jueves, 17 de mayo de 2012

Intercambio de solsticios (362)

Como impulsado por una suerte de circense resorte, el todo-terreno de Francisco de Vicente describió una parábola sobre la barricada. Los asombrados ojos de quienes se escondían en ella trocaron muy pronto en gestos de terror. Las cabezas escondidas sobre sus manos y brazos, componían el gesto de avestruces que preferían ocultarse antes de comprender que algún desconocido peligro pudiera cernerse sobre ellos. El Porsche aterrizaba muy cerca de donde antaño una garita protegía a los policías que custodiaban la embajada de la potencia del Siglo XX, los Estados Unidos de América. ¿Lo seria todavía en aquel desconcertante 2.013? Desde luego que no en ese Madrid que hasta había dejado de ser Madrid para convertirse en una amalgama de barrios enfrentados entre sí. Pero no fue un aterrizaje precisamente suave. El vehículo apenas pudo apoyarse en sus ruedas delanteras y fue el parachoques quien se llevaba la mayor parte del impacto. A consecuencia de este dio el Porsche una vuelta de campana que percibieron sus ocupantes, empero bien protegidos por sus cinturones de seguridad, como su se encontraran en medio de Port Aventura, instalados en la atracción del Dragón. No se trataría de una divertida experiencia, sin embargo. Vic Suárez emitió aun aullido vecino al terror y los dos primos gimieron en un ahogado lamento, como si presintieran con este un daño de considerable envergadura. Realizada la proeza acrobática el vehículo se depositaba bruscamente sobre sus cuatro ruedas. - Retiro lo que te había dicho, Paco -proclamó Brassens-. Tú debes tener los genes de tu madre. - Vamos a dejarnos de ADNs y de monsergas -replicó con acritud el aludido-. Veamos si esto todavía puede cumplir alguna función. Las dudas de Francisco no eran infundadas, Efectivamente el motor del coche no respondía. - ¿Y qué hacemos ahora? -preguntaría el conductor del Lada Niva a sus compañeros. Una ahogada voz le contestó desde el asiento de atrás. - No sé. Me encuentro mal. Y como si el anuncio de su malestar debiera manifestarse en alguna conclusión, el agente de Sotomenor produjo sobre el asiento contiguo al suyo una espectacular vomitona. -¡Qué asco, -exclamaron al unísono los agentes que viajaban en la parte anterior del coche. -Este silencio me parece sospechoso -anunciaba Romerales al coronel en la reserva. -Ni sospechoso, ni hostias -musitaba Corted, recuperando así el tono habitual de sus años mozos, antes de que los servicios secretos y los respetuosos informes oficiales hubieran edulcorado su lenguaje-. Lo que pasa es que no pasa nada... todavía.

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