lunes, 20 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (200)

Estaban allí. Junto a la entrada de la estación que daba a la antigua calle de Agustín de Foxá. A tan sólo diez metros de donde habían dejado a Sidi Ben Bachat, pero su entorno era claramente distinto: Leoncio Cardidal y Juan Carlos Sotomenor bebían sendos gin-tonics en una barra de bar, cerrado al resto de los transeúntes de aquella vieja estación por unos tablones de madera que apenas lograban evitar la contemplación de lo que en su interior pudiera ocurrir. Y en ese interior había una rústica barra atendida por un camarero vestido con chaqueta y camisa blanca, pantalón negro y pajarita del mismo color y un par de mesitas con cuatro sillas redondas. Si lo hubieran pretendido no habrían conseguido que se pareciera más aquel local a cualquier “saloon” del Oeste americano que recogían tantos “westerns”.
Tampoco faltaban, desde luego, las consabidas señoritas que acompañaban en sus tragos a tan distinguida clientela. Dos mujeres de buena altura, una rubia, la otra mulata, y las dos de nacionalidad brasileña. Vestían unos escasos sostenes –blanco para la morena, negro para la rubia- y unas medias transparentes que combinaban con los colores de sus “top’s” y que llegaban hasta cubrir sus caderas, dejando cuando no a la vista sí a la imaginación todos sus encantos.
Las chicas bebían de un vino espumoso que algún osado habría calificado de cava, pero que obedecía a una combinación de calidad dudosa entre un vino blanco de tercera categoría –de esos que en tiempos antiguos se dispensaba en botellas de litro y con cierre de plástico- y gaseosa. Un producto infame que se vendía a precios astronómicos, pero que las chicas apreciaban por su frescor y su bajo contenido calórico y alcohólico, lo que las permitía continuar en forma y hasta altas alturas de la noche.
Leoncio Cardidal se encontraba poco menos que eufórico: había sido un día muy importante para él. Un golpe de estado; el presidente prácticamente secuestrado, si no anulado y unas innegables perspectivas de poder y riqueza económica que constituían los dos pilares básicos de su ambición personal. ¿Qué más podía pedirle a un día? De modo que se afanaba por besuquear a la sensual morenaza que se restregaba literalmente sobre las partes más sensibles de su organismo, sabiendo que en cualquier cuartito trasero de ese cutre establecimiento podría culminar la jornada con un premio. Además que esas chicas no cobraban –o no les cobraban- porque de sus decisiones dependía que pudieran ellas dedicarse al oficio más viejo del mundo.
Juan Carlos Sotomenor, en cambio, establecía una cierta cautela respecto de su ocasional pareja y se concentraba en su bebida, de la que llevaba ya ingeridos dos cumplidos vasos. La chica musitaba un meloso, “¿no te gusto?”, al que el Jefe de la Policía de Chamartín contestaba, “no es eso, no es eso”. No en vano, Sotomenor derivaba antes en la ingesta extraordinaria de espirituosos que en el desenfreno sexual; y, cuando lo hacía, derivaba este del exagerado uso de aquella.
Unos toques sacudieron la temblequeante puerta del local. El camarero acudió a abrir.
- Me dice que es el responsable de la vigilancia de Jorge Brassens –anunciaba este.
- ¿Y qué hace aquí? –preguntó inmediatamente Sotomenor, a la vez que empujaba a la rubia de modo tan brusco que a punto si la chica se daba con su bello organismo en el duro suelo.

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