Esa mañana, apenas el reloj anuncia que han dado las siete mi organismo renuncia al sueño. Hemos quedado a las 10, pero no puedo dormir por más tiempo.
Son las siete y media cuando bajo a la enorme sala del “buffet” para desayunar. Antonio Salvador me hace una señal desde un extremo.
Hay una gran abundancia de cosas, dispuestas en una larga serie de mesas circulares. El desayuno es opíparo. El día de ayer ha sido muy largo y el de hoy promete un desarrollo interesante también.
Descanso un rato y bajo otra vez al “lobby”. Ahí está Rosa Díez. Salimos hacia la bellísima piscina del hotel –“la mejor de La Habana”, según nos dirá su director días después-. Rosa llama al embajador de España y le habla, correcta aunque firme. El máximo representante de la legación diplomática española en la isla nos ha invitado a almorzar o a cenar.
- No creo que nos sea posible –le dice-. Tenemos una agenda muy apretada.
“En realidad sólo era para advertirle de nuestra presencia”, nos dirá ella.
Salimos en taxi hacia La Habana Vieja. Ese lunes las calles del centro histórico de la capital de Cuba constituyen un hervidero de personas.
Alineados ordenadamente junto a los asientos del parque que atravesamos, unos carritos de limpieza y las señoras que los atienden, más dispuestas a la conversación que a su tarea.
- El gobierno hace como que les paga y ellas hacen como que trabajan –dice Rosa.
Se suceden las llamadas desde España. A las de Carlos Martínez Gorriarán y Fran Jerez de ayer se suman otras durante la mañana: Carlos Herrera, por ejemplo, que asegura una entrevista con Rosa a nuestro regreso. Yo hablo con nuestro compañero de partido y del grupo de trabajo internacional Carlos Rey, con la cubana Elena Larrínaga y con un periodista de “ABC”. Los dos primeros se muestran encantados de que hayamos conseguido entrar, el tercero asegura:
- Veremos el tiempo que os van a dejar estar allí.
El calor es implacable y buscamos las zonas de sombra. Recorremos las calles donde alguna señora nos pide bolígrafos, suenan –muy bien, por cierto- las improvisadas orquestas callejeras, observamos los deteriorados y espectaculares edificios de la vieja ciudad –algunos en reconsrucción- y nos ofrecen todo tipo de productos. Entre ellos, el periódico “Gramma” que Antonio Salvador adquiere por un motivo que no se me alcanza. No le prestamos atención a sus páginas, pero en ellas se anuncia la presencia en la isla del secretario general del Partido Comunista de España, José Luis Centella, que se encuentra en Cuba con motivo de la celebración de los actos conmemorativos del primero de mayo: el responsable político no hablará con representantes de la disidencia, prefiere dedicar toda su atención a las autoridades cubanas.
No encontramos ningún local con aire acondicionado, así que nos refugiamos del calor en un establecimiento que dispone de mesitas situadas en los balcones. La orquesta del bar ameniza nuestros “mojitos” –“sin” para Rosa y Mayka, con alcohol para Antonio y para mí-. Un dibujante de caricaturas sorprende un gesto de mi persona y me la ofrece. Salvador insiste que “a mí no”, razón de más para que esa sea la frase que encabeza la suya.
Un paseo adicional y “La bodeguita de enmedio” está repleta. A pesar de su copioso desayuno –he visto “beans” en su plato repleto de esta mañana- Antonio Salvador sugiere que nos vayamos a comer. Hemos reservado a las dos, pero nos encaminamos hacia allá.
El restaurante dispone de aire acondicionado. Se trata de un establecimiento regido por un cocinero español que Carlos Herrera le ha recomendado a Rosa. Ensalada y atún –espectacular, este último-. Tomamos café y una macedonia de frutas en la terraza exterior. Mayka comprueba los correos que se van sucediendo y nos los comenta.
Aún disponemos de un rato de descanso en el hotel antes de dirigirnos a nuestra siguiente cita. Un destartalado Lada de producción soviética, cuya puerta trasera izquierda no se abre –nos ocurrirá varias veces con ese tipo de coches- y que suena a hoja de lata cuando se cierra, nos conduce a nuestra residencia para esos días.
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