miércoles, 18 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (347)

“No. Si en este tiempo de mierda no hay nada serio”, pensó Cristino Romerales después de consultar el reloj. Sus manecillas marcaban ya las cinco y no había aún rastro de Corted ni de su gente.
Pero surgía de la estrecha escalera un ahogado ruido de pasos.
Segundos después, una enérgica llamada formada de golpes sobre la puerta de su despacho no pudo sino sobresaltar su atención, pese a la expectación, el Consejero de Interior de Chamberí estaba prácticamente derrotado por el cansancio.
Se abrió la puerta y por ella entraría el antiguo coronel del CESID. Vestía un impecable uniforme militar de combate, de su pecho colgaba una canana repleta de balas, de su brazo emergía el reluciente cañón de un Kalashnikov que nadie sabría muy bien de qué manera había pasado a formar parte de sus efectivos y… “¡qué más daba!”, se dijo para sí Romerales, en tanto que su gesto denotaba la doble o triple sorpresa.
- Son las cinco menos segundos y aquí estamos –declaró Corted enseñándole su reloj.
- Yo tenía las cinco y cinco, pero me da igual –respondió Cristino.
Damián haría un gesto d negación con la cabeza. Pero el responsable político prefería no darle pie a que continuara por aquel registro.
- Está bien. Pasad todos, por favor.
En “tiempos normales” –que decía Ramón Rubial, cuando se refería a la Monarquía restauracionista y a la República y que ahora, en ese lamentable 2.013, equivalía a los más de 30 años de democracia- el grupo que emergía como de uno de esos días del pasado “smog” madrileño, podría haber sido considerado como el “Ejército de Pancho Villa”, pero nada podía ser despreciado dados la atribulada situación en que estaban viviendo.
El primero en aparecer era un trasunto de Sancho Panza, que contaría a la sazón sus buenos sesenta años. Vivaz y ágil, aunque presionado por el peso de su armamento: un fusil de caza que le había ofrecido muy buenas jornadas en la citrería menor; más válido, por lo tanto, para atrapar conejos que para ahuyentar forajidos.
- Soy José Ladrón de Ajanguiz –dijo el breve sujeto como presentación, antes de extender su mano hacia la de Romerales, quien la estrechó no sin algún recelo.
Ladrón de Ajanguiz se situaría en un rincón del ya poblado despacho –a Romerales y Corted se les sumaban Caldera y el cadáver del otro topo.
Un segundo sujeto hacía su entrada. Un barbado joven de unos treinta y cinco. No tenía este –tampoco el anterior, desde luego- el aspecto militar.más bien el de un muchacho progre, sacado de las Universidades de los años sesenta y trasplantado gracias a una especie de túnel del tiempo hasta nuestros días.
- Yo soy Jaime López, pero me puedes llamar Jalo –declaró.
El tal Jalo vestía un uniforme indefinible, formado de retales que parecían obtenidos en el madrileño Rastro o entregados por el Ejército de Salvación en cualquiera de sus versiones españolas –la Cruz Roja, la parroquia de turno o la Orden de Malta, por poner sólo algunos ejemplos-. Su armamento era, sin embargo, más sofisticado: la ametralladora que colgaba de su hombro parecía un eficaz instrumento de matar.

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