miércoles, 1 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (190)

Eva Sancarlos encaraba los veinticinco con estimable fuerza. No habÍa quien se la pusiera por delante, ni siquiera su pareja, Rubén De Diego, que más parecía un sujeto silente y asintiente que otra cosa. Porque Eva había madurado de forma más que rápida en comparación con otras chicas de su edad, en una generación que ya se caracterizaba de manera general por su ausencia de madurez. ¿La causa? Sencillamente que sus padres fallecían en un accidente de tráfico cuando ella apenas había cumplido los quince y su hermano Darío tenía tres menos. Unos tíos lejanos asumieron la tutela de los huérfanos Sancarlos, aunque hay que decir que su protectora sombra nunca llegaría a ser alargada. En la práctica, Eva debió hacerse cargo de Darío, si bien sus tíos libraban el escaso patrimonio de sus padres cuando los hermanos lo requerían. Tuvieron lo necesario para su manutención, por lo tanto; en cuanto al cariño, se lo debieron ofrecer recíprocamente. Nadie más estaba dispuesto a hacerlo.
Cumplidos los dieciocho, Eva, acabaría con hacerse cargo de todo, lo práctico y lo jurídico. Concluía sus estudios y se colocaba de secretaria en una empresa de publicidad donde, sin apenas moverse de su mesa de trabajo, recibía -y aceptaba, por cierto- buena parte de las ofertas sexuales planteadas por sus compañeros, eso sí, con ese carácter abierto y no necesariamente
comprometido que es hoy en día habitual en esa generación. Y cuando aparecía Ruben en su vida lo pactaron -o más bien fue ella la que puso las condiciones-: "un polvo fuera de la pareja no supone nada; dos, con la misma persona, empieza a ser preocupante y, a partir del tercero, hay opción para la ruptura”. Claro que Rubén nunca había hecho uso del derecho a la "promiscuidad tolerada". Eva sí. Bastaba con un sugestivo encuentro de miradas en un bar cualquiera para que ella se acercara a la zona de la barra del que sería su próximo y eventual compañero de cama. Una breve llamada comunicaba a Rubén que esa noche no la esperara para la cena. Él era pretendidamente abierto y liberal, pero toleraba mal esos episodios que habían terminado por crear una buena cornamenta en sus sienes.
Rubén ejercía de pasante de un renombrado notario de la ciudad. Darío, su cuñado, trabajaba en una empresa de informática –tenían suerte: los tres mantenían incólumes por el momento sus puestos de trabajo-. En lo que se refiere a sus expansiones amorosas, el otro vástago Sancarlos estaba tan volcado en las relaciones sexuales esporádicas como su hermana, y desde su condición homosexual ese afán se multiplicaba. Frecuentaba de tal manera los bares de ambiente gay en el barrio de Malasaña que cada dos por tres se enamoraba "para toda la vida", por supuesto, de otro joven homosexual. Eva lo sabía y lo aceptaba, había ahí un gen familiar ocultado por sus tíos, pero no menos cierto, después de todo.
De modo que Eva, Darío y Rubén hacían un trío pandillero al que en ocasiones se podían agregar los novios eternos del segundo -una eternidad que apenas duraba dos o tres semanas-. Alguna vez Eva aparecía en el grupo con su amante de la noche anterior, pero lo evitaba por lo general: era consciente, después de todo, de que se trataba de un gesto de mal gusto y que a Rubén le horadaba internamente en su paciencia.
De modo que Alvaro -la pareja ocasional de Darío- se sumaba esa tarde de domingo al trío y se quejaba con amargura de esa hamburguesa a la que limpiaban un poco la mayonesa que la impregnaba. ¡Cómo estaba el servicio de la hostelería! Si bien, la amabilidad del encargado les reconciliaría con el local. Después de todo… un error lo tiene cualquiera, lo importante es reconocerlo.

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