miércoles, 11 de julio de 2012

Intercambio de solsticios (399)

Hoy es el día de la familia india –pero sin vaqueros-. A Pilar le pone su madre un vestido plateado de lentejuelas y una tiara de la que surge una pluma: es la princesa india Tigriria como en Peter Pan-; a mí me ha adjudicado un tricornio dieciochesco de color granate y me ha puesto de nombre “Jefe Indio” –ante mi negativa a recibir tratamiento de Rey, y es que Lorsen parece tener en este punto una confusión entre los “indios” de América y los de la India, confusión semejante a la del propio Cristóbal Colón-. En fin, ella misma se coloca una sudadera elástica en la frente de la que también pende una pluma, y a pesar de que tiene preparada una tiara y a que se llama a sí misma “Reina India Anneliria”, Pilar no le deja que se la ponga. A nuestra hija le gustan los disfraces, lo mismo que a su madre, que un buen día consiguió que le disfrazaran el de Peter Pan –precisamente- y andaba todo el día vestida de verde por su casa. En la pizarra que le trajo el Niño Jesús, anunciamos a las visitas de esta tarde –mi madre y mi hermana- el objeto de semejante atuendo. Y yo escribo en ella los nombres de la familia india, pero -como de costumbre- a Lorsen le parece demasiado parca mi expresión, así que ella se afana en ampliarla hasta que no cabe un solo trazo en la pizarra. A Pilar le gusta que le imponga la tiara en sucesivas ocasiones, y que lo haga con una especie de fórmula simbólica, como cuando los papas o cardenales imponen las coronas a los emperadores o reyes. “Yo, gran jefe indio, te impongo, princesa Tigriria, la tiara que simboliza tu condición principesca. Será ella fuente de derechos, pero también de obligaciones. ¿Aceptas tanto unos domo otros?”, le digo con tono teatral, y Pilar, desde su amplísima sonrisa, dice que sí. Yolanda, la encantadora enfermera que la atiende este fin de semana, no para de aliviar sus mucosidades. Preocupada por las noticias que le da su nuera, mi madre visita a su nieta. Por la noche me deja un recado en mi móvil. “Le he dicho que es la niña con la piel de terciopelo”, me dice. “Ha estado encantadora”. Lo está, desde luego. Para evitar que tenga en menor de los sufrimientos le están enchufando todo el oxígeno que la niña necesite. La pelea médica en este caso es una gestión simplemente humana -¿simplemente?-: que la niña no se lo pase mal ni un solo segundo. Viste de rosa. Todos los días no pueden ser días de disfraz, esté o no el carnaval asomado al calendario. Pilar tiene un día cariñoso y por cualquier causa quiere que la besemos y quiere besarnos a su padres. La visita transcurre con toda normalidad y con el ritual previsto por el orden inmutable que ella impone siempre: desvestirla, trasladarla a la cama, cambiarle el “dodoti", aspirarle los mocos (primera vez), darle de comer, aspirarle los mocos (2) y, cansada como está, salimos de la UCI mientras que Pilar no para de besarnos. Ese domingo por la tarde, una vez que he asumido claramente que Pilar se nos está yendo como el agua que se escurre entre nuestras manos, por más esfuerzos que hagamos pir evitarlo, me siento muy triste. Este trabajo tantas veces mecánico de trasladar sobre las teclas y la pantalla del ordenador las cosas más diversas, se me antoja hoy como la misma expresión de mi desgracia. La pantalla y las teclas que trasladan fácilmente al disco duro unos signos, que juntos forman palabras, y unos cuantos más aún ideas, reflexiones, emociones, se convierten ahora en un amplio pañuelo que recoge mis angustias íntimas, mis sollozos quedos. Y me pregunto, sabiendo que no existe respuesta posible: ¿Qué te puede quedar después de dejar a tu hija a un lado de tu camino?, ¿qué cosa puede deparar la vida que sea menos natural que un padre entierre a su hija? ¿Cómo podrér grabar esa sonrisa de Pilar en lo más profundo de tu ser, para que la tuya no se borre jamás, no se convierta en una permanente mueca de abatimiento? Esta tarde de domingo, tardes-de-domingo tan proclives a las depresiones, he descubierto que Pilar me hace mucha falta, que no quiero que se vaya, que no quiero que se muera. Esta tarde he descubierto que este medio-padre que pasea sus desesperanzas por un hospital de Barakaldo, es al cabo un padre entero, al menos en el afecto, en el cariño, en el amor. Que quizás, y a pesar de todas las diferencias que ha tenido con los demás padres -con los padres que conviven con sus hijos-, es un padre como ellos lo son, porque existe una especie de llamada de la sangre, de las entrañas, que reclaman lo que es tuyo, que exigen que no te sea arrebatado. No, no es lo mismo, no puede serlo, que la reivindicación apasionada, urgente, imperiosa, de la madre. Esos nueve meses lo son todo. Pero, sin pretender establecer una competición familiar, entre un padre y una hija se establece casi siempre una relación especial, complementaria, llena de las características que modifican el espacio, la existencia, la comunicación –¿la incomunicación?- entre las generaciones. Padre-entero, medio-padre. Cualquiera que sea la característica de mi condición, asisto muy triste a este desgarro que se me anuncia y que yo asumo con la cabeza aparentemente alta, como parece que resulta habitual en mí. Y quiero estar fuerte, quiero que Lorsen se apoye en mí, que no caiga una vez más en su habitual pozo profundo. Mis lágrimas deberán llorar entonces hacia adentro. En este mundo que me ha tocado vivir -¿vivir?- hay que tapiar muchas veces la expresión de tus sentimientos, no sea que se desboquen en el desorden y sirvan solamente para certificar tu propia debilidad.

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