Publicado en es.diario, el 5 de octubre de 2025
Decía el sociólogo marxista, Herbert Marcuse, que el capitalismo deshumaniza al ser humano, convirtiéndolo en un objeto a ser considerado desde una única dimensión, la del trabajo que desempeña; el resto de sus ámbitos de actuación -familia, aficiones…- no entran en la ecuación. Seguramente no caía en la cuenta el pensador norteamericano, de origen alemán, del humano trato que recibieron los trabajadores y los campesinos, los presuntos disidentes de los regímenes comunistas y los críticos al sistema de partido y liderazgo únicos de Stalin, y sus purgas y hambrunas, o de Mao Tsetung con sus devastadores “Gran Salto Adelante” -que conduciría a la muerte por inanición a un número incontable de gentes del campo-, o la “Revolución Cultural”, -que arrinconaría en las zonas rurales, condenando a trabajos manuales, a un buen número de cuadros de su mismo partido, acusados de aburguesamiento por el grupo sectario al que el propio Mao calificara como “La banda de los cuatro”.
Habrá que convenir, en todo caso, con el citado escritor, que el hombre no es un ser unidimensional. En el supuesto que pretendo abordar en este comentario, don Antonio Maura ha pasado a la historia como un político que disponía de un acreditado bufete, por el cual pasarían además alumnos tan caracterizados como Ossorio y Gallardo, Lequerica o su propio hijo, Miguel.
La interpretación que los historiadores y biógrafos han desarrollado de la figura de Maura viene predeterminada -como por otra parte resulta lógico- por su influencia política a lo largo de una dilatada trayectoria que navegaría por las dos orillas de la Restauración, la previa al Desastre de 1898 y la posterior a la Dictadura de Primo de Rivera-. Y es que don Antonio apenas gobernaría cuatro años en el sistema presidido por la Constitución de 1876, pero su voz se atendía alto y claro durante todo aquel periodo.
Pero como han demostrado los ponentes en el seminario que, dedicado a su memoria, organizaba la Fundación Antonio Maura, junto con otros patrocinadores, en el pasado mes de septiembre en la UIMP, don Antonio fue antes jurista -no sólo abogado- que hombre de estado -no sólo político-. Y eso que a su llegada a Madrid su principal ambición consistió en hacerse profesor, porque a los hombres de esa condición se les guardaba respeto.
Ocurrió, sin embargo, que el joven Maura se decantaría por la abogacía, dado que el plan de estudios acortaba el periodo para acceder a esa licenciatura. Y en las aulas tropezaría, para su bien, con dos de los hermanos Gamazo -que más tarde serían sus cuñados- y que le llevarían a conocer a don Germán Gamazo, titular de un importante bufete y jefe de un ala del partido liberal presidido por Sagasta.
En ese despacho iniciaría sus prácticas don Antonio, antes de que la política viniera a interesarle. Pero resultaba inevitable, un asunto llevaría al otro. Al fallecimiento de su cuñado, en 1901, heredaría Maura bufete y jefatura de facción.
Don Antonio consideraba la práctica del Derecho desde una perspectiva que definiríamos como iusnaturalista, que no positivista. Esto es, que pretendía acercar el Derecho a la justicia, en lugar de encontrar, desde la siempre procelosa selva de las normas, el argumento que diera la razón a su cliente.
Si observas que el asunto que presentan a tu consideración es justo, abre el Código y localiza el encaje jurídico de la pretensión, diría Maura. A lo que añadiría, en otro momento, que merecía más la defensa un pobre que tuviera la razón que un rico que por esa causa contara con recursos para su mejor amparo.
Esta idea de la justicia la aplicaría don Antonio a todos los ámbitos de su vida -privada y pública-, y lo haría de forma tan inflexible que en ocasiones hasta pugnaría con la realización de su mismo programa de reformas. Un proyecto emprendido primero sin éxito en su breve gobierno de 1903 -que dimitió cuando el Rey pretendió nombrar al ministro del Ejército-, y tendría fructífera continuidad en el gobierno largo de 1907-1909. Y es que Maura se negaría a turnar con los liberales a partir del pacto de éstos con los republicanos -extramuros al sistema- en la coyunda ideológica del “Maura no”, que de forma tan irresponsable promovieron estas huestes para mantenerse en el poder. Don Antonio les exigiría una rectificación, que estimaba justa y necesaria, pero que nunca llegó, lo que le mantuvo alejado del poder hasta que los idóneos de Dato -este terminó era de Maura- alcanzaran el gobierno sin mayores exigencias a sus rivales politicos del ya disperso liberalismo.
Y es que en política -que no necesariamente en la práctica juridica-, se requiere una cierta flexibilidad y alguna transigencia, saber ceder ante determinadas dificultades para arrostrar con presumible éxito los objetivos que se pretenden.
Ése, quizás, sería el mayor error político de don Antonio. Un error dictado por un universo personal en el que la idea de la justicia, vale decir de la corrección, de la moralidad y de la ética, prevalecían en todo caso sobre la acomodación y la ductibilidad.
Pero es que en ese hombre, de facetas diversas aunque de una única e integra condición, podría más el jurista que trabaja por la justicia que el político que ambiciona el poder. Hasta cierto punto, la España de su tiempo enterraría al hombre de estado, en tanto que el Derecho ganaría a un preclaro defensor de la función civilizadora que comporta esta práctica.
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