El ya desaparecido cantante francés Georges Brassens, en la canción más recordada quizás entre las que escribió y cantó, decía que “les copains d’abord”, algo así como “primero, los amigos”. Y yo podría decir esta tarde que estoy aquí, no desde luego por méritos propios, y mucho menos aún por los que pudiera haber reunido como narrador de experiencias de paz, sino por ser amigo de Blanca Oraa.
Descubierta Blanca en el singular terreno del bar de Zampa, donde se anudan conversaciones y se tejen contactos que nos permiten redescubrirnos más allá de los conocimientos que producen los encuentros convencionales de los tiempos actuales, que son los tiempos en que la comunicación, que ha llegado quizás a la cima de sus posibilidades, a la vez que paradójicamente nos niega la oportunidad de conocernos a nosotros mismos en toda nuestra riqueza como personas que se conforma en todas nuestras dimensiones. No sólo la de artista o político o agente de seguros o reponedor de artículos en un supermercado. Y es que aún siguen existiendo en el mundo ambientes en que es posible tratarse y conocerse, sin necesidad de que todo ese conocimiento sea útil desde el punto de vista del capitalismo o del mercado, esto es, sin que la conversación que podamos sostener deba traducirse necesariamente en una transacción económica; considerando que muchas de las relaciones humanas, el amor incluído, se han convertido ya en negocio.
El bar de Zampa es un escenario para la amistad, y allí conocí una tarde de domingo a Blanca. Y por eso estoy aquí.
Pero no he venido a hablar de amistad, ni de espacios en los que esta se puede frecuentar, tampoco he venido a contarles mi teoría sobre la comunicación. El motivo de mi charla de esta tarde tiene que ver con mi experiencia de paz.
Les confieso que tuve alguna duda antes de aceptar la amable invitación de Blanca. Y es que, a la altura de mis 55 años, me han llamado a hablar de muchas cosas: de política, de literatura, de historia, de poesía… pero nunca he tenido que desarrollar una idea que se refiera a mi experiencia de paz. ¿De qué podré hablar?, pensé.
Cuando alguien se refiere a una experiencia, esta debe contener algún aspecto personal. No se trata de contar algo que les ha ocurrido a otros, una historia pretendidamente objetiva, una narración más o menos producto de tu imaginacion, sino tu experiencia personal. Y eso en el ámbito de la paz, en este caso.
Trataré de hacer, por lo tanto, una especie de ejercicio del “soneto que me manda hacer Violante” y decir algo de esto, aunque espero que sean ustedes indulgentes conmigo y no me regañen demasiado si no consigo el propósito de llevar a buen puerto esta conferencia, si bien espero no regar excesivamente fuera del tiesto y atenerme en todo caso al objeto que se propone, esto es, que me refiera a mi propia experiencia personal.
Empezaré por decir que la experiencia de la paz se construye siempre desde el plano interior. Tengo además la convicción de que la paz es sinónimo de una conformidad básica con uno mismo. Y especialmente cuando vas cumpliendo años y tus sueños juveniles de cambiarlo todo –porque crees que puedes con todo- han quedado hechos añicos ante la inexorable ley de la realidad inmutable de las acciones de las personas. Decía Bennedetto Croce que cualquier historia es contemporánea, y por lo mismo, los comportamientos humanos se reproducen desde la noche de los tiempos. De modo que muchas veces nos conformamos con repetir actuaciones que antes hicieron todas las generaciones que nos precedieron, por lo mismo que las generaciones que nos sigan cometerán los mismos errores y acertarán en ocasiones lo mismo que lo hemos hecho nosotros.
De esa manera, la paz es como es fiel de la balanza, cualquiera que sea el peso de las experiencias negativas que hayamos vivido, porque en el otro platillo siempre están esas mismas experiencias con toda su aportación positiva. La paz sería entonces algo así como aceptarse a uno mismo, negarse la dulce mortificación que conlleva la depresión –siempre que esta sea leve y no se encuentre en la fase enfermiza, claro-. Y en este sentido habrá que decir que la inmensa mayoría de las vidas son históricamente útiles, aún las aparentemente más insignificantes.
Pero no podría agotar con esto mi reflexión, porque incumpliría de manera flagrante el compromiso asumido con Blanca, y seguramente sería acusado por ella con alguno de sus más expresivos silencios.
Porque mi experiencia de paz no tiene que ver con mi búsqueda de la paz, seguramente tampoco la experiencia de nadie. Y es posible que todos necesitemos la paz porque no la hayamos alcanzado todavía. Pero quizás no seamos conscientes de ello y pretendamos adquirirla como hacemos las cosas habitualmente: algo así como comprándola a cómodos plazos, con la casa que nos hipoteca para toda la vida, y la segunda casa que nos hipoteca más aún, o el coche, o el teléfono móvil de última generación, o los zapatos que no necesitamos… nada de eso nos proporciona la paz, pero esas cosas no dejan de ser sustitutivos de esa paz que se llama felicidad: la paz del hombre feliz que según el cuento no tenía camisa.
Y aquí va mi experiencia.
Era el año 1980. Me encontraba en Madrid, concluyendo mis obligaciones militares con mi país cuando a través de un aparato de radio que escuchaba en la oficina de la compañía correspondiente, en Getafe, escuché que el locutor decía: “Han asesinado al Conde de Aresti”. Este señor era socio de mi padre en una empresa familiar y su desaparición iba a representar un cambio en mi trayectoria personal a partir de ese momento. Quizás yo no advirtiera nada de eso cuando hacía mi maleta ese fin de semana para trasladarme a Bilbao y asistir a los inevitables actos de pésame que iban a tener lugar.
Hasta entonces yo iba para diplomático o para opositor a ese cometido. A partir de entonces me convertiría en agente de seguros –la empresa familiar que pocos meses después iba yo a dirigir tenía por objeto la intermediación en el mercado asegurador.
Pero como no todas las puertas se cierran de modo inevitable y al mismo tiempo, comencé a frecuentar en esos primeros años de la década de los ’80 los escasos círculos liberales que entonces existían en Bilbao –hay que decir que, villa liberal por excelencia, en Bilbao hay muy poca gente que se atreva a definirse como liberal, y las más de las veces además su liberalismo es poco más que un barniz vergonzante de un conservadurismo no asumido-. Pero ahí estaban aún Germán Yanke, Adolfo Careaga, Ramón Churruca o Juan Luis Barandiarán…
Producto de esos contactos, aterrizaba yo en las listas del Senado por Guipúzcoa como candidato del Partido Demócrata Liberal, a la sazón presidido por Antonio Garrigues Walker, y que en el reducido espacio de la Comunidad Autónoma vasca se coaligaba con AP, el PDP y la UCD a la que le quedarían ya pocos meses de vida.
No lo debi hacer del todo mal en esa campaña, porque me reservaban un puesto de salida para el Ayuntamiento de Bilbao, donde fui concejal desde 1983 hasta 1987, por ese partido liberal tan escaso de componentes.
En ese tiempo conocí a la que luego sería mi mujer, Anneli Lipperheide, que venía de experimentar la dolorosa angustia del secuestro por ETA de su tío carnal José.
La banda terrorista se convertía por lo tanto en una referencia para una vida que apenas había comenzado. Mi padre –recuerdo- fue en su tiempo presidente de la UCD vizcaina, tuvo escolta y debía abandonar Bilbao durante los fines de semana.
Puedo decir por experiencia –y el objeto de esta charla tiene que ver con la experiencia- que la política consiste en un espacio en que el compromiso se hace cada vez y de forma progresiva más intenso, hasta que ocupa una buena parte de tu tiempo, hurtándoselo a tu familia y a tus distracciones. De modo que me vi envuelto en ese cometido de forma crecientemente intensa. Contribuí a la refundación del PP en la Comunidad Autónoma vasca, fui secretario general del PP vasco, presidente de ese partido en la localidad de Getxo y parlamentario por esa formación política desde el año 1990 hasta el año 2007, cuando dimití de ese cargo para entrar en el nuevo proyecto político que se llama Unión, Progreso y Democracia.
Han sido casi 30 años de vida entre asesinatos, bombas, secuestros y extorsiones que transcurrían a medida que yo atendía mi trabajo de concejal o parlamentario o a mis actividades profesionales. Una vida casi entera rodeado por centenares, miles, de dramas humanos.
Pero todos esos 30 años no los he vivido de la misma manera. Creo que hay un momento especial en toda esta historia. Un momento que fue frontera entre la política como ejercicio de una actividad, difícil, como la que afectaba a las personas que la hacíamos desde el centro derecha o la izquierda constitucionales en un espacio geográfico como el vasco sólo propicio para los nacionalismos; a una actividad peligrosa.
¿Cuándo se pasó de la dificultad al peligro?
Para algunos el hecho paradigmático está en lo que Melchor Miralles –entonces director de El Mundo en el País Vasco- llamaría el “asesinato a cámara lenta de Miguel Angel Blanco”. Ese fue un momento realmente traumático, en efecto. Pero para mí, para mi experiencia vital, el acontecimiento que fue frontera entre una y otra situación lo constituiría el asesinato de Gregorio Ordoñez, que fuera entonces concejal del PP en el Ayuntamiento de San Sebastián, puesto que acumulaba con el de parlamentario vasco, donde yo era compañero suyo.
Las experiencias humanas son precisamente eso, experiencias. Y se viven de una manera mucho más sentida, más íntima cuando se conoce a la persona sobre la cual se abate la tragedia, porque la tragedia sale entonces de las páginas de los periódicos o de las pantallas de televisión y se hace propia. Ya no es un drama objetivo, se ha convertido en un daño subjetivo, personal. Pasan por tu retina las imágenes vividas junto a él, los momentos de cordialidad y, aún también, los momentos más conflictivos.
Fue en enero de 1995. Yo me encontraba en mi despacho de una compañía de seguros en el Arenal cuando alguien –creo que Marisa Arrúe- me llamaba al teléfono para darme la noticia. Corrimos a San Sebastián donde sus aparentemente tranquilas calles recibían nuestros desolados pasos, de la sede del PP a la casa de Gregorio, de su casa al Ayuntamiento.
Pasaron los días y las semanas, y quedaba la imagen de un joven que había luchado por sus ideas, que se encontraba dentro de un ataúd recubierto por la bandera de su ciudad. Y quedaba también la idea de que las balas habían silbado muy cerca de ti. Y que las habías oído, lo que entre otras cosas indica que todavía estás vivo: las balas que no te da tiempo a oír –decía Alejo Carpentier- son las que acaban con tu vida.
Y después vinieron los Miguel Angel Blanco, los Manolos Zamarreño, este último que sustituía a otro concejal asesinado por ETA y a quien conocía yo en la barra de un hotel de San Sebastián. Le iba a suceder a su compañero en el Ayuntamiento de Rentería. “Soy el siguiente”, recuerdo que me dijo, en una suerte de doble premonición fatal.
Y con cada nuevo atentado venía la renovación de un compromiso. Seguir, mantener tu presencia intacta en apariencia en los lugares a donde te llamen, trabajar en tu partido, en los movimientos cívicos, colaborar con otros que comparten algunas de tus ideas aunque no todas… ¿Y quién comparte todas tus ideas?
El resumen de todo esto lo escribí en un libro que tiene por título “Sin perder la dignidad”. Decía eso, sin perder la dignidad, y decía bien. Seguir, dignamente la estela que la vida o el destino me habían puesto por delante. Como tantos otros, como esos concejales que trabajan a diario en sus Ayuntamientos intentando olvidar que quizás la siguiente bomba les estallará a ellos.
Bastaba con estar ahí, desde ese puesto o desde tantos otros: jueces, periodistas… además de los que ahora y siempre han sido dianas privilegiadas de los atentados terroristas: los guardias civiles, los militares, los policías de uno y otro cuerpo.
Bastaba con estar allí. Tu sola presencia en la tribuna del Parlamento, en las columnas de opinión de un periódico, en la sede de tu partido… incluso en la calle, rodeado de tus escoltas, era suficiente para que todo el mundo supiera que en este país existe un déficit de libertad, que no se puede hablar aún de normalidad democrática.
Esa ha sido desde entonces, desde aquella donostiarra tarde de invierno, la experiencia de paz más importante en mi vida: la lucha por la libertad, el combate por un derecho que los terroristas han pretendido conculcar durante muchos años. Un derecho que niegan toda esa cohorte formada por los dictadores que hay en el mundo, los hermanos Castro en la isla de Cuba, el Rey de Marruecos sobre su propio pueblo y el de los saharauis o el tirano Obiang Nguema sobre los ecuato-guineanos.
Serán diversos los métodos, sonarán con músicas diferentes las justificaciones; pero detrás de cada uno de sus actos está la negativa a construir un mundo en libertad, que es lo mismo que rechazar la paz.
Creo honestamente que no falto a la verdad si les digo hoy que mi vida ha sido una lucha permanente por la libertad, y que lo sigue siendo. Y hoy, y supongo que no estoy haciendo una especie de encaje de bolillos que acabe cuadrando el círculo, que esa misma lucha ha sido una lucha por la paz.
Habrá quien piense que no existe la equivalencia entre libertad y paz. Tienen derecho a hacerlo. Sin embargo, creo que la paz, como la libertad es una opción, una elección. En la época del dictador español, el general Franco, se hablaba de la paz de los cementerios, que es la paz que no nace de la libertad, que es la opresión, la tiranía, la negación de los derechos individuales al amparo de no se sabe qué derechos colectivos, históricos o abstractos; derechos que no se concretan en ninguna realidad precisa, derechos que para ser fijados exigen una determinada carga de invención.
Y esa paz que algunos se inventan en las calles de la Habana, de El Aaiún o en cualquier poblado de Malabo, lo mismo que en cualquier barrio de Mondragón no es sino la paz del silencio provocado por los nuevos epígonos de la tiranía, cualquiera que sean sus nombres, cualquiera que sean sus justificaciones. Pero no es la paz, porque no existe libertad para elegir por ella, porque si hubiera libertad nadie en su sano juicio los elegiría.
Gracias por su paciencia.
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2 comentarios:
Ya sabes lo que ha sido mi vida y por lo que he luchado, siempre con las manos tendidas hacia la libertad que se escapaba de entre los dedos y vuelta a empezar a esperar a esperar. Debes saber que esperar no es fácil y puede desembocar en la desesperanza. Pero tranquilo aún estoy en pie y hablo y defiendo la paz por medio de la libertad mi libertad.
Estimado Fernando:
Por encima de la paz está la satisfacción de las personas a la dignidad en todos sus parámetros. La paz de los pobres es similar al silencio de los cementerios. Con zapatos de suela de caucho te aislas de pisar el suelo de aquellos que van descalzos, la paz de 6000€ mensuales nunca puede ser la paz de los mil euristas...Y así llegaríamos a la conclusión que la paz no es votar a un partido o a otro, hasta que todos su cuadros políticos lleguen a los 6.000€ mensuales. Hay tantas pazes como vacas que "pazen" en los prados u otros rumiantes. La PAZ que yo ahelo es una paz de "paztos" y no de treguas trampas.
Dices bién; nadie puede estar en los mismo acuerdos políticos, aún siendo del mismo partido, los que se mueven no salen en la foto...Hablas de Cuba de la perla del Caribe,pero no hablas de los cubanos-españoles con derecho a votar a los partidos dempocráticos españoles y que votan por correo y que en algunos casos han sido necesarios para que uno u otro partido español gobierne, esos cubanos-españoles no les son respetados sus derechos constitucionale y cuando quieras te invito a que observes las carencias que los otros españoles no tienen y que nosotros dentro de poco ya no tendremos; y que a ellos (cubanos). les negamos, asi toda latinoamérica. Yo, tengo familiares en Cuba que votan a la democracia española, porque también la ley le ha otorgado el derecho a ejercer el voto: son hijos o nietos de españoles, tienen sus asociaciones y sus censos, nos regalan el voto a cambio de nada y adoran a Fidel y ahora un poco menos a Raul. ¿A UPYD le interesa los votos 60.000 cubanos-españoles?, te invito a Cuba pero que pague el Partido de la Rosa. Amigo Fernando, no soy comunista o quizás si; porque en el alma de un hombre político o poeta caben las ideas humanistas de todos y todas tienes un positivo y un negativo; es lo que hace girar el motor de la vida de las personas. Cada día entiendo menos de política y me aferro más a lo humano, como un "ángel fieramente humano" ¡ Amigo Blas, donde estás! Para que pidas la PAZ y la palabra y no te la dejes borrar del blog.
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