jueves, 19 de abril de 2012

Intercambio de solsticios (348)

Lorsen me habla con aproximaciones e indirectas en relación con el asunto que me quiere referir, y eso que mi mujer es una chica a la que le gustan las cosas claras. Por eso me doy cuenta de que me quiere contar algo que muy probablemente no me gusta.
... Me quería explicar no sé qué historia sobre un cura. ¿No lo decía yo?
No, no es que a mí me parezcan mal los curas. Ni mal, ni bien. Pero tampoco me parecen excesivamente imprescindibles a mi –lo reconozco- peculiar concepción religiosa, por la que en el caso de que Dios existiera no pretendería, para darse a conocer, un instrumento como el formado por la grey de tantos curas y monjas como existen por esos mundos de... quien sea.
Y yo no sé quién es ese sacerdote del que me quiere hablar Lorsen. Por eso no es posible que le tenga manía alguna, por lo menos aún. Pero, según va ella desenvolviendo su historia yo contraigo el gesto a la vez que procuro evitar una mala expresión. Quizá se me quede de esa manera una cara de tonto, pero ese es corto precio a pagar, si acaso, por asunto tan complicado.
Se trata, por supuesto, de Pilar. Su madre se está entrevistando con el cura que tiene a su cargo el cuidado de los enfermos del hospital de Cruces . Debe ser un hombre bastante atareado, pues se ocupa teóricamente de cientos de camas -¿400?
Lorsen reconduce, como hace siempre, los asuntos que ella intuye complicados a las siempre más sencillas relaciones personales. “Es muy majo”, asegura. Es una forma que utiliza para alejar, de una forma siquiera provisional, mis sospechas.
“No sé si se tratará de una persona agradable –pienso para mí, con la seguridad de no hacer partícipe a mi mujer de mis enrevesadas opiniones respecto del clero-. ¡Pero afortunadamente que no se trata de una monja! La discusión con un cura resulta por lo menos factible: al fin y al cabo, por muy superior que se sienta, dado que se ve ungido por ciertas cualidadaes para-divinas, se trata de un hombre, y la misma condición une más que separa, permite una cierta complicidad en el debate, un momento en que al menos la tierra de nadie en la discusión sitúa muchas veces el combate dialéctico en un resultado de empate estricto. Las monjas son diferentes: son esposas de Dios y mandan, por lo tanto, en Dios y, por extensión, en nosotros. No es que sufran de complejo de superioridad, es que son superiores Y te hablan con tal distancia respecto de tus sentimientos más comunes con la displicencia de quien ya lo ha resuelto todo: Haga lo que haga en lo que le quede de entregada vida, ella ya ha ganado el cielo. En cambio tú, ¡pobre imbécil!, estás penando en este “valle de lágrimas” sin saber muy bien todavía qué será de tus huesecillos cuando te llegue la hora, más allá de la probable incineración, que es una medida higiénica para los despojos, que no se ven entonces obligados a reposar, ora en el nicho o panteón familiar –según las posibilidades económicas del finado-, ora en la más triste fosa común, tibias y peronés machacados para que admitan acomodo a otros eventuales inquilinos; resulta cómoda para los deudos, que no se ven obligados a visitarte los unos de noviembre y a gastar para ello cantidades exorbitantes en inútiles ramos de flores -¿de qué le sirve una flor a un muerto? ¡si por lo menos se tratara de una chica guapa!- y se trata finalmente de una medida –la incineración- que permite una ocupación más racional del espacio, de forma que sean los vivos quienes acampen y pastoreen en los predios que para ellos se han creado.
“Es majo”, insiste Lorsen mientras que yo procuro despejar de mi obtusa mente consideraciones tan poco divertidas. “Ya le he dicho que tú eres un tanto agnóstico” -¡Claro! ¡En algo tenía que quedar mi pasado de ‘rojeras’ ! “Pero yo le he dicho que quiero que la niña haga la primera comunión”, termina ella.
¡Así que eso era ello!
Lorsen estaba persiguiendo desde hacía tiempo algún catequista para Pilar. Y el caso es que no lo encontraba. Tampoco es que nuestra hija sea una niña demasiado religiosa. Por suerte que su madre no me responsabiliza de ello, más bien piensa que son las enfermeras las culpables de que las cosas ocurran de ese modo. Y es que existe en esa profesión –siempre según mi mujer- un exceso, no ya de agnosticisimo, sino de ateísmo. Yo más bien creo que unas mujeres entregadas, como son las trabajadores de la sanidad, y especialmente las que desarrollan su labor en las unidades de vigilancia intensiva. Sujetas al dramático vaivén de los enfermos que entran y que salen, y que muchas veces se van de verdad. Y más concretamente las enfermeras de las ucis de niños, en las que un mal accidente o una rara enfermedad apean a sus víctimas de la posibilidad que otros hemos tenido, a pesar de los pesares, de vivir su propia, juventud, de madurar, de llegar ¡ay! a viejos. ¿Y dónde está ese Dios misericordioso en eso horrorosos momentos en que un niño exhala su último aliento? ¿Esos días en que a Pilar le ponen un biombo al lado de su cama para que haga lo que decía Miguel Hernández, en sus “Nanas de la cebolla”?:

“No sepas lo que pasa,
ni lo que ocurre.
¡Ríete niña,
que te traigo la luna,
cuando es preciso!”.

¿Díganme ustedes? ¿Dónde se encuentra? Y las enfermeras y las doctoras se hacen todos esos días esa misma pregunta, hasta que les llega el momento en que tienen la respuesta muy clara: No está, no aparece por ninguna parte. Porque no levanta su Poderosa Mano para impedir el mal, ese mal, tantos otros males. Se hacen agnósticas, como muchos otros. Ya la cosa del ateísmo no está de moda. Nadie se molesta en culpar a la nada por el mal. Es mejor que trabajemos por mejorar el mundo –o empeorarlo, que es lo que parece hacemos con mayor destreza- nosotros mismos.
Y “ese-cura-majo” se va detrás de los detalles prácticos, que es lo que les pasa a muchos de ellos, a quienes el contenido de las cosas cede ante la necesidad de su materialización práctica. “Se le puede meter un poco de vino consagrado por el tubo en que le introducen la comida”, afirma una vez que ha visto a la niña. Porque Pilar no come como casi todas las personas. Como tiene una traqueotomía , que le practicaron para poder introducir el respirador por el cuello y no por la boca, luego tuvieron que hacerle otra incisión en el estómago, por la que pudiera ella omer las papillas y los jugos de frutas que por ahí le administran.
Escucho atentamente a mi mujer y le digo que no me opongo a eso. Lorsen respira hondo, aunque en su fuero interno sabe muy bien que conmigo no hay problema.. Y es que la educación, la religiosa y la otra, de Pilar, es un espacio que tengo cedido a mi mujer. Un espacio difícil, además, en el caso de una niña como nuestra hija, Pilar, con la que nunca sabes a ciencia cierta lo que va a ocurrir el día de mañana, el mes que viene... Difícil, también, por los medios –siempre escasos- con que cuenta un hospital para formar a unas personitas con muy poca voluntad de persistencia en semejantes recintos: educaciones para no perder comba, formación de pasatiempo sin pruebas, sin exámenes...

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