domingo, 21 de diciembre de 2025

¿Ha cambiado algo en los partidos?

Publicado en El Imparcial, el 21 de diciembre de 2025


En estos tiempos de lo que algunos comentaristas e historiadores han calificado como Segunda Restauración -como es el caso de Emilio Lamo de Espinosa, en un reciente artículo publicado en El Pais-, cabe formularse la pregunta que encabeza este comentario. ¿En qué han cambiado, en el supuesto de que así haya ocurrido, las cosas? O, para concretar algo más la cuestión, ¿cómo se comportan los partidos políticos, una de las piedras angulares de cualquier sistema democrático, en la actualidad?


En su biografía de uno de los personajes históricos de la Primera Restauración -la correspondiente a la Constitución de 1876- “Sagasta o el arte de hacer política”, José Ramón Milán, afirma que:


“Consecuencia del excesivo caudillismo y la concepción personalista que hasta entonces había regido en la generalidad de partidos políticos, antes que organizaciones al servicio de un programa, los partidos de notables de la época consistían en grupos de clientelas en los que la fidelidad al patrón, la lealtad al jefe. a menudo eran el lazo principal que mantenía unidos a sus miembros con la promesa de incentivos selectivos que sólo aquélla les iba a proporcionar. No existía en ellos un procedimiento propiamente dicho de elección de sus líderes por las asambleas generales y las reuniones de sus juntas directivas solían limitarse a sancionar la jefatura que, en la práctica, había logrado quien por su carisma, prestigio y recursos había conseguido el mayor número de apoyos en el seno del partido”.


Han pasado muchos años desde entonces, y donde los partidos eran sólo redes clientelares, hoy son organizaciones de masas. El PP afirma tener registrados más de 800.000 afiliados, el PSOE más de 150.000 y Vox algo más de 65.000. No parece que puedan calificarse de agrupaciones políticas de notables, de partidas de caciques, nutridos solamente de gentes influyentes en el distrito electoral en el que se ventilan las actas, como ocurría en aquel periodo de la historia de España.


Además, el artículo 6 de la Constitución, formalmente vigente, exige que en su estructura y funcionamiento deben los partidos ser democráticos, algunos han introducido en su operativa el procedimiento de las primarias, sus contabilidades están sujetas a comprobación por el Tribunal de Cuentas y cualquier desviación de la ley sujeta a sanción por los tribunales de justicia -como los medios de comunicación nos vienen informando con harta periodicidad.


Dicho lo cual convendría hacer alguna que otra salvedad. El referido mandato constitucional no parece resultar de obligado cumplimiento en la mayoría de los casos. La democracia interna que se proclama de manera ditirámbica en las bases y estatutos de los partidos se ve en demasiadas ocasiones sustituida por asambleas de aplaudientes que sólo sancionan la elección de quien en algún sanedrín interno resultaba previamente elegido. Y las resoluciones de los congresos son previamente-cocinadas, de modo que el compromisario que pretenda enmendarlas tendrá escasas oportunidades para su defensa y consecuente éxito (el que firma este comentario lo intentaría al menos una vez, y le quedó de esa operación la amarga certeza de que no volvería a perder el tiempo en semejante empeño).


La cuestión de las primarias merece también comentario aparte. Importadas de los Estados Unidos, la clave de las mismas -a mi modo de ver, por lo menos- no lo es tanto la idea de la elección democrática que comportan, sino la base electoral que las compone. Trasladar un procedimiento de primarias a un municipio en el que sólo existan unas pocas decenas de afiliados, y permitir a éstos que elijan al candidato a alcalde de su localidad supone elevar a categoría de supremo elector -por utilizar también un término de la Primera Restauración- al elegido: un reducido grupo de familiares y amigos del candidato se agruparán para llevar al primer puesto de la lista al que ellos ya han decidido (casos que también he podido comprobar a lo largo de mi andadura política). No, tampoco las primarias, ni desde luego en todos los casos, constituyen la solución. 


En cuanto al control del Tribunal de Cuentas se refiere, éste sólo puede auditar las cuentas que le presentan los partidos, de manera que la investigación de presuntas situaciones de financiación ilegal de los partidos -vale decir, de corrupción- deban ser realizadas por los tribunales, toda vez que la filtración de alguna “garganta profunda” -por utilizar una conocida frase que hunde sus raíces en el conocido “caso Watergate”- acude a informar a los medios. En puridad, no existe periodismo de investigación -o muy escaso-, sino de delación.


En un sistema jurisdiccional garantista, como es el nuestro, el tiempo empleado por la justicia hasta que sus sentencias adquieran firmeza se alarga varios años. Eso supone alimentar la percepción de que los culpables tardan en pagar -en términos económicos y de privación de libertad- sus fechorías. El abuso de los gobiernos de turno en conceder indultos a los amigos políticos y la más que dudosa conversión del Tribunal Constitucional en órgano de casación -o, en su caso, también de los tribunales europeos- produce la vaga impresión de que, con no dejar de ser cierta la idea de que “quien la hace, la paga”, no resulta una verdad erga omnes. Sobre todo si los delincuentes forman parte de la clase política.


Así pues, el caudillismo, el sometimiento al jefe, la fidelidad -que no es equivalente a la lealtad- a sus designios, remiten tanto a épocas pasadas como se refieren también a las actuales.


Podrán disponer los partidos de hoy de miles -de centenares de miles, incluso- de seguidores. Pero forman parte muchos de ellos de la masa de los palmeros de cuota -o que ni siquiera la pagan, como ocurre con alguno-. Y de su paisaje actual se podría asegurar que han cambiado las leyes y los ropajes, pero apenas se han modificado procedimientos y prácticas.


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