miércoles, 2 de noviembre de 2011

Intercambio de solsticios (261)

Bilbao, 22 de noviembre de 2003

Querida Lorsen:

En este momento no estoy cansado, aunque tampoco lo estaba en la madrugada de la última carta. Enfadado, si; dolido, también. Pero una vez que he tomado la decisión que te comunicaba el otro día, y una vez que la estoy llevando a cabo, me pasa como decían en una película que he visto recientemente: “La acción impide la reflexión”, y también –añado yo- evita la depresión.
Antes que nada quiero contarte que Pilar está muy bien. Después de toda la historia del domingo pasado me la encontré triste ayer viernes, que tuve un momento para darle de comer. Había muerto la niña que estaba junto a ella, y a pesar de la discreción del personal nuestra hija se había enterado y lloraba. Claro que, poco después, estaba alegre y me despedía con un beso después de su comida. Para mí te puedes figurar que resulta maravilloso el saber que puedo ser capaz de devolverle la sonrisa –una sonrisa que yo mismo he perdido, y que ella, nuestra hija, me devuelve con su felicidad tantas veces desbordante-. Y hoy me quedaba sentado junto a ella, cogiéndola de la mano y hablando simplemente de las cosas que se me ocurrían.
He empezado hablando de ella, porque es de ella de lo que se trata fundamentalmente. Es ella la vida que me queda. Y la actuación de Teresa, según la idea que me he hecho en los últimos días ha significado tres patadas en el medio del estómago: La primera –la más importante- ha sido a Pilar, al dejarla a los pies de los caballos con esa sugerencia que hacía a la jefa de Cruces –o lo que fuera-; la segunda lo ha sido a tu memoria, nunca se habría atrevido a hacerlo en tu presencia; la tercera, desde luego, a mi condición de padre. Figúrate. Es muy difícil ser padre –madre- en estas condiciones. Dependes siempre de la lealtad de los demás. ¿Quién sabe si tu padre, por ejemplo, o tu hermana, como ha sucedido ahora, usurpan tu condición? ¿Qué puedes hacer? ¿Decirles a las enfermeras que el que manda eres tú? Es ridículo. Tienes que tragar frente a los demás. Por eso mi situación es tan incómoda. Por eso me ha hecho tanto daño.
He hablado con mi hermano Pedro. Lo ha entendido, aunque me ha dicho que seguro que no lo ha hecho con mala intención. ¡Pero es que a veces prefiero a los malos que a los buenos!, le contestaba. Luego con mi madre, a quien he dado un disgusto, pero que también me comprende. Con Jose, que está pasando el fin de semana en Bilbao, que también se ha mostrado comprensivo, dentro de un cierto despiste, por no conocer la realidad del extraño –aunque ya habitual- comportamiento de mi hermana.
Esta mañana he ido a Ercilla a dejar unos libros de mi última novela publicada, la que se llamaba “Sombras. Paisaje gris”, que ha quedado en “Bilbao en gris” y que fue escrita en el Casco Viejo. Me ha abierto Teresa, pero no ha podido mirarme a los ojos. Está avergonzada, pero no parece dispuesta aún a pedirme perdón.
Después de dar de comer a Pilar he almorzado en la cafetería de Cruces, escenario de tantas comidas tuyas y también de los dos. La soledad no me afecta demasiado, aunque recordando el encanto de nuestra hija he estado a un paso de la emoción. Todo en ella es auténtico. Sin embargo, una comida mía en Ercilla hoy sería de “plástico”, como decías tú.
Ya ves que esto se va convirtiendo en una especie de serial. Pero aún así es tu hija, de modo que te lo seguiré narrando a medida que se produzcan los hechos.

Un beso.

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