lunes, 6 de agosto de 2012

Intercambio de solsticios (417)

Ayer la visitaban sus tíos de Madrid –el hermano de Lorsen-, acompañados de un inquieto primo, rodeándola de cariño y de regalos. Ayer murió el hijo de Julio, y se lo llevaban envuelto en un papel plateado. Hoy Pilar tiene frío y una sábana le cubre el organismo. Y eso que a mi hija todo le produce sofoco, y nos hace poner un ventilador a todas horas, en cualquier época del tiempo. Una enfermera le pone el termómetro. “No tiene fiebre”, asegura. Pilar está simpática, pero no desbordante, como en los últimos tiempos. Pregunta por su madre, atareada con el traslado a Arrechea de las maletas, de los perros –uno de los cachorros se lo llevamos al hijo de un agente de la Guardia Civil de ese puesto-. Lorsen y yo hemos pactado una mentira piadosa: “Mamá tiene catarro, y no te quiere contagiar”. Cosa que es en parte verdad. Ponemos música, de la ya inevitable en España “Operación Triunfo”, no se oye otra cosa. Le hablo de los perros, de las cosas que se me ocurren. Luego llega mi suegro. Concluye la visita. Yo no le anuncio que vamos a pasar unos días en Navarra. No me atrevo a provocar en ella una tristeza, unas muecas de desagrado, de dolor. El coche nos conduce a un oficio religioso, el de Javier, hijo de Julio, mi compañero en la Junta Local de Getxo. Los padres se encuentran bien -¿o aguantan simplemente el tipo?- Ha sido una larga muerte, una dolorosa despedida. El cura lee unos versos del niño que se ha ido. Tres poemas hablan de la muerte, dos de agradecimiento a sus padres. Yo pienso en lo duro que debe ser –que es- introducir la posibilidad, la irreversibilidad, la inminencia de la muerte en tu pensamiento. Más aún cuando apenas se han cumplido tus trece años, cuando todo en ti es esperanza, proyecto, posibilidad. Rasgan unas guitarras intentando conjurar la tristeza y, al son de una de las canciones, el cura pretende que la gente aplauda. Pero ese niño que hablaba de Dios en sus versos, ese niño ciego que escribía poemas en “braille” y que ganaba premios literarios es más que probable que se encuentre en otra parte distinta de la que él creía, en ese profundo sueño en el que no existe ya dolor, ni pena, ni sentimiento. Porque ese Dios que nos inventamos a veces los hombres para intentar conjurar nuestras insuficiencias se aleja muy pronto de nosotros, como los fantasmas que producen los efectos especiales de las películas de Hollywood. Y pienso, también, en un padre que se llama como yo, vestido de luto, presidiendo otro oficio religioso, el de mi hija, y miro al suelo, incapaz de conectar con esa música de guitarras que quisiera poner alegría donde sólo existen las lágrimas. Nuestro viaje a Arrechea no es más que otra fuga imposible de la terca, implacable realidad que nos hunde, día a día, en un agujero que se diría más profundo a cada hora que pasa. Bromeo con mi hija. Pilar es muy guasona con todo el mundo, por eso creo que admitirá muy bien las que le haga yo lo mismo. Su tío le ha regalado un magnífico aparato de música por su primera comunión, y yo le digo a Pilar que es bastante mejor que el mío. Y que la próxima vez que venga se lo cambiaré por ese. Pilar se ríe al principio, pero después me dice que sí, que me lo regala. Y ese gesto me llega al alma. Le doy muchos besos y le digo que todo era de mentira, que no me voy a llevar el equipo pero que se lo agradezco en cualquier caso. Pero mi hija quiere de verdad que me lo lleve. Por supuesto que no lo hago y que no repetiré nunca más ese juego.

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