viernes, 4 de noviembre de 2011

Intercambio de solsticios (263)

Cristino Romerales consultaba su reloj: las dos de la mañana. Toda una noche en la que apenas si podría descabezar un sueño. Y es que aún quedaba mucho trabajo por hacer.
Llamó a su tercero en el rango, aquel conductor saharaui que se regía más por su instinto que por sus ojos, por la capacidad de “oír crecer la hierba” –como el ciego de la “Isla del Tesoro”, de Stevenson. Estaba dormido, pero de la forma en que dormían los soldados en el frente, dispuesto a no perder una décima de segundo en apuntar su fusil contra el objetivo y otra décima de segundo más para disparar.
Estaba dispuesto, por supuesto. Buscaría otra gente, desde luego. Pero Romerales advertía, más de sus silencios que de sus palabras, que sólo cumplía órdenes; que, si por él fuera, lo haría de otra manera… “¡Qué difícil era mandar!”, pensaría entonces Cristino Romerales. Él, a quien le gustaba tener todo preparado. Había organizado y hecho aprobar por la Junta de Distrito un plan de urgencia para casos de crisis como aquella y lo había debido desmontar a la primera de cambio e inventarse una especie de GEO’s a quienes les faltaría incluso la mayor de sus cualidades que era el entrenamiento en esos menesteres.
Todo eran dudas, entonces. Juan Andrés Sánchez podía haberle sustituido en esa dura responsabilidad, pero Sánchez no era sino una especie de figurón, un mascarón de proa que se ponía aparentemente al frente, pero a quien sólo le gustaban los oropeles políticos y no esa otra cara de la moneda que venía a consistir la cruz. Así que se quedaba él solo, en esa difícil perspectiva en la que nada le podía corresponder salvo el fracaso, en el caso de que las cosas resultaran mal, unido a un cese inmediato; el éxito, si así fuera, se lo atribuiría ese petulante de Sánchez, con una pequeña palmadita en la espalda, todo lo más.
Tres todo-terrenos. Eso era cuestión del parque móvil. Habría que quitarles las pegatinas. Lo mejor habría sido tunearlos, al mediocre gusto hortera del Chamartín de Cardidal, que cuando debía salir del traje azul marino de su antigua responsabilidad, caía inevitablemente en el peor de los atuendos posibles. El caso de Sotomenor era todavía más difícil: ni aún en sus momentos más oficiales el Viceconsejero de Interior de Chamartín había vestido correctamente.
¿Tunearlos? ¿Y cómo se hacía eso en aquellos momentos? ¿Dónde se podía encontrar un manitas capaz de convertir esos adustos coches oficiales en vehículos de esos nuevos señores de la guerra en que se habían convertido los agentes del orden de ese barrio?
“Lo mejor es enemigo de lo bueno”, pensaría Romerales para sus adentros. Y marcó el número del responsable de seguridad en el recinto en que se guardaban los vehículos dependientes de su departamento. Pero no hubo contestación. Lo intentaría más tarde.
Una luz parpadeó en el “walkie” de emergencia, el que mantenía comunicación con Jorge y Vic Brassens.
Cristino Romerales torcía el gesto: una noche aún muy corta para la acumulación de broncas que con toda seguridad se le iban a venir encima. Y eso que esta queja sí que iba a tener toda la razón del mundo.
- ¿Eres Jorge? –preguntaría Cristino.

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