martes, 8 de mayo de 2012

Intercambio de solsticios (357)

Pocos días después, de la pantomima a la realidad se recorre un largo trecho. o no, Pilar no hace ni caso al tal Eugenio cuando aparece por la uci a recoger el libro. Una tarde, a mi regreso de una sesión parlamentaria, visito a mi hija. Le están dando la merienda, así que espero a que termine esa operación; luego le humedecen los labios con una solución líquida con la finalidad de desprenderle los pedazos de piel reseca que se le acumulan a Pilar en los labios y en la lengua -la violencia que ejerce sobre ella el aparato respirador, presiona, primero, sobre su garganta, y después sobre aquel órgano muscular, de modo que la niña tiene la costumbre de situar habitualmente su lengua fuera de la boca, ya que esa postura le resulta más grata: el clima reseco del hospital favorece después la formación de las escamas-. Sólo después acerco una silla hasta su cama e intento contarle alguna cosa. De repente, tuerce el gesto y da comienzo a sus habituales ademanes con los que anuncia que se encuentra incómoda, ¿conmigo, tal vez?; sí, con toda seguridad, colijo en seguida. Apenas consigo percibir, aunque la intuyo perfectamente, esa frase que Pilar dice en esas ocasiones y que encuentro espantosa: "¡Que te den...!", y la repite varias veces, además. Y se suscita un diálogo formado de insultos entre padre e hija. "¡Boba!", le contesto yo, en voz baja, porque no quiero que se enteren de nada las enfermeras. "¡Que te den...!", repite Pilar su interjección. "¡Estúpida!", le digo yo. "¿Te has creído que va a ser siempre como lo quieras tú? Me iré cuando me dé la gana" -mi escolta tiene la indicación del momento en que he previsto salir del hospital, la cual procuro cumplir con bastante rigor. Pero mi hija es una niña ordenada donde las haya. Seguramente que en exceso -esa bien pudiera resultar herencia de su padre, debo reconocerlo- y después de la merienda acostumbran a ponerla uno de sus vestidos y la trasladan a su asiento anatómico para que pase en él el resto de la tarde. Y mi presencia y mi actitud de poner una silla al borde de su cama ha impedido el habitual desarrollo del orden. La dificultad de comunicación que existe entre Pilar y el resto del mundo conduce la situación a un punto poco menos que irreversible: Ella ya no volverá a encontrarse, si no feliz, sí al menos tranquila conmigo. No, por lo menos durante el resto de esa tarde. De modo que consulto mi reloj, y cuando quedan sólo cinco minutos para mi cita con los escoltas salgo de la sala. Pilar no ha querido siquiera lanzarme un beso.

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