miércoles, 4 de julio de 2012

Intercambio de solsticios (394)

¿Y Susana? La hija del matrimonio era una niña de unos 12 años, normal, adaptada e inteligente. Y lo era de tal forma que, conocedora de los prontos con que acostumbraba producirse su madre, prefería seguirle la corriente. Y de hecho se lo aconsejaba a Raúl en todas sus discusiones conyugales: “Papá, es mejor que no discutas con ella”. Pero la separación provocaba en ella un a modo de segunda -o tercera- piel, era esta la del temor respecto de su madre. Carente ya del dique de contención que suponía su padre, Susana se convertía en depositaria de todos los enfados maternos que ella procuraba evitar con el simple procedimiento de aliarse a Paula. Pero cuando el flujo económico dejó de fluir con la liberalidad acostumbrada, Paula utilizaba a su hija para que influyera sobre su padre a fin de que Raúl satisficiera todos los gastos -los superfluos, los ordinarios y los extraordinarios- que acaeciín en la unidad familiar, lo que Susana hacía sin dudar, no fuera que la reacción de su madre la pusiera en un estado de mayor aflicción. No satisfecha Paula con la infidelidad que producía, apelaba ella a uno de los peores vicios que algunas mujeres utilizan en esta etapa de la vida española que se caracteriza por el buenismo y la exagerada protección de la mujer, que no de la igualdad en las relaciones entre los sexos. La consecuencia de esto es que la denuncia por maltrato se convierte, no en una fórmula para intimidar al agresor sino en un atajo para conseguir un mejor resultado económico en la disolución de la sociedad de gananciales. Porque ese era el objetivo de Paula: convertir una discusión conyugal en un maltrato. Y es que Paula creía que la aparición de su marido, esposado, demacrado y sin afeitar, en una mañana de sábado en el juzgado correspondiente constituiría una humillación. Pero no ocurrió de ese modo. Raúl había cambiado de abogado precisamente el día anterior y, en ese nuevo despacho, se incluía una penalista. Cuando Raúl recibía la llamada de la policía citándole en comisaría, una cierta solidaridad masculina hacía decir al agente: - Si viene usted le tengo que meter en el calabozo. De modo que Raúl desaparecía, se citaba con la penalista para el día siguiente y se acostaba -intranquilo- pero en su propia cama. Ese sábado, Raúl se presentó sereno en el juzgado. Se había puesto una camisa nueva, muy diferente a esas aburridas que le compraba Paula, y se puso a leer la denuncia de su mujer; que, en realidad, eran dos, porque había que añadir a esta la de la chica de servicio, la ecuatoriana Samantha. Una declaración, esta última, que había sido doble, porque -presionada por Paula- había vuelto Sam a comisaría para radicalizar tono y contenido de sus afirmaciones. Raúl no dio crédito a lo que leyó. El personaje que las dos mujeres reflejaban en sus manifestaciones era a Raúl lo que Mr. Hyde al doctor Jeckyll en la célebre novela de Stevenson: una especie de salvaje insaciable que golpea a las mujeres y zarandea a los niños. Apareció Paula en la puerta del juzgado, nerviosa ante la incomparecencia de su abogado. Llegaría este finalmente a bordo de un ruidoso y viejo ciclomotor: era de oficio. Después de analizar con su abogada la estrategia de su defensa, Raúl pasó ante su mujer sin dedicarle atención alguna y se situó junto a la sala de juicios. Con el rabillo del ojo advirtió la presencia de Samantha: las dos mujeres conjuradas en su contra. Cuando llegó su turno de declarar, Paula avanzaría con decisión y la cabeza alta; minutos después, volvía a aparecer La porteña, la cabeza gacha y el gesto contrariado, se diría que llorosa. Entre esos dos momentos, el abogado de la argentina pidió a la representante de Raúl una negociacion previa: la retirada de la demanda contra el pago de una pensión y de la residencia de Juana. Estaba claro: no se estaba en presencia de una denuncia de maltrato en sentido estricto, sino de una táctica por parte de Paula que tenía por objeto el de obtener ingresos adicionales, mientras se sustanciara el caso principal; y de situar en el peor de los estados la causa de su marido en el procedimiento de divorcio y de reparto de la sociedad de gananciales. La abogada de Raúl ni siquiera consultó con su cliente: se negó en redondo. Embargado por una sensación de abatimiento, Raúl hizo una declaración aceptable. No fue la mejor intervención ante un tribunal que se recuerde, pero Raúl conseguía colocar buena parte de los argumentos preparados para su defensa. La juez dictaba a continuación el correspondiente auto: no establecía medidas cautelares -alejamiento, pensión compensatoria...-. Venía decir su señoría que se trataba de una disputa conyugal que mas bien debería sustanciarse en el ámbito civil: una victoria sin paliativos. A punto de salir del juzgado, la penalista comentó a su cliente que la declaración de la argentina había resultado confusa, lacrimógena y que le había llevado poco menos que a reconocer que sus móviles eran económicos. Paula debió abandonar el recinto herida en su amor propio, un amor, el que sentía por ella misma que alcanzaba proporciones estratosféricas. Era también insólito el caso de la ecuatoriana. Samantha había sido contratada dos veces por su jefa -lo que suponía que había sido despedida una vez-. La causa de la decisión por la que Paula prescindía de sus servicios era muy sencilla: sentía celos por lo que Paula consideraba una relación demasiado estrecha entre su doméstica y su marido. La razón por la que había sido readmitida era más difícil de explicar: pertenecía al ámbito privado de una personalidad cuasi-clínica. Una vez puesta en evidencia la eficacia de su equipo de abogados y saldada con éxito la primera escaramuza, Raúl se reunía con su principal abogado, Jacobo Bono. Era este un extremeño cuya familia parecía surgir de generaciones de lucha por la supervivencia. De aspecto rudo, vestía aquel verano camisa de manga corta con el cuello cerrado por una aparatosa pajarita. Bono no necesitaba remangarse por lo tanto para soltar su filípica del día a Raúl. Era muy importante –decía el abogado- revertir la situación, volver a su casa, establecer una relación privilegiada con su hija, continuar con el goteo económico... Tienes que recuperar el terreno perdido -concluyó.

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