El hermano mayor de Joaquín Romero celebraba su cumpleaños convidando a almorzar a éste y a su mujer. Le había prometido hacerle partícipe de una historia que no consideraba oportuno narrar por teléfono.
Sentados en la mesa de un restaurant de Madrid, el camarero les servía una copa de vino tinto procedente de las bodegas de un amigo de Joaquín, que era a su vez hijo de unos amigos de sus padres, un caldo riquísimo.
- Te había prometido una historia -empezaría el homenajeado-. Y te la voy a contar… quiero decir -se corregiría a sí mismo, observando a su cuñada-, os la voy a contar.
Joaquín Romero observaría el comedor del establecimiento, que integraba una mezcla de arcos andaluces de inspiración árabe con motivos castellanos, y una cocina que fusionaba también las dos tradiciones, el rabo de toro como el astro de sus guisos.
Premioso y deteniéndose en los detalles, su hermano daría comienzo a su relato.
- Una de mis hijas, Diana, ha empezado a trabajar con una productora de Hollywood…
- ¿Qué tal le va? -preguntarían al unísono Joaquín y su mujer.
- Está encantada… ha conseguido ese trabajo por mediación de su antiguo jefe, al que conoció ella en su anterior empleo, del que salió primero él y luego Diana…
- Y ahora se han vuelto a encontrar -comentaría Joaquín.
- Eso es -confirmaría el primogénito-. Como podréis comprender los dos se llevan muy bien… yo conozco a su jefe desde el trabajo anterior. Un día vinieron a Madrid para una reunión y habia huelga de taxis. Diana me pidió que hiciera de chófer y les llevara al hotel. Cosa que hice.
El matrimonio Romero intercambiaría una mirada de inteligencia; “las cosas que tienen que hacer los padres por los hijos…”
- … me pareció un tío muy agradable -continuaba su narración-. Aunque no tuve mayor contacto con él que el trayecto en el que les llevé desde Barajas al hotel de Madrid…
El hermano de Joaquín se daria un respiro para beber un sorbo de agua. Venía sediento.
- El caso es que un día, en Los Angeles, comiendo, su jefe, Frank Dorregard, se llama, le hizo una pregunta a Diana:
“¿Tú tienes un antepasado que tiene una estatua en Palma de Mallorca?”
“Sí. Un tatarabuelo mío tiene una estatua en esa ciudad”, contestaría ella…
- ¿Le había hablado algo Diana a su jefe de nuestro bisabuelo? -preguntaría Joaquín interesado.
- Nunca. En ningún momento, según me dijo ella.
- Muy curioso… -observaría la mujer de Joaquín.
- Sí. Pero todavía queda algo más, y lo más importante. El caso es que Frank cree firmemente en el ancestralismo, una creencia por la cual todos tenemos a alguien de nuestra familia que nos cuida desde arriba… el caso es que ese alguien, en el caso de Diana es su tatarabuelo, el mismo que me cuida a mí…
- En el supuesto de que así sea, ¿cómo lo sabes? -preguntaría Joaquín Romero.
- Porque los ancestros se comunican entre sí. Y a veces también con nosotros…
- ¿Con nosotros?
- Sí. El ancestro de Frank se comunicó con él. Le dijo que había hablado con el tatarabuelo de Diana y que también le había contado que su protector… vamos a llamarlo así, era él mismo, y también era mi protector. Yo siempre había creído que era nuestro padre…
- De modo que nuestro bisabuelo se comunicaría con el antepasado de ese tal Frank… que es una especie de médium… -comentaría Joaquín.
- Algo así. Y le dio un mensaje para mí.
- ¿Un mensaje? ¿Qué mensaje?
- Que me convenía jubilarme…
- Extraño mensaje cuando proviene de alguien que no pararía de trabajar toda su vida… nuestro bisabuelo murió con las botas puestas -observaría Joaquín.
- Aunque yo me encuentro bien y me gusta lo que hago… -reflexionaría su hermano, que no parecía muy dispuesto a seguir el consejo de su antepasado y cuidador.
Se hizo un silencio que Joaquín Romero rompería:
- Brindemos en todo caso por la memoria de nuestro bisabuelo y por la salud de su biznieto. ¡Setenta y siete años!
- ¡Y que cumpla muchos más! -agregaría su mujer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario