No tuvo Vic Suarez que esperar mucho tiempo para recoger a su marido y llegarlo al Volkswagen Golf, desde donde lo conduciría a casa. Pero precisó para ello de la ayuda de un par de agentes del servicio de orden, de ese que dirigía Leoncio Cardidal y que amenazaba con tomar el poder total en la Junta de Chamartín. Se improvisaba también una camilla que sostenía al enfermo de forma manifiestamente inconfortable. Pero Jorge Brassens no estaba para alardes de fuerza. De hecho sus ya cercanos sesenta habían estado nutridos de problemas físicos y psicológicos y, aunque los hubiera sobrellevado de forma más que aceptable, un golpetazo como ese no dejaría de hacerle mella. Adelfa se unía a la comitiva como quien acompaña a su salvador.
Los exteriores de la estación mantenían su habitual ajetreo, ajenos sus usuarios a la verdadera lucha por el poder que había sacudido a sus representantes apenas un par de horas antes. Quizás para algunos de ellos la visión de un enfermo transportado en un remedo de parihuelas era algo extraordinario, por lo fuera de lo común. Pero ya el elemento de lo singular, de lo insólito había invadido de tal manera la escena del barrio-ciudad que todo el mundo estaba curado de espanto.
En el interior, Jacobo Márquez se mesaba sus blancas barbas pensando en las palabras de Vic Suarez. él había sido Ministro de Su Majestad, cuando aún existía eso que se llamaba España, poco tiempo antes de que la familia real abandonara la frontera por el sur, esta vez con destino a Marruecos, que el resto de Europa –y se tenían vagas noticias de eso, los Pirineos eran ya otra vez una especie de muralla insalvable, tan lejos de Madrid, casi tanto como si la Edad de Piedra hubiera caído de sopetón sobre todos nosotros. Entonces se vivía –en el tiempo en que Márquez ocupara esas altas responsabilidades- el momento de los proyectos que ilusionaban, porque existían esos proyectos. Ahora era el momento de la resistencia. Sobrevivir, como en la vieja canción de Juan Luis Guerra, esa que decía eso de “los que viven son sobrevivientes” y que Martos no conocía, porque su obsesión por la política –sólo muy parcialmente compartida con la jardinería- le impedía ocuparse en menesteres de semejante frivolidad.
Martos disponía en sus tiempos de Ministro de una legión de policías y guardias a sus órdenes; había material, dinero, tenía fondos reservados que emplear… ahora sólo había un flamante nombre: presidente y, por debajo de él, una jauría de víboras.
Pero Martos no era un hombre cobarde. Pero era no era solamente un hombre, además era un hombre solo.
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1 comentario:
Por los resquicios de las leyes se van colando las divisiones y las ansias de independencia, todo relacionado con la loteria de puestos que ocupar y ya se sabe que la ambición por un puesto conduce al desastre.
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