martes, 26 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (388)

Algunos meses después de que su hermano fuera expulsado de su propia casa, Jorge Brassens traspasaría el umbral del piso que tenía Raúl para sus vacaciones. Recordaba entonces el frenético trasiego de su entonces cuñada Paula, esa mujer que parecía que le hubieran puesto un petardo en el trasero, entrando y saliendo de la cocina, un pitillo en una mano y en la otra, bien un vaso de cerveza, bien una taza de cafe; los tacones de sus zapatos marcando no se sabia muy bien qué ritmo, las pulseras golpeándose entre sí, produciendo su característico soniquete metálico en medio de un caos de voces dispares: las de Paula, las de Susana su hija y las de los tres aparatos de televisión, todo berreando al unísono. Pero este mes de agosto las cosas eran distintas entre otras razones y principalmente porque Paula no estaba y su ausencia por si sola dotaba al piso de un raro aspecto de serenidad. Y eso que -tradición obliga- Susana, la hija de ambos, tenía la costumbre de poner muy alta la televisión y no apagarla cuando salía de las habitaciones, asi que su tía Vic se convertía en una especie de sabueso al acecho de cualquier aparato en funcionamiento inútil. Paula no estaba, su ausencia era notable en los comentarios de la gente: de aquel negrito que vendía bolsos de imitación al borde del mar y que, entre comentario y anécdota política, declaraba con íntima convicción: - Me compraba diez bolsos a la vez que luego distribuía entre sus amigas. Se creía la reina de la playa. Y es que a Paula, como a buena parte de sus compatriotas, habría que comprarla por lo que efectivamente valía y venderla por lo que decía que valía. No estaba Paula, pero había pasado por allí. Era en el primer fin de semana de agosto, cuando su todavía marido, aunque ya ex pareja -las rupturas matrimoniales, cuando se producen en ausencia de acuerdo, crean un sinfín de posibilidades denominativas-, Raúl, se encontraba en Londres visitando a su otra hija. Entonces Paula pasaba una corta estancia en el pueblo barcelonés en la que finalmente exhibía a Pachito, su flamante amante. No era la primera vez que lo había llevado a aquel piso, otrora conyugal. Lo hacia con ocasión de una fiesta de cumpleaños de una de sus amigas. Recogían el equipaje con expresión alterada, la cara de la mala acción pintada en su rostro, según acreditaba el reportaje fotográfico de los detectives. ¿Y quién era el tal Pachito por el que Paula cambiaba a su marido? No se sabía a ciencia cierta, pero su aspecto parecía decir bastante de su personalidad... Y de la de su amante. Según todos los indicios y comprobaciones tenía unos cinco años menos que ella, una pinta de tipo humilde y consentidor de los excesos de todo tipo a los que Paula resultaba tan asidua. Raúl lo bautizaba de una manera lacónica tan pronto como observaba las fotos a la entrada de su casa de vacaciones. Es un “mindundi” -declaraba.

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