lunes, 27 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (202)

Equis extrajo una profunda bocanada de su cigarro puro después de mojar el extremo de este en la copa de coñac. Iba a dar comienzo su narración.
- Por razones que no son del caso –empezó equis-; lo importante, ya te dije, es la historia, no quiénes son en realidad los personajes. Es verdad que la cosa tiene un cierto morbo, pero faltaría a una elemental norma de prudencia y de reserva si te diera datos concretos que te puedan servir para conocer a los auténticos protagonistas de la historia. En todo caso, te diré que no los conoces. Vamos, supongo que no los conoces, aunque los apellidos de algunos de ellos es más que posible que te suenen: están o han estado en las páginas de los periódicos…
Era lo pactado entre ambos. Así que Brassens no formularía observación alguna.
- Permíteme una breve introducción. Se trata de una familia normal, podríamos decir desde el punto de vista de sus recursos económicos. Acomodada, lo que los franceses –a equis le gustaba a menudo recordar sus orígenes- llamaríamos una familia burguesa. Es verdad que en algunos casos una parte de la estirpe ha tenido relación con la política o con el periodismo, y ello les ha supuesto la concesión de nobleza por parte de la Casa Real. Quizás de ello deba afirmarse que puedan disponer de lo que yo llamaría ínfulas aristocráticas, aunque yo creo firmemente que la aristocracia ya no es en España una clase social. No lo es con seguridad tampoco en muchos países de Europa.
- Yo también lo creo –dijo Brassens.
- Estamos de acuerdo, por lo tanto. Bien. Insisto en que no hace al caso… La acción se desarrolla en Madrid. Y el nudo fundamental está trabado en torno a la figura de una persona mayor. Tiene por encima de 85 años y está impedido, física y mentalmente, según una parte de la familia; y sólo con dificultades de desplazamiento según la otra. Lo cierto es, y se trata de un dato objetivo, que necesita de ayuda para todo: lavarse, vestirse, desplazarse… Dispone para ello de un asistente, un sudamericano de estos.
Breve trago de licor y amplio chuporroteo a su cigarro, antes de proseguir con la historia.
- Digamos que este señor se llama Juan Carlos de Vicente. Es viudo y posee una inmensa fortuna. Y cuando digo lo de “inmensa” no exagero un ápice, créeme. Decir que tiene más de mil millones de las antiguas pesetas se queda más que corto.
- Debo añadir –continuaría equis- que esa circunstancia no afectaba necesariamente al resto de su familia, porque el origen de sus riquezas venía de su matrimonio. Un origen ciertamente oscuro –añadió equis modificando el tono de su voz-, como ocurre con prácticamente todas las grandes fortunas. El caso es que ese flujo dinerario no beneficiaba a sus consanguíneos.
- El matrimonio de los de Vicente no tenía hijos. Su mujer era hija única. Pero esto se puede parecer a las novelas de Morris West que se titulaban: primera parte, “A quien Dios no da hijos…”, segunda “El diablo da sobrinos”.

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