queríamos ser, en realidad. Algunos pensaban en pasar al partido; otros preferían encontrar alguna ocupación profesional; los demás quizás simplemente hacíamos un paréntesis entre un ciclo vital y otro, la transición en la transición. Y si nosotros no sabíamos muy bien lo que éramos o hacíamos tampoco estaba muy claro para qué servía la organización. Era el partido lo que contaba para quienes se interesaban por la política y la UGT para quienes pretendían insertarse en el mundo del trabajo. Juventudes había despejado el entrismo trotskista, conjurada también la oposición orgánica. Todo eso le permitió mantenerse unida. Desaparecidos sus diablos colectivos, se replegaba sobre sí misma, reconcentrada en su propia frustración. ¿Qué hacer entonces con una organización juvenil carente de objetivos y dirigida por un grupo de escépticos?
Empezaba entonces una verdadera cadena de dimisiones. Eso se parecía por momentos al cartel que alguien puso en el aeropuerto de la capital sudamericana de un país sometido a una feroz dictadura: "El último que salga que apague la luz".
Alguien sugirió que el partido tomase cartas en el asunto y la reunión tuvo lugar.


Me acuerdo de Felipe González, que presidía la reunión; de Carmen García-Bloise -una de las pocas mujeres que se dedicaban a la política por aquel entonces-, que era la secretaria de administración y de Luis Yáñez, el responsable de internacional.
Fue una reunión breve.
Por nuestra parte, Juan Antonio Barragán hizo un somero resumen de la situación. Alguien más intervino ofreciendo detalles adicionales.
Tanto Carmen como Luis hicieron sus comentarios. Recuerdo que fueron atinados, aunque también que no alcanzaron el núcleo del problema.
Felipe sí lo hizo.
Empezó explicando que el cansancio estaba justificado en política. Quizás por eso -agregaba- tanto en los partidos como en las instituciones públicas los mandatos eran limitados en el tiempo. Y también lo eran los compromisos. Uno podía decidir si formaba o no parte de un órgano, pero debía saber que era preciso aguantar durante todo el período señalado.
Me impresionó. Tanto por lo que había dicho como por lo que no. Porque no nos jaleó con esas estupideces al uso de la "maravilla y la fuerza de la juventud", del "lo tenéis todo por delante"...
Apelaba a nuestra responsabilidad. Con su correcta forma de producirse nos llamaba irresponsables, una especie de muchachitos que van por ahí jugando con las cosas de comer.
Nos dio una lección, silenció cualquier comentario y zanjó la crisis.


Poco antes de todo eso tenía lugar el fracasado intento de hacernos con el control de Juventudes.
Iba a producirse en un Comité Federal. En teoría estaba todo preparado: la intervención estelar de Modesto Noya, los votos de las agrupaciones hostiles a la dirección, una gestora liderada por Modesto en la que yo mismo jugaría un papel clave y que tendría redaños suficientes para aguantar la presión a la que nos veríamos sometidos.
Pensábamos que este último era nuestro verdadero talón de Aquiles. Juventudes vivía del partido y éramos conscientes de que el "clan de los sevillanos" no estaría dispuesto a ofrecernos ventaja alguna, por nimia que esta fuera -y la de controlar la organización juvenil no era demasiado apreciable.
Carecíamos de presupuesto alternativo, no tendríamos más remedio que entregar la sede de Guzmán el Bueno a nuestros rivales y nos deberíamos ubicar en alguna sede local de Madrid, utilizando los pocos huecos que nos facilitara la federación de Madrid del partido.
Un fantasma de dos organizaciones, operando en paralelo, se cernía sobre nosotros.
Pero había que intentarlo. No podía ocurrirnos como con el partido, cuando el Congreso no autorizó la maniobra socialdemócrata de Felipe González y que consistía en desmarxistizar al PSOE. Pensábamos que nuestros compañeros mayores -Luis Gómez Llorente, a quien admirábamos, entre ellos- no habían tenido los "bemoles" suficientes para plantarle cara al SPD de Willy Brandt y orientar el socialismo español en un registro más adecuado con su tradición histórica que el practicado por el equipo andaluz.


Como buen gallego, Eloy no se fiaba del buen resultado de la operación. Así que convocaba a pasar la noche anterior al Comité Federal en su casa a algunos de los conjurados. Y como no disponía de camas suficientes les hacía viajar desde sus federaciones de origen con sacos de dormir. Creía que la concentración previa disminuiría los riesgos.
Y tuvo lugar la reunión para enardecer a aquellas masas... que no lo eran tanto, tan solo un par de representantes al Comité.
Modesto no acudió, así que entre Eloy y yo mismo tuvimos que hacer los honores. Nuestros discursos estuvieron a la altura de las circunstancias, esto es, fueron mediocres y rastreros, carentes de la convicción y de la altura de miras que todo movimiento de cambio -¿revolucionario?- merece y exige.
Excuso decir que fue una reunión desangelada y triste, prólogo adecuado para lo que vendría después. Así que, de vuelta a la pensión, empezaba a pensar en un plan B, que no era propiamente un plan. Sólo se trataba de aguantar hasta el final, hasta que esa ejecutiva rindiera cuentas ante el próximo Congreso.


Modesto, que iba a convertirse según nuestro proyecto en el líder de la Comisión Gestora, no asistió al Comité Federal, estaba enfermo. Un recuento urgente de nuestros efectivos los descubría diezmados y desanimados. Y los componentes de la ejecutiva -salvo mi caso- cuchicheaban entre sí rebosantes de felicidad: alguien les había ido con el cuento de la conjura y la habían abortado. Ese "alguien" que había dormido la noche anterior, enfundado en su saco, en la casa de Eloy.
No hubo recusación en firme. El informe de gestión se aprobaba con los escasos votos en contra que resultaban habituales.
Había que volver a los cuarteles de invierno. Pero ya no quedaba esperar a la primavera.


Era mi transición durante la transición. Jugando a la política y al poder con estoques de madera y con toros de mentirijillas. Pasado el fracaso de aquella intentona me concentré en el trabajo. Regresé a las llamadas a las sedes y a los porros vespertinos Por el bar que había debajo de la sede asomaban las caras familiares de Nico Redondo o del "Potito" Múgica.
Mis compañeros de ejecutiva tuvieron la elegancia de no pasarme por las narices mi actitud. Y estaba claro que lo sabían. Incluso me proponían que siguiera en la dirección de Juventudes después del Congreso. Decliné la oferta, el servicio militar marcaría el final de una vida y el principio de otra, y los cuarteles castrenses, empeñados en uniformar los cuerpos y las mentes de la tropa -como cuenta el coronel Lawrence en su inacabada crónica "El troquel"- se convertirían para mí, después de todo, en un refugio donde inesperadamente me sería posible lavar mis pecados de juventud antes de encaminarme, con resolución anticipada, a la madurez.
Ya estaba en el ejército cuando Eloy me pedía mi concurso para representar a Madrid en el Comité Federal y allí me iba en representación de mis compañeros díscolos. Fue sólo en una ocasión. Susi de la Lama me propuso presidirlo, pero no acepté, tenía que defender los estatutos de Madrid para su aprobación por el comité. Unos estatutos, por cierto, tan calcados de los nacionales que hasta se referían a las "agrupaciones insulares". Cuando alguien me lo reprochó, dije con seriedad y entre las carcajadas de los asistentes:
- Es la vocación que siempre ha tenido Madrid por asomarse al mar.
Pacificada la organización no existía ya temor a voto en contra alguno a la gestión de la ejecutiva. Sólo había en la propuesta de Susi un cariñoso gesto de reconocimiento.
Y hoy, cuando escribo estas letras, recuerdo con nostalgia aquellos tiempos y compruebo cómo algunos de mis mejores amigos -Eloy, Nico o Kiko- tienen su origen en esa transición.
En una España otra vez convulsa, agitada por quienes creen que aquella transición no se hizo bien, estoy viviendo quizás mi transición personal a la ciudadanía. Pero esta es más presente que historia y, en cualquier caso, es otra historia.










Notas

(1)Era yo uno de los integrantes de la llamada "Federación de Trabajadores del Derecho" de la organización sindical, lo que para un estudiante no dejaba de tener su gracia.
(2) "Entrismo", operación desarrollada por las organizaciones OSCIs -simpatizantes de la Cuarta Internacional -trotskista- consistente en introducirse en los partidos socialdemócratas, a través de sus organizaciones juveniles, con el objeto de convertirlas en formaciones políticas verdaderamente revolucionarias.
(3) Acudía ese compañero a la Embajada de la Unión Soviética en Madrid para entrevistarse con Ivanov, uno de sus agregados. El flamante Secretario Internacional volvía, confuso, a nuestra sede de Guzmán el Bueno, después de no haber podido celebrar la entrevista.
- He preguntado por el señor Of. Don Iván Of -decía con amargura-. Y nadie me ha dado cuenta.
(4) Agrupación Socialista Universitaria.
(5) Los "liberados". Expresión que se refiere a las personas empleadas por una organización política. Tiene un cierto sabor a clandestinidad.
(6) Susi de la Lama Lamamie de Clairac "et les enfants de la patrie" -la yuxtaposición de la marsellesa a su segundo apellido obra de Magdy Martínez Solimán-. Cuando marqué el teléfono del PSOE de Sevilla, quizás marcado por el "Suzanne, takes you down..." de la canción de Leonard Cohen, preguntaba por "la compañera Susi". Mi interlocutora me respondía asombrada: "Pero si Susi es un hombre!" la extrañeza de la telefonista evidenciaba que aún no habíamos llegado en España al despertar de la homosexualidad.
Queridos bloggistas,

os invito a leer mik contribución al libro que, sobre la transición política española, vienen impulsando algunas fundaciones y asociaciones -El Sitio, Fundación para la Libertad, Fernando Buesa, Aldaketa y otras.

Como siempre ,me alegrará conocer vuestras opiniones y prometo contestar a todas.

MI TRANSICION EN LA TRANSICION

Ha pasado mucho tiempo desde entonces. ¿Demasiado? Quizás sí, demasiado. Lo suficiente como para que mi evocación de aquellos años tenga el sabor de la nostalgia. Me piden que cuente los recuerdos de mi vida en la época de la transición. Y, para empezar, debo decir que aquellos tiempos lo fueron también de cambio para mí. En ocasiones, las historias de los países apenas inciden seriamente en las vidas de las personas que forman parte de ellos; solamente la aparición de caras distintas en la televisión, un debate político que enseguida te aburre, algún cartel en la calle y el voto ese domingo que pensabas dedicar a jugar con los niños. No ocurre lo mismo con los procesos traumáticos de cambio, las guerras, las revoluciones, los golpes de Estado.
Ese creo que fue el propósito de quienes hicieron la transición, el de transformar muchas cosas sin que se notara demasiado; o el "es preciso que todo cambie para que todo siga igual", de Lampedusa. Un propósito perfectamente predeterminado además. El nuestro era un país sometido a innumerables avatares históricos, revoluciones y contrarrevoluciones que no dejaron que la democracia tomara cuerpo: era hora de conjurar esos demonios y que nuestra historia acabara bien, como quería el poeta Gil de Biedma.
La transición fue un proceso largo, de modo que a nadie se le ocurre preguntar por lo que hacías en aquellos momentos; en cambio, todos los que teníamos uso de razón -eso espero, al menos- recordamos dónde estábamos el 23-F o cómo vivimos el atentado terrorista de las Torres Gemelas.
Y, como botón de muestra, ahí van esos recuerdos. Por ejemplo, el 23-F yo estaba visitando a un cliente de la agencia de seguros en la que entonces trabajaba; tenía puesta la radio y el locutor explicaba los acontecimientos que se vivían entonces en el Congreso de los Diputados. O, el 11-S: comía con mi amigo Juan Bas cuando el dueño del restaurante puso la televisión y nos informó de lo que ocurría, antes de que las protestas de otros comensales nos impidieran seguir el tremendo acontecimiento -querían, a toda costa, jugar una partida de mus en medio de aquel horror-. Juan y yo pudimos advertir el impacto del segundo avión en otro local, donde un grupo de radicales consideraba que la culpa de todo eso la tenía el afán expansionista de los americanos...
Precisamente por eso resulta oportuna esta iniciativa. Porque la respuesta a lo que fueron nuestras vidas en aquella época no cabe en medio párrafo..
Era entonces mi primera transición. Resultaba evidente que con mi graduación universitaria concluía una significativa parte de mi vida. Percibía el inicio de una madurez que dejara atrás los ensueños revolucionarios de la juventud para concentrarme en lo que convencionalmente hacemos muchos: ganar una posición, encontrar una chica agradable y crear una familia. Tal vez por eso se estaba afirmando ya en mí el escepticismo respecto del PSOE -el partido en el que entonces militaba- y el atisbo de preferencia respecto de un liberalismo que bien pudiera calificarse en aquella época como "neo" –semejante a los "neos" que eran o son Milton Friedmann, Margaret Thatcher o Ronald Reagan- algún tiempo antes de recalar en esa isla acogedora que después yo mismo he dado en calificar como "liberalismo bilbaino", muy diferente de esas posiciones radicales y no tan distante como se pretende desde algunas posiciones -un tanto cerradas ideológicamente- de la socialdemocracia.


He utilizado un término quizás un tanto pasado de moda: "militar en un partido". Tiene sabor a ejército. No lo era siempre. Las consignas, las órdenes recibidas desde arriba eran más propias -eso se decía- de las organizaciones comunistas. En el PSOE había un gran nivel de democracia interna en las juntas locales. Recuerdo muy bien los debates que se producían en la agrupación de Bilbao, antes de que Ricardo García Damborenea se hiciera con su control, la troceara e hiciera pedazos la democracia interna en ese nivel del partido..
Recuerdo a Ricardo sin ira, como decía la canción. Y es que ha pasado ya mucho tiempo desde entonces. Pero debo afirmar que era implacable con los que le hacíamos la contra. Más exactamente lo era con las personas a las que él hacía la contra para dominar la organización: nosotros, estábamos antes que él y no teníamos su misma obsesión por meter en cintura a la agrupación de Bilbao. Quizás ahí se encontrara nuestro error.
Al parecer yo mismo me había convertido en una persona incómoda para Damborenea, para el partido -esa fue la primera ocasión que tuve de escuchar un apócope que no resulta neutro, el de confundir una parte con el todo: el dirigente de un partido con el partido. Que es como iniciar el peligroso juego de la perversión: el líder político con el país, el "caudillo", el "duce", el "führer" con España, Italia o la Alemania del Tercer Reich.
Damborenea era implacable, y yo incómodo para él. Hasta el punto de que recibí una carta que él mismo firmaba según la cual me suspendía de militancia en el PSOE. Resultaba obvio que se trataba de una decisión irregular. Estatutariamente esa resolución sólo podía adoptarla un órgano colegiado -la comisión ejecutiva de Euskadi- y no un miembro de la misma, por muy secretario de organización que fuera.
¿La causa? No la tengo acreditada aunque la supongo. Por aquellos tiempos practicábamos algunos lo que dábamos en llamar la "triple militancia" -partido, organización juvenil y UGT (1)-. Yo era miembro del tribunal del sindicato -el comité nacional, o regional, de conflictos- y votaba sistemáticamente en contra de todas las purgas emprendidas por Damborenea -como se ve no le bastaba con el control del partido- sobre el sector favorable del mantenimiento de la democracia interna en todos los niveles de las organizaciones socialistas.
Yo ya había sido elegido miembro de la ejecutiva federal -nacional- de Juventudes Socialistas y acababa de licenciarme en Derecho, así que opté por recluirme -¡bendita prisión!- en Madrid, hasta que me llegara el momento de hacer la "mili". Después tenía el propósito de opositar a la escuela diplomática. Un atentado mortal de ETA contra Enrique Aresti, socio de mi padre, me hizo desistir de esa intención y regresar a Bilbao. Ya no volvería a tener a partir de entonces ningún contacto orgánico con el PSOE o la UGT.


Era ese el fin de la época basada en las ideologías integrales, aquellas que proporcionaban respuesta a todos los problemas. Herederos de los planteamientos totalizadores -que acabarían siendo totalitarias- el comunismo, el nacional-socialismo, el fascismo- hubo un momento en que el nuevo liberalismo intentó ofrecer un elenco de soluciones muy simples pero que resolvían todas las dudas. Al conjuro de la expresión "menos Estado" deberían caer todas las murallas que, revestidas de relativismo, escepticismo o más simplemente de duda, había erigido Jericó en desigual combate contra todas las tentaciones totalizadotas. El neo-liberalismo no era por esencia totalitario, pero sí daba lugar a respuestas integrales –totales- y por lo tanto falsas en cuanto al desarrollo de la sociedad. En nombre de la libertad allanaba todas las dificultades, también el nombre de la planificación del pueblo o del proletariado se había invocado para resolver su imparable marcha hacia un futuro justo.
El mercado asignaría correctamente todos los recursos. Cuantas menores distorsiones tuviera este mejor para todos.
Ese absolutismo ideológico era sin embargo lo más distante de lo que el liberalismo supone. Relativismo y convicciones, mercado pero también protección para los excluidos; tolerancia, equidistancia, respeto... y, antes que nada, saber y reconocer que no te encuentras en posesión de la verdad.


Esta mañana he hablado con Kiko Mañero. Yo regresaba a mi apartamento -mío sólo por un día; lo vendería en veinticuatro horas- de un paseo por las playas de Puerto del Carmen, en Lanzarote. El habitual viento de la isla se veía acompañado por el agua de la lluvia, así que hacía un día particularmente desagradable. Kiko estaba en ese momento en Buenos Aires. Quedamos en encontrarnos para la Navidad.
Kiko es uno de los protagonistas de mi primera transición. Le conocí en las reuniones que celebrábamos a finales de los '70 en diferentes puntos del País Vasco. Era la coordinadora de Euskadi de Juventudes Socialistas. Por Guipúzcoa iban él mismo y un Odón Elorza que construía su carrera política desde el silencio; por Vizcaya Roberto San Ildefonso y yo; por Álava dos trotskistas que practicaban el "entrismo" (2). Oficiaba de muñidor Ramón Jáuregui que, después de un apresurado debate, pasaba a votación los acuerdos: siempre dos provincias contra una. Y por no hablar de las cifras de afiliados, "según el cómputo del último Comité Federal", como decía Ramón, que entonces la desproporción era apabullante.
Luego coincidíamos en la ejecutiva federal de juventudes. Kiko era responsable de internacional, después del efímero paso de un compañero andaluz por el puesto (3).
Kiko era diferente de su predecesor. Despierto, brillante... se convertía en muy poco tiempo en la mano derecha de Juan Antonio Barragán, el Secretario General de Juventudes -uno de los miembros del clan de los sevillanos y hombre de confianza de Alfonso Guerra y de Miguel Pino, su antecesor en el puesto. Creo que salía con estos, con Felipe González y algunos otros andaluces más, en la foto que se hizo al que luego sería el clan dirigente del PSOE. Juan Antonio era impagable contando chistes y anécdotas.
Recuerdo aquellas veladas en la embajada de Roma en Madrid, un magnífico edificio de factura neoclásica que se abría para Magdy Martínez Solimán -hijo de un diputado del PSOE y de la secretaria egipcia de Felipe González- tal vez porque el Primer Ministro italiano era Bettino Craxi, al que la sombra de la corrupción llevaría a autoexiliarse en Túnez, premonición de lo que luego acontecería en su homólogo partido español-. Acompañábamos a Magdy la guapísima novia de este, Elena Valenciano -ahora diputada europea- que luego casaría con Kiko y yo mismo. Elena sentía ya para entonces una verdadera admiración por el que luego sería su marido.
Magdy era el que proporcionaba "chocolate" para aquellas fiestas. Fiestas que tenían continuidad en las habitaciones de un hotel, en el curso de alguna convención socialista -el asalto al mini-bar era todo un rito-, o en el apartamento de la organización en las noches previas a los comités federales o en la misma sede de Guzmán el Bueno al caer de la tarde.


El hachís era parte fundamental del sistema. Operaba como una especie de aceite engrasador de nuestros organismos necesitados de nuevas sensaciones. Lo traía habitualmente otro compañero andaluz y se fumaba en un grupo que formábamos miembros de la ejecutiva junto con afiliados de Madrid, proclives a nuestra dirección.
Yo había sido elegido en el Congreso como Secretario Estudiantil. Pronto pude comprobar que ese puesto carecía de futuro. Alcanzada la democracia, las Universidades perdían protagonismo -además que quienes se encuadraban en la organización preferían hacerlo en el PSOE antes que en su rama juvenil, y refundaban la ASU (4)-, nuestro peso en enseñanzas medias era irrelevante y cedíamos a la UGT el ámbito de la Formación Profesional. Así que muy pronto me encargaba de coordinar el Programa Municipal Juvenil -no estaba prevista en nuestros Estatutos la figura del Secretario de Municipal- y su encarnación programática en los ayuntamientos: el Concejal de la Juventud.
Se habían convocado las primeras elecciones municipales de la democracia, de modo que yo me iba a la sede del partido a buscar -como Diógenes con el candil- de entre los candidatos socialistas los que mejor pudieran representar a los jóvenes. Luego volvía a la sede de Juventudes a conectar con ellos y con nuestras agrupaciones.
Me encerraba por lo tanto en el despacho de Juan Antonio Barragán -nuestro Secretario General no trabajaba por las tardes, lo mismo que muchas de las mañanas-. Entre una llamada telefónica y otra sonaba un golpe en la puerta cerrada.
- ¡Fernando!
Pronunciaba mi nombre enmudeciendo la "erre".
- ¡Fernando. Si no sales pronto de ahí te vas a quedar sin "chocolate"!
Y luego se oía una carcajada que, por respeto a mi trabajo, ahogaba su emisor al cabo de breves segundos.
Para cuando había concluido mis tareas y me dirigía hacia el lugar de la sede que se convertía en fumadero por las tardes, el recinto se veía invadido por una densa atmósfera de humo. Todos "colocados" ya, la reserva de hachís casi consumida por entero. Pero yo me sumaba al cortejo sin emitir protesta alguna.
El "humo de las velas" era lo suficientemente sustancioso como para que pudiera incorporarme plenamente al grupo antes de la desbandada general.


Recuerdo muy bien cómo muchas veces, terminada la vespertina fiesta, retornaba a mi cubículo. Lo hacía en un metro que concluía en la estación de la Puerta del Sol, lugar en el que antaño se ubicaba el Ministerio de la Gobernación, donde mi tío-abuelo Miguel Maura entraba un 14 de abril con la estentórea afirmación que la historia ha registrado:
- ¡Paso al Gobierno de la República!
La dictadura del general Franco convirtió ese edificio en Dirección General de Seguridad, y por sus celdas pasarían muchos miles de luchadores antifranquistas.
Y mi viaje de hachís lo vivía como a cámara lenta, fijándome en las personas que hacían el mismo trayecto que el mío. Esa chica bajita y rubia, de cara redondita, ojos rasgados y mirada inexpresiva. ¿Salía de un hospital donde ejercía de enfermera? No me costaba demasiado imaginármela vestida de blanco, con la faldita y las medias, ayudando a los enfermos a mejor superar sus dolencias.
O esa otra, de ojos azul-metalizado y mirada lánguida, densa melena negra y rostro alargado. Como quiera que el hachís me conducía al ensimismamiento nunca me atreví a abordarla -también es cierto que siempre he sido muy tímido-. Pero esa belleza clásica y esos ojos fulgurantes he de decir que me cautivaron. ¿Qué hacía ella en la vida? No lo sé a ciencia cierta, pero tenía pinta de estudiar filología inglesa.
O ese chico que devoraba los libros de bolsillo, castigándolos, como si la suya fuera una batalla por apoderarse de su espíritu. Parecía ocurrirle lo mismo que esos guerreros pieles-rojas, que una vez eliminado su enemigo se comen su corazón, para con ese acto integrar la valentía del muerto.
Veía en el interior de esas personas en aquellos largos viajes, recreaba sus historias y me implicaba en ellas. Me hacía el enfermo -lo estaba realmente- para que me cuidara esa rubia enfermera. Era el amigo -muy amigo- de la morena de ojos incendiarios pero tristes, tanto como para proponerla una relación definitiva e indefinida. O me dedicaba a charlar con el chico aquel "que-se-comía-los-libros" para conocer las verdaderas propiedades ínsitas en los textos, más allá de un papel impreso cualquiera.


Era la época de mi primera independencia -relativa- respecto de la casa de mis padres. Por consejo de mi hermana Pilar vivía en una pensión de la Gran Vía, con esquina a la calle de la Montera, que era -y aún lo sigue siendo- lugar frecuentado por prostitutas, chulos, lupanares y "meublés".
Mi habitación era interior y adusta -una cama, un armario y una mesa en la que apenas si cabía la exigua bandeja con el desayuno-. El cuarto de baño estaba fuera, aunque contiguo al dormitorio y tenía derecho a su uso la familia de los dueños -en alguna ocasión sorprendía a la hija lavándose la cabeza, la puerta abierta.
Resultaba objetivamente deprimente. Pero mi ilusión por el trabajo y la novedad de mi independencia me permitían una cierta distancia respecto de mi limitado espacio. Además, la pensión -y su única televisión para huéspedes y dueños- me permitían una cierta evasión de mi cubículo y a la vez creaban un cierto ambiente familiar.
Había una chica -¿cuándo no?- muy morena, por lo visto hija de un bailaor de flamenco y de una mujer del mundo, los dos ejercían en algunos antros de las proximidades, los dos mantenían una vida sexual abierta a un indeterminado elenco de "partenaires". Me gustaba la hija de tan singulares padres, pero sólo se lo hice ver cuando me presentaba a su desgalichado novio, un portugués. En medio de todo fue una suerte para mí: las perspectivas futuras de aquella eventual relación eran perfectamente descriptibles.


Vivía solo, aunque hubo una época en la que compartía habitación con un muchacho gallego que trabajaba temporalmente en la organización. A veces íbamos juntos al cine. En particular recuerdo una tarde de invierno en la que fuimos a ver "El expreso de medianoche", una película que me impactó sobremanera. La proyectaban en un salón de la plaza de Callao, apenas a diez minutos de nuestra pensión. Recordando la tremenda escena de la rueda de presos y otras tantas volvíamos a nuestra "casa". Junto al portal observamos un cuerpo tendido boca abajo. A la altura de su cabeza brotaba un denso reguero de sangre que recorría lentamente la acera hasta canalizarse por algún aliviadero. Los periódicos del día siguiente nos informaban que se trataba de un drogadicto, acosado por la ansiedad, que se había arrojado a la calle desde otra de las pensiones de aquel edificio. Cuando llegamos a nuestro "hostal", extraordinariamente impresionados, contamos a los dueños lo ocurrido. Recuerdo que no le dieron demasiada importancia, proporcionar aire al asunto no era bueno para el negocio, por lo visto
No se trataba desde luego de un barrio tranquilo. Resultaba habitual oír en algunas noches cómo se colaban por el patio -al que daba mi económica habitación- voces que gritaban: "¡Socorro!", tanto que me acostumbraba a escuchar esos gritos como quien advierte el crujido de una madera en las casas antiguas un momento antes de darse la vuelta en la cama.


Mis recursos eran más que escasos. Con las dietas -mil pesetas- pagaba mis comidas, siempre que no me saliera del menú del día, en el modesto restaurante que había frente a la sede. Con las economías que practicaba y el dinero que mi madre me hacía llegar pagaba la pensión. Recuerdo que contaba las pesetas y administraba mis escasísimos ingresos como el Fagin de Dickens.
Nunca acepté que me "liberasen" (5). Me producía entonces un intenso pavor la idea de vivir de la política, de convertirme en un profesional de partido. Detrás de eso no veía más que la pobre existencia de una especie de funcionario de una organización, sin libertad para expresarse, sin criterio propio. Tiempo después, cuando mis principales ingresos proceden de mi cargo público, aún sigo pensando en la política como en una ocupación temporal. Quizás por eso no he quedado totalmente disuelto en ese magma de servilismo que acomete en tantas ocasiones a tantos políticos profesionales, quizás por eso he acabado por convertirme en una especie de "rara avis" entre mis compañeros de partido.


Roberto San Ildefonso me hacía su legado a la vez que me pasaba el testigo como antiguo miembro del Comité Federal de Juventudes:
- La Federación de Madrid ha perdido el Congreso, pero creo que son aprovechables. La ejecutiva es débil, así que a lo mejor se podía organizar un frente en su contra. No lo sé, tú verás.
No lo tenía del todo claro, pero sí que resultaba evidente que esa frase despertaba en mí la curiosidad. "La Federación de Madrid" se había convertido en el icono del mal para los "oficialistas" de la organización, entre los que teóricamente me encontraba yo mismo.
El teléfono que me facilitaba Roberto era el de un tal Eloy García, que con Modesto Noya formaba parte del Comité Federal saliente.
Marqué el número. Recuerdo que mi interlocutor recibió la llamada con extrañeza, lo cual resultaba lógico por otra parte. ¿Por qué yo -miembro de la ejecutiva y procedente de una federación "oficialista"- me dirigía a él -un opositor en toda regla a ese "orden establecido"? Era evidente que mi juego tenía algún conejo oculto en la chistera.
En realidad se trataba de una curiosidad recíproca. Yo tenía interés por conocer la consistencia diabólica de los "malos", si disponían de cuernos y rabo como más o menos se nos decía. Por su parte, Eloy quería saber qué había detrás de mi llamada.
Creo sinceramente que de los dos era yo el que más arriesgaba. Formaba parte de la dirección pero nadie me autorizaba a que hiciera ninguna tarea de mensajero de propósitos por otra parte inexistentes. Además, la coalición que lideraba la Federación de Madrid comenzaba a hacer agua y algunos de sus portavoces empezaban a entenderse con la ejecutiva. Valeriano Gómez, por ejemplo, en Madrid o Susi de la Lama (6) en Sevilla. Ya se sabe que el poder tiende a consolidarse, la oposición a desintegrarse.


Cuando recuerdo aquel encuentro desde mi mentalidad actual, tengo la impresión de que se pareció bastante a las primeras citas que luego tendría, por ejemplo, con esa chica a la que quieres extraer de un grupo para invitarla expresamente a un cine; o a esa otra que has tratado antes por cualquier otro motivo y a la que un día invitas a tomar una copa. Esas chicas saben que para ti se trata de una ocasión especial, pero saben también que ellas tienen siempre la sartén por el mango, y que esa película puede acabar definitivamente cuando se enciendan las luces de la sala o en el momento en que la copa -a veces un simple café o una coca-cola para ella- se termine y te digan que no, no te preocupes, prefiero volver sola a casa, fulminando con esa simple frase los sueños que hubieras albergado respecto de una eventual relación posterior.
Pero esta cita no iba de películas ni de copas, aunque la recuerdo rodeada de expectación. Tuvo lugar en la cervecería "La Cruz Blanca". Una gran barra y mesas en las que se desperdigaban jóvenes con pantalones grises, camisas a cuadros, jerseys lisos de colores clásicos y tabardos verdes. Y chicas de pelo recogido, con gafas, oscuros “pullovers” de cuello vuelto y pantalones vaqueros más o menos ajustados.
Se me acercó un muchacho algo más joven que yo, de cara redonda, gafas y mechón un tanto rebelde.
- ¿Eres Fernando Maura? -me preguntó.
- Sí -contesté-. ¿Eloy?
- Sí -me dijo-. Ya te había reconocido.
Recuerdo que esas palabras elevaron un tanto mi autoestima. Que me conociera gente de la que yo ni siquiera había advertido su existencia me hacía sentirme importante, al menos, por aquel entonces. Hoy la experiencia me ha indicado sobradamente que existen peldaños bastante más altos que este en el que me encuentro ahora en la escalera de la fama, del poder o del dinero; lo que hoy se entiende por el éxito. Y que, al fin y al cabo, todo eso resulta poco importante, por evanescente.
Sentado en una mesa se encontraba Modesto Noya, el "pope" de la organización madrileña. Tenía una barba incierta por lo poblada que estaba de claros Se levantó para saludarme. Entonces advertí que era un tipo bastante fornido. El estrechamiento de su mano, fláccido, no se correspondía con el resto de su organismo. Su actitud, reservada, no hacía honor a su fama de líder de la oposición. ¿Y este era el tipo al que crucificaban, entre porro y porro, todos los atardeceres en la sede de Guzmán el Bueno?
Después de un corto -¿receloso?- saludo, sabía que me correspondía iniciar la conversación. Expliqué la distancia ideológica existente entre lo que representaba la antigua organización del partido en Bilbao y el aparato que controlaba ahora los diferentes niveles del País Vasco; les comenté la importancia que para nuestras tesis tenía la democracia interna, no sólo como método de trabajo sino también como contenido diferencial del socialismo respecto del resto de la izquierda y con la derecha y les propuse un principio de acuerdo: yo les pasaría información significativa de lo que ocurriera por Guzmán el Bueno y ellos mantendrían una cierta coordinación conmigo.
Para apostillar mi afirmación respecto del déficit democrático que empezaba a adueñarse de la organización juvenil les referí la pregunta que, con regusto poco menos que iniciático, se formulaba a los recién llegados:
- ¿Tú de qué eres partidario, del "petit comité" o de la asamblea asamblearia?
Si se quería entrar en el sanedrín de los elegidos habia que contestar, obviamente:
- Del "petit comité".
Creo que Modesto no vio demasiado claro el desarrollo futuro del contubernio. Su reservada actitud del principio no varió en ningún momento a lo largo de la conversación. Después de esa tarde no recuerdo que le volviera a ver.
En cambio a Eloy la idea le debió parecer fascinante. Subrayaba mis palabras y "compraba" mis afirmaciones. Pronto sus llamadas al teléfono de la pensión se hicieron familiares. Y cuando todo eso acabó y me trasladaba al apartamento de mi tía Rosario, recientemente fallecida, en la calle Príncipe de Vergara, nuestros paseos recorrían la altura de esa casa -que hace esquina con Juan Bravo- hasta la de Pío XII, llegando a veces a Caídos de la División Azul, donde vivía -y todavía sigue viviendo- Eloy.
Pero no adelantemos acontecimientos.


Era la época en la que se discutía la Constitución. Supongo que la vivimos desde una gran distancia, como lo hacía una gran mayoría de los españoles, confiados en el consenso de los grandes partidos. Veíamos en "El País" los textos que servían para su discusión, pero apenas si nos decían algo. Nuestro desconocimiento sobre el funcionamiento de una democracia era total. Nos asombraban -eso sí- nuestros líderes y venerábamos a Felipe González, a quien señalábamos con su nombre de pila, como si nadie más que él pudiera llevarlo. Y despreciábamos a su rival, Adolfo Suarez, que nos parecía una persona sin ideas; fluida, pero como lo es la condición del líquido, siempre dispuesta a adquirir la forma de la vasija que lo contiene.
Claro que los sevillanos de la organización consideraban que el hombre de referencia era Alfonso -pronúnciese "Arfonso"- Guerra y cuyas rarezas se admitían sin mayor reparo.
Casi nunca mantuvimos reuniones con la ejecutiva del partido. Era Juan Antonio Barragán el responsable de la coordinación con el PSOE y quien después nos informaba a nosotros.
Pero hubo una reunión con Felipe y una parte de la dirección. Se produjo después de una crisis de nuestra organización, y eso que ya habíamos superado el intento de toma de poder que eventualmente iba a producir la federación de Madrid y que concluyó en un profundo fiasco. Y es que a veces las organizaciones implosionan con mayor facilidad que se las explosiona desde fuera.
No sabíamos qué era lo que queríamos ser, en realidad. Algunos pensaban en pasar al partido; otros preferían encontrar alguna ocupación profesional; los demás quizás simplemente hacíamos un paréntesis entre un ciclo vital y otro, la transición en la transición. Y si nosotros no sabíamos muy bien lo que éramos o hacíamos tampoco estaba muy claro para qué servía la organización. Era el partido lo que contaba para quienes se interesaban por la política y la UGT para quienes pretendían insertarse en el mundo del trabajo. Juventudes había despejado el entrismo trotskista, conjurada también la oposición orgánica. Todo eso le permitió mantenerse unida. Desaparecidos sus diablos colectivos, se replegaba sobre sí misma, reconcentrada en su propia frustración. ¿Qué hacer entonces con una organización juvenil carente de objetivos y dirigida por un grupo de escépticos?
Empezaba entonces una verdadera cadena de dimisiones. Eso se parecía por momentos al cartel que alguien puso en el aeropuerto de la capital sudamericana de un país sometido a una feroz dictadura: "El último que salga que apague la luz".
Alguien sugirió que el partido tomase cartas en el asunto y la reunión tuvo lugar.


Me acuerdo de Felipe González, que presidía la reunión; de Carmen García-Bloise -una de las pocas mujeres que se dedicaban a la política por aquel entonces-, que era la secretaria de administración y de Luis Yáñez, el responsable de internacional.
Fue una reunión breve.
Por nuestra parte, Juan Antonio Barragán hizo un somero resumen de la situación. Alguien más intervino ofreciendo detalles adicionales.
Tanto Carmen como Luis hicieron sus comentarios. Recuerdo que fueron atinados, aunque también que no alcanzaron el núcleo del problema.
Felipe sí lo hizo.
Empezó explicando que el cansancio estaba justificado en política. Quizás por eso -agregaba- tanto en los partidos como en las instituciones públicas los mandatos eran limitados en el tiempo. Y también lo eran los compromisos. Uno podía decidir si formaba o no parte de un órgano, pero debía saber que era preciso aguantar durante todo el período señalado.
Me impresionó. Tanto por lo que había dicho como por lo que no. Porque no nos jaleó con esas estupideces al uso de la "maravilla y la fuerza de la juventud", del "lo tenéis todo por delante"...
Apelaba a nuestra responsabilidad. Con su correcta forma de producirse nos llamaba irresponsables, una especie de muchachitos que van por ahí jugando con las cosas de comer.
Nos dio una lección, silenció cualquier comentario y zanjó la crisis.


Poco antes de todo eso tenía lugar el fracasado intento de hacernos con el control de Juventudes.
Iba a producirse en un Comité Federal. En teoría estaba todo preparado: la intervención estelar de Modesto Noya, los votos de las agrupaciones hostiles a la dirección, una gestora liderada por Modesto en la que yo mismo jugaría un papel clave y que tendría redaños suficientes para aguantar la presión a la que nos veríamos sometidos.
Pensábamos que este último era nuestro verdadero talón de Aquiles. Juventudes vivía del partido y éramos conscientes de que el "clan de los sevillanos" no estaría dispuesto a ofrecernos ventaja alguna, por nimia que esta fuera -y la de controlar la organización juvenil no era demasiado apreciable.
Carecíamos de presupuesto alternativo, no tendríamos más remedio que entregar la sede de Guzmán el Bueno a nuestros rivales y nos deberíamos ubicar en alguna sede local de Madrid, utilizando los pocos huecos que nos facilitara la federación de Madrid del partido.
Un fantasma de dos organizaciones, operando en paralelo, se cernía sobre nosotros.
Pero había que intentarlo. No podía ocurrirnos como con el partido, cuando el Congreso no autorizó la maniobra socialdemócrata de Felipe González y que consistía en desmarxistizar al PSOE. Pensábamos que nuestros compañeros mayores -Luis Gómez Llorente, a quien admirábamos, entre ellos- no habían tenido los "bemoles" suficientes para plantarle cara al SPD de Willy Brandt y orientar el socialismo español en un registro más adecuado con su tradición histórica que el practicado por el equipo andaluz.


Como buen gallego, Eloy no se fiaba del buen resultado de la operación. Así que convocaba a pasar la noche anterior al Comité Federal en su casa a algunos de los conjurados. Y como no disponía de camas suficientes les hacía viajar desde sus federaciones de origen con sacos de dormir. Creía que la concentración previa disminuiría los riesgos.
Y tuvo lugar la reunión para enardecer a aquellas masas... que no lo eran tanto, tan solo un par de representantes al Comité.
Modesto no acudió, así que entre Eloy y yo mismo tuvimos que hacer los honores. Nuestros discursos estuvieron a la altura de las circunstancias, esto es, fueron mediocres y rastreros, carentes de la convicción y de la altura de miras que todo movimiento de cambio -¿revolucionario?- merece y exige.
Excuso decir que fue una reunión desangelada y triste, prólogo adecuado para lo que vendría después. Así que, de vuelta a la pensión, empezaba a pensar en un plan B, que no era propiamente un plan. Sólo se trataba de aguantar hasta el final, hasta que esa ejecutiva rindiera cuentas ante el próximo Congreso.


Modesto, que iba a convertirse según nuestro proyecto en el líder de la Comisión Gestora, no asistió al Comité Federal, estaba enfermo. Un recuento urgente de nuestros efectivos los descubría diezmados y desanimados. Y los componentes de la ejecutiva -salvo mi caso- cuchicheaban entre sí rebosantes de felicidad: alguien les había ido con el cuento de la conjura y la habían abortado. Ese "alguien" que había dormido la noche anterior, enfundado en su saco, en la casa de Eloy.
No hubo recusación en firme. El informe de gestión se aprobaba con los escasos votos en contra que resultaban habituales.
Había que volver a los cuarteles de invierno. Pero ya no quedaba esperar a la primavera.


Era mi transición durante la transición. Jugando a la política y al poder con estoques de madera y con toros de mentirijillas. Pasado el fracaso de aquella intentona me concentré en el trabajo. Regresé a las llamadas a las sedes y a los porros vespertinos Por el bar que había debajo de la sede asomaban las caras familiares de Nico Redondo o del "Potito" Múgica.
Mis compañeros de ejecutiva tuvieron la elegancia de no pasarme por las narices mi actitud. Y estaba claro que lo sabían. Incluso me proponían que siguiera en la dirección de Juventudes después del Congreso. Decliné la oferta, el servicio militar marcaría el final de una vida y el principio de otra, y los cuarteles castrenses, empeñados en uniformar los cuerpos y las mentes de la tropa -como cuenta el coronel Lawrence en su inacabada crónica "El troquel"- se convertirían para mí, después de todo, en un refugio donde inesperadamente me sería posible lavar mis pecados de juventud antes de encaminarme, con resolución anticipada, a la madurez.
Ya estaba en el ejército cuando Eloy me pedía mi concurso para representar a Madrid en el Comité Federal y allí me iba en representación de mis compañeros díscolos. Fue sólo en una ocasión. Susi de la Lama me propuso presidirlo, pero no acepté, tenía que defender los estatutos de Madrid para su aprobación por el comité. Unos estatutos, por cierto, tan calcados de los nacionales que hasta se referían a las "agrupaciones insulares". Cuando alguien me lo reprochó, dije con seriedad y entre las carcajadas de los asistentes:
- Es la vocación que siempre ha tenido Madrid por asomarse al mar.
Pacificada la organización no existía ya temor a voto en contra alguno a la gestión de la ejecutiva. Sólo había en la propuesta de Susi un cariñoso gesto de reconocimiento.
Y hoy, cuando escribo estas letras, recuerdo con nostalgia aquellos tiempos y compruebo cómo algunos de mis mejores amigos -Eloy, Nico o Kiko- tienen su origen en esa transición.
En una España otra vez convulsa, agitada por quienes creen que aquella transición no se hizo bien, estoy viviendo quizás mi transición personal a la ciudadanía. Pero esta es más presente que historia y, en cualquier caso, es otra historia.










Notas

(1)Era yo uno de los integrantes de la llamada "Federación de Trabajadores del Derecho" de la organización sindical, lo que para un estudiante no dejaba de tener su gracia.
(2) "Entrismo", operación desarrollada por las organizaciones OSCIs -simpatizantes de la Cuarta Internacional -trotskista- consistente en introducirse en los partidos socialdemócratas, a través de sus organizaciones juveniles, con el objeto de convertirlas en formaciones políticas verdaderamente revolucionarias.
(3) Acudía ese compañero a la Embajada de la Unión Soviética en Madrid para entrevistarse con Ivanov, uno de sus agregados. El flamante Secretario Internacional volvía, confuso, a nuestra sede de Guzmán el Bueno, después de no haber podido celebrar la entrevista.
- He preguntado por el señor Of. Don Iván Of -decía con amargura-. Y nadie me ha dado cuenta.
(4) Agrupación Socialista Universitaria.
(5) Los "liberados". Expresión que se refiere a las personas empleadas por una organización política. Tiene un cierto sabor a clandestinidad.
(6) Susi de la Lama Lamamie de Clairac "et les enfants de la patrie" -la yuxtaposición de la marsellesa a su segundo apellido obra de Magdy Martínez Solimán-. Cuando marqué el teléfono del PSOE de Sevilla, quizás marcado por el "Suzanne, takes you down..." de la canción de Leonard Cohen, preguntaba por "la compañera Susi". Mi interlocutora me respondía asombrada: "Pero si Susi es un hombre!" la extrañeza de la telefonista evidenciaba que aún no habíamos llegado en España al despertar de la homosexualidad.

jueves, 15 de marzo de 2007

INFORME STERN: EL PLANETA EN PELIGRO

Retumban los tambores de alarma. Son los mismos sonidos que ya habíamos escuchado desde hace bastante tiempo, pero que en este caso se diría que están despertado las conciencias de muchos. Vienen desde Gran Bretaña y los Estados Unidos, aunque en esta sociedad globalizada en la que vivimos han llegado en muy pocos segundos a nuestras pantallas de televisión, a los noticiarios de las radios y a los periódicos qe leemos habitualmente.
Uno es el “informe Stern”; la otra, la película auspiciada por el anterior vicepresidente de los Estados Unidos Al Gore. Ambos trabajos coinciden en el mismo diagnóstico: nuestro planeta está en peligro y no podemos dejar las decisiones para atajar las perversas consecuencias del cambio climático para más adelante.
El autor del informe, Sir Nicholas Stern, es un antiguo chief economist del Banco Mundial. Un hombre que afirmaba no conocer nada del asunto antes de iniciar su estudio –y que, por lo tanto, carecía de prejuicios en relación con el cambio climático-. Es un prestigioso economista, no uno de esos estrafalarios ecologistas que, por su aspecto desordenado y su comportamiento presuntamente alocado, son condenados por el ojo admonitorio de la gente bienpensante. La procedencia de Stern–el Banco Mundial- ha acallado muchas de las voces de los corifeos al uso. No, no se trata de un peligroso revolucionario sino de uno de los más reconocidos miembros de uno de los iconos del capitalismo global. Un técnico de prestigio cuyo informe ha sido ya avalado por nada menos que cuatro premios Nobel de economía.
Como ha afirmado Michael McCarthy en “The Independent” del pasado 31 de octubre, “uno no querría exagerar, pero nos sentimos en uno de esos momentos que son verdaderamente históricos, cuando la encrucijada de las realidades apunta hacia un camino decisivo”.
Recordemos algunos datos del informe Stern:
- El nivel de dióxido de carbono, el principal gas causante del “efecto invernadero”, alcanzaba un volumen de 280 partes por millón –ppm- antes de la revolución industrial en 1780. Hoy se sitúa en 382 ppm. Esta cifra crecería con el incremento del PIB y podría llegar a ser tres o cuatro veces mayor para 2.050.
- Una cifra plausible de hasta dónde podría llegar a recalentarse el planeta sería la de 6 grados centígrados para el final de este siglo, si no se toman medidas ahora. Cifra que, según el semanario The Economist de 4 de noviembre es aceptada por muchos científicos. Recordemos que cinco son los grados de menos que había en el planeta en el curso de la última glaciación.
- Sesenta millones más de africanos se verían expuestos a la malaria si las temperaturas crecieran sólo 2 grados más de media.
- Cuatro millones de kilómetros cuadrados –en los que vive un 20% de la población mundial- se verían amenazados como consecuencia de la desintegración de los glaciares.
- El 40% de las especies animales del mundo se enfrentan a la desaparición si la temperatura crece en dos grados.
- 200 millones de personas se verían obligadas a abandonar sus hogares como consecuencia de la sequía y de las inundaciones para el 2.050.
- El 35% de las cosechas en África y el Oriente Medio se destruiría si las temperaturas subieran en 3 grados.
- Habría 200 millones más de personas expuestas al hambre si las temperaturas crecieran en 3 grados. Esa cifra se incrementaría hasta 550 millones si las temperaturas aumentaran en un grado adicional.
- 4 billones de personas sufrirían escasez de suministro de agua si la temperatura subiera en 2 grados.
- Además, la economía global resultaría devastada a un nivel similar al que produjera la Gran Depresión o las dos guerras mundiales del pasado siglo juntas -entre un 5 y un 20% menos de PIB.
Tres son las medidas a adoptar para corregir esta situación, según el informe Stern sugiere:
La primera, que hasta ahora no se le ha puesto precio al daño causado por el dióxido de carbono. Y habría que ponerlo si queremos de verdad pasar a la acción.
Después, un plan que ponga en el primer nivel a la investigación tecnológica, “que cubra –según Sir Nicholas- todo el espectro, desde investigación y desarrollo hasta la experimentación y el primer nivel de despliegue”.
La tercera, lo que el informe llama la “remoción de las barreras de comprensión respecto del cambio de mentalidad que debe ocurrir”.
En resumen, deberíamos gastar –invertir- hoy un 1% del PIB anual o correremos el peligro de caer en la catástrofe que refleja su estudio.
¿Qué hacer entonces? Sir Nicholas lo ha dejado claro. Pero, carente de líderes, la política actual tiende a mirar hacia otro lado. El Presidente Bush que retiraba a su país del protocolo de Kyoto es difícil que asuma un compromiso en contra del calentamiento global respecto del cual afirma desconocer si se trata o no de una realidad. China y la India pretenden desarrollar a sus países sin mantener precaución alguna con el medio ambiente. “Cuando vosotros os desarrollábais nunca hablábais de esto”, nos vienen a decir.
El mundo en que vivimos se está construyendo -¿destruyendo?- desde una suma de intereses excesivamente cortos e insolidarios como pora que se pueda poner coto a los problemas del medio o del largo plazo. En una economía en la que las empresas establecen como términos temporales a sus resultados los trimestres o los meses a nadie le preocupa lo que pueda ocurrir dentro de cuarenta y cinco años. Especialmente cuando ya se ve que los más perjudicados por el calentamiento del planeta lo serán los desheredados de siempre. Cinco –seis- grados de más no serían un problema patético para los ciudadanos noruegos, por ejemplo; pero ¡vaya si lo van a ser para un habitante de Zambia!
No soy, por lo tanto, demasiado optimista en punto a la solución del problema. Al informe Stern le saldrán contradictores procedentes del mundo de la economía o de la meteorología que pongan en duda sus conclusiones. Especialmente si eso conviene a las industrias para las cuales la contaminación ni paga ni debería pagar coste alguno.
En la película “Mad Max”, una civilización surgida de la guerra nuclear nos transportaba al mundo de la barbarie colectiva. Una especie de “¡sálvese quien pueda!” hecha de estrafalarios vehículos circulando por devastadas carreteras y gentes que parecen surgidas de modernas cavernas se disputan un pedazo de carne o algunos litros de gasolina para seguir avanzando. Nadie sabe hacia dónde.
Prescindiendo de las posibles –¿probables?- locuras de los gobernantes de Irán o de Corea del Norte ya no sería precisa una guerra nuclear para asistir al desastre, sólo basta con no tomar medidas.
¿Estamos muy lejos del paisaje que nos mostraba esa película? Quizás nosotros no lo veamos en la realidad de nuestras vidas, pero la generación que nos sigue es evidente que sí.
Hay solución. Y el arma sigue siendo nuestra condición de ciudadanos, por más que se hagan muchas –demasiadas- cosas, sin apenas tenernos en cuenta. La palabra y el voto para implicar de verdad a nuestros dirigentes a establecer una verdadera agenda para la contención del cambio climático.
Daniel Inneraritgy ha escrito que en nuestro tiempo “la legalidad ha reemplazado a la solidaridad”. Es preciso, sin embargo, actuar ahora desde la solidaridad si queremos imponer una legalidad que nos preserve de la catástrofe.

viernes, 9 de marzo de 2007

CIUDADANOS EN EUSKADI

En unos tiempos en que la política se manifiesta en la sustitución del pueblo por ese icono moderno que se llaman las encuestas y en la conversión de los ciudadanos en una informe masa de simples votantes de los partidos clásicos, la reciente presencia de Albert Rivera en San Sebastián ha constituido una verdadera bocanada de aire fresco.
La semana del retorno a la actividad después de las Navidades debía haberse convertido en la semana de la generosidad y la unidad contra el terrorismo, en lugar de eso lo ha sido la semana de la cicatería y del lamentable marcaje político. En esa misma semana cuando el Presidente de Ciutadans desgranaba las verdades del barquero de la vieja política en España, sentado junto a dos socialistas, compañeros de lucha por la libertad, Maite Pagazaurtundua y Nico Gutiérrez, y después de saludar a otros compañeros -Rosa Díez, "Matu", Rubén Múgica, Ignacio Latierro y otros tantos- volvía mi imaginación veinticinco, treinta años atrás, y pensaba, ¿por qué cosas luchábamos en realidad entonces muchos de los que estábamos allí? o dicho en términos quizás más floridos: "Oú est la maison ou j'ai grandi?", que cantaba también hace mucho Françoise Hardy.
Y la voz joven de Rivera respondía a mi pregunta: la democracia.interna en los partidos, la participación de los afiliados en las decisiones de sus organizaciones políticas y un país de ciudadanos y no de borregos -como apuntaba Savater en la presentación de ese mismo acto-. Es decir, la libertad; esa era la casa común por la que combatíamos muchos de los que nos congregábamos allí y que hoy apenas existe, enterrada bajo paletadas de tierra que se llaman nacionalismos de "derechos colectivos" o partidos entregados a la adoración de las encuestas y olvidados de las soluciones a los problemas.
Y Rivera nos explicaba del uso de Internet para facilitar esa participación, la utilización del referendum para la toma de decisiones -sí o no a la energía nuclear, por ejemplo-, la formulación de debates que hoy forman el elenco de los tabúes o de lo políticamente inconveniente. Todo ello desde un nuevo "slogan" de la nueva política y que se resume en sólo dos palabras: sin complejos.
En el María Cristina era la nostalgia, pero era también la rebeldía la que asomaba a través de las rendijas de sueños de libertad que afluían con mis recuerdos de hace veinticinco, treinta años, cuando todavía éramos jóvenes y nos creíamos -¡ay!- dueños absolutos de nuestros destinos.
Recordaba entonces los versos de Jaime Gil de Biedma: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos/Aunque a veces nos gusta una canción”. Y en el silencio del coche, conducido por mi escolta, suenas las ideas de Albert Rivera como un tiroteo de balas de oxígeno, y me pregunto ahora: ¿Por qué no?