(Publicado en El Imparcial, el 9 de diciembre de 2025)
A la altura del mes en el que nos encontramos, se podría afirmar que nada sustancial ha cambiado en la política española respecto de la situación que vivíamos en el año anterior. Apenas nada, podría matizarse, dado el progresivo enrarecimiento que atravesamos en nuestro país.
2024 concluía con una mezcla de hechos que llamaban a una cierta esperanza y a una segura decepción. Salvador Illa y el PSC obtenían una victoria en las autonómicas de Cataluña y un cierto regreso a la recuperación de la normalidad se producía en el territorio que había protagonizado el procés y la consecuente y estrafalaria proclamación de la independencia; el Rey volvía a esa parte de España, siendo recibido por sus autoridades con la consideración que, como mínimo, merece un Jefe del Estado. La Dana que asolaba Valencia nos devolvía la tragedia sobre una ciudadanía que no encontraba el amparo de las autoridades -nacionales y autonómicas- incompetentes para resolver sus efectos y consecuencias, al que seguiría -ya en este año de 2025- el vodevil de un presidente Mazón que no ha sabido explicar lo que había hecho de su vida en aquella infausta tarde; sin embargo, en medio del desastre unos 50.000 jóvenes y abnegados voluntarios nos devolvían, a golpe de pico y pala, la esperanza en una dignidad nacional que creíamos perdida. Los casos de corrupción que comprometían al entorno familiar y político del presidente del gobierno se abrían generando un considerable estrépito. La polarización, siempre estéril y agravadora de la solución de nuestros problemas, continuaba avanzando.
La inexorable máquina de la justicia ha enviado a lo largo de este 2025 a tres colaboradores de Sánchez a la cárcel -si bien uno de ellos ahora en libertad provisional-, la mujer del presidente, investigada por cinco delitos y su hermano David, por dos; el Fiscal General del Estado ha sido condenado, manteniendo su condición de tal en contra de la decencia más elemental. Las ayudas comprometidas a los damnificados por la gota fría de Valencia han cubierto, transcurrido el año, sólo un 60% de las comprometidas por la Generalidad y en torno a un 35% de las que había anunciado el gobierno central. Y rota la mayoría que apoyara al ejecutivo, el Congreso rechaza los proyectos de ley que se le presentan, y tanto esta institución como el Senado se han convertido en unas auténticas y ensordecedoras jaulas de grillos que apenas resultan útiles para los ciudadanos. Y ni del presidente se espera la convocatoria de elecciones, ni de la oposición la presentación de una moción de censura. Y, por descontado, la polarización ha convertido -¿definitivamente?- a los adversarios en enemigos políticos.
Se sitúa ahora Sánchez en postura genuflexa ante el prófugo Puigdemont por si cupiera algún golpe de tuerca que permita a este último regresar victoriosamente a Cataluña, o sortear -una vez más, como hiciera con la ley de amnistía- el mandato constitucional, ahora respecto de la entrega de las competencias de emigración. La cooficialidad del catalán en Europa es imposible, no depende del gobierno y extendería la maldición bíblica de la Torre de Babel a unas 65 lenguas más, según la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias (CELRM).
Un fin de año que sólo nos cabrá celebrar desde la insatisfacción por el deterioro de la cosa pública, la cual debiera ser de todos porque a todos nos afecta, pero que se desenvuelve en un terreno cada vez más distante y ajeno a nuestro conocimiento. La política juega al escondite con los ciudadanos, a quienes, por más que la crisis resulte evidente, no se nos ofrece la oportunidad de decidir por quien puede disolver el parlamento y convocar elecciones, en tanto que quienes deberían ofrecer un programa alternativo y presentar en consecuencia una moción de censura, se conforman con transferir a las gentes la exigencia en la calle de lo que ellos no defienden en el Congreso, incumpliendo así su obligación como representantes de esa ciudadanía.
Nos queda quizás la nostalgia de la honradez de los hombres justos que recorrieron nuestra historia de España haciendo de su vida un tributo a la honradez y el patriotismo. Hace ahora cien años, el 13 de diciembre de 1925, fallecía en la finca del Canto del Pico, en la madrileña localidad de Torrelodones, don Antonio Maura. Historiadores de muy diverso orden han dedicado comentarios laudatorios a su memoria, y algunos congresos y seminarios, documentales y artículos de prensa, la reedición de una espléndida biografía, devuelven su imagen a una sociedad no menos atribulada hoy que entonces. Una ciudadanía que no encuentra en estos tiempos -a notable diferencia de los pasados- a gentes de valía en las que confiar. Y es que entonces se sabía que junto a seres atrabiliarios y corruptos -como existen en todos las épocas- existían otros que perseveraban a diario por ofrecer lo mejor de su prestigio y de su acción al bien del común de sus gentes. Porque don Antonio era ese hombre, pero no el único. Ahí estaban don Melquíades Álvarez, don Gumersindo de Azcárate, don José Canalejas, don Raimundo Fernández Villaverde, don Julián Besteiro… y tantos otros.
Son como las golondrinas del poema, esas que no volverán. Pero que nos señalan que existió una pléyade de hombres y mujeres que, en estos tiempos de memoria selectiva, que es más bien desmemoria tantas veces sectaria, no siempre la política fue tan abominable y el regate corto y desleal la única manera de actuación.
Por eso, en estos días, pienso en don Antonio y en ellos. Y soy muy consciente de que los errores y los egoísmos de otros atizaron los rescoldos que encendieron la hoguera de una guerra civil. Y que muchos de esos hombres buenos hicieron el holocausto de su vida como consecuencia de la contienda.
Nos conviene saber que no se va a repetir semejante drama histórico, pero resulta muy triste reconocer también que esas gentes tampoco regresarán. Y si alguna vela tuviera que encender en algún recóndito lugar, la prendería con el solo afán de equivocarme, y que esos que ya no son sino fantasmas del pasado, adquirieran de nuevo vida propia, y ocuparan los escaños del Congreso.
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