El presidente del gobierno municipal se batía en retirada dispuesto a concentrarse en otras tareas hasta que diera comienzo la reunión. Una reunión que sin embargo había convocado él mismo para dentro de… ¡unos escasos cinco minutos! Y era que… tenía la inveterada costumbre de llegar tarde a todo tipo de eventos, incluidos los que habían sido convocados por su propia persona.
Así que Jorge Brassens se quedaba solo en aquel recinto. Una sala de reuniones en la que la mesa la constituía un tablero de enormes proporciones que se veía soportado por dos caballetes. La superficie, rugosa y áspera, exigía de alguna superficie intermedia entre el papel que y la madera, pero el delegado de exteriores de la Junta disponía de innumerables cuadernos y adminículos para la toma de notas, procedentes de sus etapas anteriores como responsable político y colaborador de organizaciones diversas a lo largo de una vida intensa en estos aspectos.
Abrió entonces el portafolios y extrajo de él una agenda del año 2010 que usaba ahora como bloc y que abrió por la página correspondiente a los acuerdos de la última reunión.
Se puso las gafitas con aumento de dos dioptrías que usaba para leer todo tipo de papeles cuando escuchaba el ruido de la puerta y la discreta entrada de un ciudadano de aspecto oriental.
Huang-Tchang-Fee –más conocido por “Juanito” entre sus compañeros y amigos- saludó de manera cortés a Jorge Brassens inclinando la cabeza. Y antes de sentarse dijo:
- ¿Qué tal van tus cosas?
Juanito era un individuo menudo y afable. Patricia que su raza o su familia o ambas cosas a la vez, le habían otorgado el beneficio de la eterna juventud. Porque el chino en cuestión disponía de unos rasgos adolescentes, una agilidad de felino y una delgadez que hubiera resultado de una elegancia extrema si no hubiera sido por su también extremadamente reducida estatura. En su condición de responsable de comercio interior y exterior de la entidad local, Huang vestía con innegable corrección un traje de alpaca fabricado a la medida, una camisa de discretos tonos azules y unos mocasines “Church” que se vendían a 500 euros antes de que la crisis hiciera su aparición. Era evidente que Juanito lo había obtenido todo en el mercado negro y prácticamente regalado, cambio de los favores que él considerada adecuados al importe de lo que se le concedía: nada había que no tuviera un precio en aquella sociedad de subsistencia.
- Mis cosas bien –respondía Brassens-. Pero ayer Vic y yo estuvimos a tiempo de tener un buen disgusto.
Huang detuvo su presurosa marcha hacia el asiento contiguo al de Brassens. Se quedó quieto y rígido como una estatua antes de inquirir:
- ¿Qué te ha pasado?
- Nada. Que decidimos darnos una vuelta por el pantano y a la vuelta a Chamartín nos persiguieron unos sujetos.
- ¡Ah, bueno! Sólo ha sido un susto –declaró el asiático con la naturalidad del que ya no se sorprende por nada-. ‘si tú ‘supielas’ –agregaba entonces-. ‘Cleo’ que el ‘vice-lesponsable’ de economía ha ‘muelto’ esta ‘madlugada’…
- ¿Pedro Montañés? –se asombraba Brassens.
- Así se llamaba –continuaba Juanito-. Iba con su ‘mujel’ a una cena a la que les habían invitado unos amigos… y a la salida de la casa no les dio ni tiempo a ‘llegal’ a su coche. Les ‘solplendielon’ unos maleantes, les ‘lobalon’ lo que llevaban encima y les ‘pegalon’ ‘tles tilos’ a cada uno.
“Unos maleantes –pensaría Brassens-. O los mismos componentes del servicio de orden oficial que dejaban de hacer guardia para ponerse la visera de delincuentes comunes”. Pero no estaba bien visto reconocer semejante nivel de degradación de la autoridad entre los consejeros del gobierno, así que el bilbaino de origen prefería callarse.
Los Montañés, precisamente un matrimonio de Bilbao, de esas familias que un día Antón Menchaca describiría como el “Piccolo mondo antico” de esa ciudad. Él, un abogado que había desempeñado algún que otro cargo político en la etapa en que el PP gobernaba en España; ella, una mujer lista que se movía como un pez en todas las aguas de todas las épocas que le había tocado en suerte vivir. Les había perdido esa segunda piel que Isabel tenía por la vida social. No eran buenos tiempos para esa clase de música.
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