lunes, 26 de julio de 2010

Intercambio de solsticios (69)

n el momento en que Adelfa hacía su entrada, Juanito se sentaba en el lugar que ocupaba habitualmente durante los Consejos de Gobierno locales. Había una suerte de racismo encubierto en aquel chino con los negros, aunque la presencia de la ciudadana de origen gabonés resultaba poco menos que extraordinaria en aquellos lugares y en esos tiempos. Y no por su color precisamente: Adelfa era una negra estilizada; de grandes ojos achocolatados; una boca con labios muy grandes y pronunciados que se dirían ventosas, capaces de aplicar un sello imborrable desde el mismo momento en que se fijaban a cualquier objeto o cuerpo; tenía el pelo rizado y la cara alargada; escultural la facha, con una elegancia de movimientos y palabras que se dirían propios de la consolidación de muchas generaciones de señorío y cuidados ajenos.
Era extraordinario que Adelfa no fuera sino una niña-bruja; procedente de un poblado de mala muerte; a la que raptaban, violaban y estaban a punto de matar. Una niña que acababa en un lupanar cercano a esa calle Montera donde las chicas se ofrecían a cambio de un billetes hasta poco antes de finales de 2.012, porque hoy en día la prostitución reinaba a la luz del día en no importaba en qué lugar y no hacía ya distingo de clases sociales.
Vestía Adelfa una túnica ceñida a lo largo del cuerpo que acentuaba sus espléndidas formas y el brillo que desprendían sus ojos al advertir la bobalicona mirada de los hombres revelaba la calculada indiferencia que sentía aquella mujer respecto del sexo, una vez concluidos los tiempos en que ese era su único modo de vida.
¿Lo seguiría siendo ahora? Es cierto que los cargos locales eran, por definición, gratuitos y que sólo algunos complacientes miramientos de sus titulares con las mafias que se adueñaban de cuantos espacios les eran plausibles –que lo eran casi todos, aún los controlados por el propio Consejo Local en muchas ocasiones- permitían a las personas, en principio justas y honestas, obtener recursos con los que dedicarse a la cosa pública.
¿Era eso inmoral? ¿lo era prostituirse para vivir o prevalerse de su posición oficial como hacía el chino Huang para obtener mejor precio o clientela para sus productos o negociar en el mercado negro con mercancías obtenidas en otros distritos de la vieja Madrid y transportados por valija diplomática –como hacía Jorge Brassens? La moralidad había caído en el fondo más profundo del lodazal de las diferentes basuras. Y si María Magdalena había superado la prueba más de 2.000 años antes, los fariseos de ayer y hoy continuaban soportando las acusaciones más certeras. En todo caso, nadie podía saber nada a ciencia cierta, nadie podía arrojar la primera piedra y nadie lo hacía.

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