El paseo vespertino transcurría bajo un agradable sol de otoño. Llegaron hasta el “Ponte Vecchio” después de pasar por el Duomo y el Campanile y la “Piazza Della Signoria”. A Jorge Brassens le pasaba con Florencia como a Proust con las personas: que siempre las redescubría en cada momento en que las volvía a ver. Era la callejuela desde donde se atisba el empinado pico del “palazzo Della Signoria” o esa visión que nunca antes había descubierto en la desembocadura de la calle que lleva al “Palazzo Pitti” o el sol de la mañana fulgurante o la luz eléctrica cuando se hace de noche y hasta el arte de Florencia se diría que se bate en retirada.
Volvieron al hotel y se arreglaron. Tomaron un taxi en la estación de autobuses y llegaron a a Biblioteca Nacional, donde les esperaba un recorrido entre antiquísimos libros conservados en sus estantes y amenizado por actores que representaban piezas teatrales,ataviados con ropajes de época medieval, esos bellos trajes de la Italia de ese tiempo magnífico.
Desembocarían en el atrio de la Santa Croce, donde se les serviría una copa. El frío de la temporada les sorprendería relativamente: habían tenido la precaución de cubrirse con ropa de abrigo.
Luego fue la entrega de los premios “Galileo 2.000”, correspondientes a este año de 2.009. Los homenajeados fueron pasando al estrado en que se había convertido el altar de la iglesia franciscana, que por primera vez se abría al público para la celebración de un acto laico. Pero todo estaba previsto, y ese incombustible organizador que es Alfonso de Virgils había agregado a la lista de los premiados a un cardenal que recogía su estatuilla ataviado con un discreto “clergyman”.
Resultaría simpática –aunque hasta rozar el histrionismo- la intervención del director Roberto Benigni, el autor de “La vida es bella”.
Finalizado el acto un danzante español y una cantante italiana ejecutaron el”Ave María” en las escaleras de la iglesia.
Luego fue la difícil tarea de encontrar un taxi para acercarse a la casa de Alfonso de Virgilio que los había convidado a cenar.
Esa casa en Luncarno, de decoración minimalista otrora, se convertía para la cena en una profusión de mesas redondas atendidas por camareros con pajaritas y chaquetas blancas. Allí Brassens se reencntraría con un matrimonio de amistad antigua y de procedencia gaditana.
Vic Suarez tomaba un taxi –que seguramente sería de otro comensal: en Florencia los taxis se piden por teléfono, no se encuentran con facilidad por la calle.
A su regresoal hotel, Jorge Brassens volvía su móvil, desterrado de sus bolsillos durante la recepción.
Había un nuevo mensaje de Paolo Zanotto.
“La única posibilidad es verse por la mañana aquí en Siena de las 16’00 a las 19’00”.
Esa mañana de domingo, Jorge Brassens escribía un SMS a Zanotto en el que le pedía que se acercaran a Florencia a comer con ellos. Aludía como justificación al cansancio del viaje y a la inminencia del regreso.
No esperó a la respuesta y salieron de paseo. Recorrrierom las calles de Florencia hasta el Pitti y por el Oltrarno hasta el Harry´s Bar, que estaba cerrado.
Brassens leyó la respuesta de Zanotto desde la terraza en la que tomaban una Coca-cola. Zanotto le decía que no les resultaba posible. Así que encontrarían un restaurante en el que, ya caída la noche –había cambiado la hora- tomaban unos “spaghetti”, antes de regresar a su hotel, desfallecidos pero encantados.
La mañana siguiente era el regreso a Madrid. El vuelo de Florencia a Roma apenas duraba 30 minutos en el aire. La conexión con la salida a Madrid era sencilla y rápida en el aeropuerto. Pero el avión demoraba unos 45 minutos .
Ya en pleno vuelo, el comandante pedía el concurso de algún médico. Dos filas por delante de la pareja una señora sufría un fuerte desvanecimiento. El oído –preciso- de Vic Suárez radiaba a Jorge Brassens las menores circunstancias del suceso: venìa ella de Bali, padecía de alguna dolencia cardíaca, le aplicaban oxígeno, pero no se recuperaba plenamente a pesar de los 3 ó 4 especialistas que la rodeaban –algún sarcástico habría sugerido que, quizás a causa de esa proximidad empalagosa, la buena señora no volvía plenamente en sí.
Un equipo sanitario de urgencia entraba en el avión antes del desembarco del resto del pasaje. Se llevaban a la señora en una silla de ruedas.
Esa vez la maleta aparecía sin trastorno alguno y un taxi les conducía a casa.
Fin de viaje. Florencia bien vale todas esas incidencias.
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3 comentarios:
Aunque no supieses donde te encontrabas las calles, las plazas, los edificios te estaban indicando que aquel era un lugar muy especial.
A todos los amigos intercambiadores de solsticios que me han alegrado las mañanas de este año que acaba: Jorge Brassens, Vic Sárez, Adelfa, Jacobo Martos, Esmeralda van Koengsling, Leoncio Cardinal y tantos otros... ¡a seguir dando guerra y buena compañía!
Leerte cuando escribes bajo tu faceta de escritor sin otro propósito que el de la pura literatut¡ra me deleita sobremanera, me quedo extasiada.
Muchas gracias.
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