domingo, 27 de abril de 2008

Seminario sobre la irreelegibilidad de los cargos públicos. Bayona. Octubre de 2.006

En primer lugar me gustaría destacar la oportunidad que tiene organizar y participar en un seminario, precisamente en torno a esta cuestión.

Y es que, veinticinco años largos –en camino ya hacia a los treinta- de aprobada la Constitución Española parece que el único debate político que era posible -¿o deseable?- formular, en España es el relativo al desarrollo competencial del Estado de las Autonomías, por lo visto nunca definitivamente cerrado en nuestro país.

Sin perjuicio de que no voy a entrar en esa cuestión -o lo haré sólo de forma tangencial- resulta bastante evidente que están primando en la actualidad política española los llamados derechos colectivos en relación con los que son incontestables, los derechos individuales.

Veinticinco años después de aprobada la actual arquitectura constitucional española -y espero no desviarme del asunto- las 17 autonomías de que está compuesto nuestro país han creado otras tantas clases políticas que tienen, ante todo y sobre todo, voluntad de pervivencia y que, por lo tanto, huyen como del picor de la mera enunciación del título de este seminario.

España -la democracia española- se ha adscrito sin discusión, sin crítica alguna a los comportamientos más habituales presentes en las democracias de este continente. Y lo ha hecho de manera corregida y aumentada, multiplicando el número de representantes, pero sin acercar por eso al representante el representado, lo cual constituía precisamente su "desideratum" inicial..

Porque el debate que afrontamos estos días es -a mi juicio- un debate sobre la necesidad o no de la existencia de una clase política en una democracia; de una "clase" política, no de la política, entendida esta como el espacio en que se ejerce la ciudadanía y no como aseguraba Disraeli, "el arte de gobernar a la humanidad mediante el engaño".

La cuestión está lejos de quedar resuelta.

Es verdad -y esta es reflexión cara al profesor Eloy García- que la base ciudadana de la democracia exige una implicación "cuasi" permanente del ciudadano en las tareas públicas. Ello no implica necesariamente la desaparición de la democracia de base representativa, pero sí de una ampliación de su aplicación directa, como ocurre en los países en los que existe un menor grado de profesionalización política. Una democracia, además, en la que no ocurre que los representantes no se alejan materialmente de los ciudadanos, aunque formalmente sigan ligados a ellos a través de la figuración, del culto a la liviandad, de la impostación.

¿Es mejor o no que exista o no una clase política? ¿Hay que asumir la existencia de los profesionales de la política?
Para tratar de abordar esta, que a mi juicio constituye la cuestión crucial, habrá que convenir que cualquier actividad -utilizo este término para evitar la palabra "profesional" que entra en el enunciado de la pregunta y no debiera contenerse, por lo tanto, en la contestación; y no con la idea de hacer una especie de trampa terminológica- cuenta con determinados rudimentos particulares. Los abogados disponen de un específico rito procesal, incluso su propio lenguaje; lo mismo sirve para los ingenieros y los informáticos y los aseguradores hablan en una parla a veces incomprensible para el común de los mortales y qué decir de la clase médica. Los ejemplos podrían multiplicarse casi indefinidamente.

El caso de la política no podía resultar diferente de ningún modo. El mundo que le es propio a la política se mueve preferentemente en los foros parlamentario y mediático -ya se sabe que incluso los mítines se hacen para obtener de ellos unos minutos para la televisión- y todas esas actuaciones se producen de acuerdo con un rito previamente establecido. ¿Y qué decir del lenguaje político o de la inusual manera de pronunciarlo? Tampoco hay que insistir demasiado -lo he dicho antes-en la voluntad de permanencia de la clase política.

No está en cuestión entonces que exista o no en España -lo mismo que en la mayoría de las democracias occidentales-, la clase política: existe. La duda está en que sea necesaria.

Es preciso hacer notar que no se debe exagerar en lo que se refiere a los rudimentos -los conocimientos profesionales- de que disponemos los políticos. Por lo común, la clase política tiene una aproximación de orden generalista a los problemas, y si sus conocimientos originarios pudieran resultar más específicos es lo cierto que estos se van diluyendo en una práctica según la cual se diría que hay que saber de casi todo -oposición- o se cuenta con técnicos capaces de sacarle a uno prácticamente todas las castañas del fuego -gobierno.

En este último sentido habría que recordar que las tres funciones básicas de los políticos, según el socialista francés Michel Rocard, serían: establecer los programas, elegir a los equipos y gestionar las crisis. Nada se dice aquí acerca del conocimiento de los "dossiers" que se nos presentan.

Claro que la clase política no es una clase inútil. La ciudadanía -en el caso de que exista esta realmente- genera a sus representantes a quienes vota cada vez más tapándose la nariz -como decía Indro Montanelli- y luego se pasa el resto de la legislatura -de las legislaturas, de todas las legislaturas de todas las instituciones elegibles existentes- criticando a los partidos y negando a los partidos y a sus componentes el pan y la sal. Carecemos, por ejemplo, de los beneficios por el desempleo y las decisiones que afectan a la mejora de nuestras pensiones las adoptamos por la puerta de atrás y con la colaboración de la opacidad, la nocturnidad y el oscurantismo.

Y el hecho entonces es que la ciudadanía -lo que de ella existe- delega en la clase política no sólo su representación sino la propia esencia de su condición ciudadana. Considera que, una vez pasadas las elecciones, ya no tiene por qué preocuparse de lo que se haga con su voto.

No se sabe muy bien si fue antes el huevo o la gallina. Si es la ciudadanía la que primero se bate en retirada o son los partidos quienes ocupan su espacio y la expulsan de él.

En este sentido el caso español es poco menos que paradigmático. En muchos supuestos -en el vasco, que es el que mejor conozco, ocurre de manera muy generalizada- apenas existe sociedad civil. Los partidos pretenden dominar a los sindicatos, presentan candidaturas para las direcciones de los clubes deportivos, crean o copan las asociaciones de vecinos y se hacen con el control de los colegios profesionales.

Y es que, como dice Tocqueville, "en los pueblos democráticos la resistencia de los ciudadanos al poder central sólo puede producirse con la asociación. Por eso este último ve con desagrado las asociaciones que no están bajo su control".

A mayor abundamiento y en el mismo sentido, habrá que afirmar con Bernard Crick que cuando todo es relevante para la política, la política deja de ser política para convertirse en totalitarismo.

De esta suerte se va generando una situación de endogamia política que pervierte de tal manera a la democracia representativa que esta sólo adquiere alguna validez en el momento en que se deposita el voto.

Y si la idea, mejor aún, la existencia de la ciudadanía, es básica para la mera existencia de una democracia madura -cuestión me parece que pacífica-, el efecto de expulsión que sobre la mera sociedad civil -que no es siquiera la sociedad ciudadana, sino aquella parte de la sociedad que no milita en partido político alguno- ejercen los partidos políticos ¿supondría generar un efecto expulsión de signo contrario?, ¿la expulsión de los partidos, de la clase política?, ¿una especie de revolución ciudadana?

Me adelanto a contestar y resueltamente que no. No es deseable y es imposible, además. Las teorías sobre la superación de la "partitocracia" han justificado la elevación al poder de los partidos únicos -que es una de las contradicciones terminológicas más peligrosas, como asegura mi profesor, don Pablo Lucas Verdú- y desde estos regímenes se ha oprimido a los ciudadanos; se han exterminado ideas, razas y poblaciones: la barbarie ha acabado expulsado de la escena a la civilización.

Es imposible, además. ¿Quién expulsaría a los partidos? ¿La ciudadanía? ¡Si no existe! Y no existe, entre otras cosas -si se me permite recuperar mi discurso inicial- porque nos han interesado más los "derechos de los pueblos" que los de las personas; y ya desde Aristóteles, la política surge en Estados organizados que reconocen ser un conglomerado de múltiples miembros, no una tribu o el producto de una religión, un interés o una tradición únicas.
Es verdad, como dice Sartori, que la democracia etimológica que se refiere al “demos” de los griegos, hoy resulta un edificio construido sobre un protagonista que no existe. ¿Democracia o "masocracia”? -se pregunta Sartori- Con toda probabilidad continuaremos diciendo democracia. Muy bien, pero bajo la condición de que el pueblo "real" no sea un protegido falso por excomulgar y erigido en misterio.

Pero no me gustaría pensar que nos encontramos en un círculo vicioso, ante un nudo gordiano que nadie se atrevería a cortar -y seguramente tampoco resultaría conveniente hacerlo-. Las experiencias ciudadanas no han proliferado en nuestro país, pero sí han podido resultar significativas, por el contrario. Sin alejarme de mi espacio más conocido -el País Vasco- expresiones como la plataforma ¡Basta Ya! y la verdadera pléyade de asociaciones, fundaciones y grupos de todo tipo que se han venido organizando para combatir la presión criminal del terrorismo etarra son testimonio que acredita lo que digo.
En otro orden de cosas -y en otra autonomía- el nacimiento de la candidatura "Ciutadans per Catalunya", como contestación a una izquierda que se ha entregado al nacionalismo constituye un hecho muy significativo, sin perjuicio del resultado electoral que obtengan. Acredita la existencia de ciudadanos que son capaces de utilizar los mecanismos que les ofrece el sistema para contestar la deriva que están tomando algunos acontecimientos. Supone una advertencia para una determinada clase política en el sentido de que no puede hacer lo que quiera con los votos que ha recibido.

Es preciso practicar la reforma pendiente en nuestro país, la creación de una democracia de ciudadanos. Los partidos han sido incapaces de cumplir el mandato constitucional: constituirse en instrumento para la participación ciudadana. El mundo interior de los partidos es muchas veces desconsolador: apenas existe debate político, los cálculos son meramente electoralistas y si la clase política practica la endogamia es porque los partidos que la conforman se han constituido en una especie de singular sociedad dentro de la sociedad, renunciando muchas veces al contacto -la inseguridad, el temor al contagio de los otros- con otros grupos sociales.

Aún así, y con todas sus deficiencias, los partidos son un mecanismo útil, necesario e imprescindible para la democracia. Y lo son aunque, como afirmaba don Antonio Maura a finales del pasado siglo sean -los partidos- "marinería que aguarda en el depósito de un gran puerto, dispuesta a zarpar lo mismo para el Ecuador que para el Polo. Partidos que no saben adónde van no son dignos de ocupar el poder ni de retenerlo".

El cambio es deseable y necesario, pero es preciso abordarla con prudencia, no sea que nos ocurra como a Platón, que salió ingenuamente a reformar el Estado de Dioniso y pocos meses después se veía ofrecido a la venta en un mercado de esclavos. Como se sabe, Platón intentaría su "operación Siracusa" por segunda vez, ocasión en que se salvaría con dificultades.

Falta por construir el espacio de una verdadera ciudadanía. Y no resulta tarea fácil, porque la ciudadanía no se improvisa. Es la idea según la cual cada uno de nosotros tiene en su palabra -y no sólo en su voto- el derecho a determinar lo que deba ser hecho.

Y conectando con lo que bien pudiéramos definir como "el eterno retorno de los clásicos" -asunto, por otra parte, tan grato al profesor Eloy García- habría que decir con Alexis de Tocqueville, en "El antiguo régimen y la revolución" que el objetivo consiste en convertir al individuo en ciudadano. El individualismo no es algo propio de la naturaleza humana sino una creación de la sociedad democrática moderna, se trata de una tendencia moral que emerge en un marco definido por la igualación creciente de las condiciones sociales y cuya característica principal es la de alejar a los individuos de los asuntos públicos y replegarlos en la esfera privada.

El desarrollo del individualismo -siempre de acuerdo con Tocqueville- lleva aparejada dos tendencias, una que conduce a la independencia y otra que conduce a la servidumbre. El individualismo apunta aparentemente hacia la primera, pero en el fondo dirige a los individuos, por un camino secreto, hacia la segunda.

El habitante de Nueva Inglaterra se apega a su municipio, no tanto por haber nacido en él como porque ve en ese municipio una corporación de la que él forma parte y que merece la pena tratar de dirigir. Sucede a menudo en Europa que los mismos gobernantes lamentan la falta de espíritu municipal, pues todo el mundo conviene en que es un elemento de orden y de tranquilidad, pero no saben cómo crearlo. Al hacer fuerte e independiente al municipio temen repartir el poder social y exponer al Estado a la anarquía. Ahora bien, quitad la fuerza y la independencia al municipio y no encontraréis en él más que a administrados y no a verdaderos ciudadanos..

"Sin instituciones municipales una nación puede darse un gobierno libre, pero no tendrá el espíritu de la libertad".

Hasta aquí las reflexiones de Tocqueville.

El necesario reequilibrio del sistema, de la oposición -que nunca debiera haberse formulado así- clase política-ciudadanía sólo puede producirse a través de un fortalecimiento de la por ahora débil ciudadanía. Los partidos -la clase política- nunca pondrán manos a la obra en esta tarea. Su preocupación consiste más bien en reforzar y ampliar su espacio, aunque ello se produzca sobre la base de recortar el que les es propio a los ciudadanos..

Y ese fortalecimiento deberá en buena lógica suponer una verdadera revolución democrática. En ella, la irreelegibilidad para el ejercicio de los cargos públicos vendrá dado por el mero ejercicio de la higiene democrática que se derivará de la existencia de una ciudadanía vigorosa en nuestro país.

Política y ciudadanía no serían nunca espacios confrontados y los ciudadanos, conscientes de su papel en la nueva "polis", podrían asumir una responsabilidad pública sin verse obligados -y obligar también al conjunto de la ciudadanía- a convertirse por ello en componente de por vida de la clase política.

Bilbao, octubre de 2.006

5 comentarios:

Lois dijo...

Saludos a la tropa, después de muchos líos y poco tiempo para visitas. Y encima, lo primero que se me ocurre es una precisión en plan hinchapelotas: que el Britannia rules the waves no es un himno nacional. Lo que usan es el God save the King:

God Save The King

(En situaciones oficiales:)

God save our gracious Queen!
Long live our noble Queen!
God save the Queen!
Send her victorious,
Happy and glorious,
Long to reign over us,
God save the Queen.


(ocasionalmente añaden:)

Thy choicest gifts in store
On her be pleased to pour;
Long may she reign;
May she defend our laws,
And ever give us cause
To sing with heart and voice,
God save the Queen!


Y hay mas estrofas que pueden usar en momentos no oficiales.

La cosa viene de Jorge II, al que le hizo un regalo el director de turno de la banda del Teatro Real en 1745, en un momento delicado tras una derrota ante el pretendiente Charles Edward Stuart en Escocia, y en un arranque de fervor dinástico.

Peter dijo...

tienes un regalo en:

http://pactarconelsilencio.blogspot.com/2008/04/premio-brillante-weblog-2008.html

Algunos pájaros errantes dijo...

@Gracias Lois. ¿Qué es entonces el Britannia rules the waves? John Lecarré lo considera una especie de himno de Gran Bretaña al imperio.
@Peter, me siento muy honrado con tu premio. ¿Qué debo hacer para disfrutarlo?

Peter dijo...

Hacer una entrada explicando el premio y lso motivos, y despues dar el premio a otros blogs, emplicar el pocedimiento y poner un link a cada uno de los blogs premiados
y si quieres poner la imagen del premio.
Enhorabuena

Lois dijo...

Enhorabuena por el premio.

Yo creo que el Britannia es una especie de himno patriótico no oficial. Pero nunca lo oirás en una entrega de medallas olímpicas, o una reunión de jefes de estado.

Hombre, no voy a decir que es como el Asturias, patria querida para los españoles, pero casi.