jueves, 2 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (191)

Sidi Ben Bachat fue conducido a la fuerza a un recinto situado junto a la entrada de la antigua estación de Chamartín, en el lugar donde existía un antiguo bar, muy cerca de donde paraban los taxis a recoger a los viajeros: se trataba de la comisaría del Distrito, una especie de Black Beach ecuatoguineana, bien protegida de los ruidos que procedían del exterior, pero aún mejor aislada de los aullidos de terror que algunos prisioneros lanzaban al vacío, quizás para ahuyentar, siquiera por un momento, el dolor por las torturas que les infligían.
Porque los servicios de Cardidal, en ese reducto del que apenas nadie que tuviera algo que ver con el Consejo de Distrito conocía realmente, experimentaban con el dolor humano de modo parecido al que los nazis alemanes habían desarrollado durante el Tercer Reich. Pero no había en aquellos utilidad alguna –si es que pudiera llegar a ser útil la provocación del espanto-, salvo quizás para ellos mismos: por conocer los límites de la resistencia humana, allí donde la voluntad se rinde a la perversión y el ser humano se degrada hasta lo imposible, modificando sus declaraciones al albur de los deseos de su torturador, bastándole para ello la sola contemplación del instrumento del terror.
Y es que los nazis que dirigían los campos de concentración habían integrado los mismos centros de exterminio en su sistema productivo. Y no sólo se trataba de que la escasa grasa sobrante en los cuerpos de los judíos se convrtiera en jabón, era que los tullidos servían de experimento para las compañías farmacéuticas, como conejillos de indias humanos, primero, y luego, cualquier otro desheredado de la tierra servía a ese objeto.
Los hombres de Cardidal se ensañaban con sus presos para obtener de ellos el dinero que se decía que poseían. Empezaron por reclamarlo desde las aspiraciones de sus legítimos dueños. ¿Pero qué pasaba si –dado el caso de que fuera recuperado por ellos- no se entregaba a sus propietarios? Nada. Así que fueron perfeccionando su técnica: se quedaron con el dinero y después simplemente lo robaban.
Y luego se fue extendiendo el asunto a la más lamentable depravación y se facilitaba amplia cobertura a los instintos de los guardianes: la tortura como simple instrumento del sadismo como desviación sexual o simplemente como amenaza para que la mujer, la joven, incluso la niña, o el niño, sirvieran de amantes de sus más heterogéneas depravaciones.
No tenían, sin embargo, prisioneros políticos. Hasta aquel momento, desde luego. Porque no hay dictadura que se precie sin su buena ración de presos de conciencia.
Bachat sería alojado en una de las mazmorras de ese centro de reclusión.

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