De camino a la terminal 1 del aeropuerto de Barajas, Victoria me preguntaba:
- ¿Tienes miedo?
- No -contesté-. Pero no sé muy bien qué va a pasar.
Se trataba de un viaje complicado. Rosa se había comprometido a visitar el Sahara y Cuba a lo largo del primer semestre de este mismo año. Eran dos países -solamente reconocido por un reducido grupo de naciones, el primero- en los que España tiene contraidas responsabilidades históricas y su capacidad de influencia sobre terceros podría resultar decisiva.
Del primero de los viajes ya he dado cuenta en estas páginas. El segundo comienza su relato ahora mismo.
La duda resultaba algo así como metódica. ¿Qué hacer? ¿Dar un carácter oficial al viaje, advirtiendo de nuestras intenciones de visitar a la disidencia cubana tanto a las autoridades españolas como a las cubanas o colarnos sin avisar?
Nuestros amigos cubanos exiliados en Madrid nos recomendaron que informáramos previamente de nuestras intenciones. ¿Quién sabe? A lo mejor podíamos pasar. Y se lo dije a Rosa. En un primer momento ella resolvía dar cuenta al Ministerio de Exteriores español de nuestras intenciones.
Pero días después cambiaba de opinión. No diríamos nada. Quizás de esa manera podríamos pasar desapercibidos.
La fijación de la agenda era otro asunto de no menor importancia. Los teléfonos y los correos electrónicos de nuestros contactos están sometidos a permanente vigilancia. ¿Estableceríamos desde Madrid horarios y visitas? También nos recomendaban hacerlo así, siquiera de manera vaga. Pero tampoco atendimos ese consejo. Prisioneros en su isla, los disidentes no podían sallir de ella. Y cualquiera de nuestras llamadas podía poner sobre aviso al régimen opresor.
De modo que cuando nos íbamos reuniendo ante el mostrador de facturación de Air Europa, la delegación encabezada por Rosa y compuesta por Mayka Paniagua, Antonio Salvador y yo mismo, nos encontrábamos ante el viaje más conscientemente desorganizado de nuestras vidas. Eso sí, desenganchados del paquete turístico a última hora, disponíamos de nuestras tarjetas de embarque.
Ramón me decía la tarde anterior que Rosa tenía la intención de facturar. Pero a su llegada al aeropuerto nos diría lo contrario:
- Quiero mantener bajo control mi equipaje por lo que pueda pasar -declaró.
Fue entonces cuando pensé que ella abrigaba serias dudas respecto de su admisión en la isla. En todo caso, si la embarcaban en un avión de vuelta, la consigna era que continuáramos con la agenda el resto.
Las 10 largas horas de vuelo pasarían para mí entre lecturas varias. Mayka se decía confrontada a los espacios cerrados y apenas disfrutaría del viaje. Para Rosa fue el precio de la fama: un viajero la reconocía y entraba en una larga conversación con ella, luego aparecía su hija. Yo pensaba entonces en el incidente del Primer Ministro Brown con una electora recalcitrante. Pero Rosa mantiene la sangre fría. Cuando ha cumplido -más que con creces- con el protocolo y la educación emprende un paseo por el pasillo. A su regreso nos cuenta que la ha abordado un presunto disidente cubano, pero que ella no se fiaba.
A la llegada al aeropuerto José Martí, recojo mi equipaje que he debido colocar a una decena de asientos detrás de mi butaca. Frente al control de entrada al país Antonio Salvador me hace una señal. Me acerco al grupo. Rosa está ya con la funcionaria. Nada raro. Al poco suenan los muelles que aprieta la militar cubana para confirmar el sello de entrada en el país. Rosa pasa. Y Mayka. Y Antonio. Sólo te piden que mires a la cámara. Te hacen una foto y te ponen la estampilla. Ha resultado muy sencillo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario