Así que Jorge Brassens cumplía con su promesa y le llamaba nada más concluido su viaje de novios. O le escribía un correo electrónico. Le habían robado el móvil en el hotel. Torpe, quizás; concentrado en sus propias dolencias y en la devastadora quimioterapia, Javier tardaría en contestar.
Lo hizo por fin. Quedarían a comer. Había pasado ya un mes desde entonces –y un mes es una eternidad- cuando la cuenta atrás la tienes tan encima de ti. Era el mes de julio.
Hacía un calor horroroso, como solo el mes de julio madrileño puede repetir. Porque las temperaturas altas se unen a la combustión de los automóviles y a la asfixiante atmósfera que arrojan al ambiente los aparatos de aire acondicionado.
Brassens se había propuesto caminar desde la sede del Partido del Progreso hasta el lugar de la cita, un “restaurant” italiano situado junto a la casa de Javier, en la calle Lagasca con la calle Maldonado. Pero apenas llegaba Brassens a la confluencia entre Alcalá y Velázquez notaba que la respiración le faltaba, que el sudor se sentía en gotas que se desprendían limpiamente de su cuerpo y se alojaban en su camisa, seguramente empapada ya. Y resolvía tomar un taxi.
Era una puerta pequeña la del establecimiento donde iban a comer. Y parecía más bien una tienda que una casa de comidas, porque en la entrada había vitrinas con productos italianos a la venta.
- Es que estamos muy cerca de la embajada italiana y aquí venden muchas salsas y condimentos –le explicaría Javier a la salida, con el nivel de detalle en él acostumbrado.
Pero Brassens llegaba antes, como siempre. Aunque apenas le daba tiempo a abrir cualquiera de sus revistas o libros con que él amenizaba las esperas. No lo vio bien hasta que lo tuvo a dos escasos metros de su corta vista.
Ahí estaba. Una delgadez que parecía proyectar más bien un resumen de su persona, el pelo calvo, los andares vacilantes… la enfermedad se había apoderado de él y campaba a sus anchas en aquel que fuera en su día un organismo saludable.
Se estrecharon las manos.
- ¿Cómo me encuentras? –preguntó Javier.
Brassens no estaba dispuesto a pronunciar una sola palabra que agudizara el previsible estado depresivo de su primo.
- Más o menos como esperaba –contestaría.
- El otro día vi a tu hermano Antonio por la calle y no me reconoció –le informó entonces Javier-. No tiene importancia.
Pero la tenía. Desde luego que la tenía.
Encargaron la comida. Los dos tomarían el menú del día. Para beber, agua para él, una clara con gaseosa para Jorge Brassens.
No había mucha gente, pero la ineficaz camarera situaba junto a ellos a dos comensales que acababan de llegar. Javier pidió que les cambiaran de mesa: lo que tenía que contarle a su primo no era para nadie más.
Y en tanto que el aire acondicionado secaba la sudorosa camisa de Brassens, Arriaga empezaba observando las fotos de la boda de aquel. La casa de Arrechea que él bien conocía engalanada, sus otros primos, su tía… Le prometió que se las enseñaría a su familia.
Luego fue el turno de la confesión. Javier Arriaga le habló de su enfermedad como quien se refiere a una dolencia que afecta a otra persona. Del tratamiento y de sus consecuencias físicas, del agotamiento que produce y cuándo se produce éste… Le habló de la vida, de esa vida que se escribe y reinventa cada día, porque no sabes muy bien si tienes muchos más. Y le habló de su mujer y de sus hijas, de su tranquilidad respecto de ellas, en el caso de que faltara.
Le había hecho la descripción de un condenado a la pena máxima situado ya en el corredor de la muerte.
Y le dijo que ya no podía trabajar, pero que no estaba contento de cómo se llevaban las cosas en su empresa y que eso le obligaba a estar pendiente. De hecho alguna vez sonaría el móvil con informaciones que parecían positivas para el futuro de aquella sociedad que muy probablemente se quedaría sin gerente. Y también le dijo que esa ocupación le despejaba algo la cabeza, siempre ocupada en una enfermedad terrible.
Pero Jorge Brassens había oído antes hablar de la señora de la guadaña, algún tiempo antes de que se encarnara en su primera mujer. Cuando ella le decía que, más pronto que tarde, ella se quitaría de en medio. Claro que entonces no la creyó.
Caminaron lentamente hacia el portal de la casa de Javier, aprovechando los espacios sombreados de la calle. Antes de despedirse, Javier elogió su chaqueta veraniega de rayas azules sobre fondo blanco.
- Es muy clásica –contestaría Brassens con una sonrisa.
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2 comentarios:
No, no te voy a preguntar cómo me ves porque no quiero ponerte en un compromiso y porque yo mismo se como estoy, el estar en las últimas no es cómodo ni para ti ni para mi.
Me ha conmovido, me ha hecho pensar en mi prima Meye Maier Allende, con quién hablé poco antes de que ella tomara la decisión de no tratarse su cáncer de pancreas.
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