Joaquín Romero se quedaría perplejo. “¿Es usted Jorge Semprún?”, le preguntaría un joven empleado en una librería de cómics a la que el madrileño de adopción acudía cuando quería hacerse con alguno de aquellos tebeos antiguos, remasterizados como las películas de antaño, reeditados por lo tanto, rescatados del olvido, o de las nuevas novelas gráficas que, con desigual pericia, narraban las historias de los personajes que un día fueron -Marcel Proust, su constante Céleste Albaret, Franco… y, ¿por qué no?, Jorge Semprún.
Alguno de ustedes se extrañará de lo que les cuento. Porque, ¿qué tiene que ver Jorge Semprún con una librería de cómic? Pues tiene que ver que un biógrafo del escritor y político se aliaba con un dibujante y escribían ambos un relato gráfico, en blanco y negro, de ese personaje.
Y Joaquín Romero se empeñaba en la porfía de adquirir el libro. Ya había tenido lugar su presentación, a cargo del ex presidente del gobierno, Felipe González, que en su día eligió al referido escritor como su ministro de Cultura.
Es un buen momento para comprarlo, se dijo a sí mismo Romero. Y aprovechando uno de sus paseos vespertinos se acercaría a la glorieta de Bilbao, en cuyos aledaños se encontraba la librería. Después de echar una ojeada por entre las figuras -estatuettes- de Tintín que había dispuestas en una vitrina del establecimiento -otra de las aficiones que tenía Joaquín, las figuras de los personajes debidas a Hergé- se dirigía al breve mostrador, donde un joven consultaba alguna incidencia de su trabajo en el ordenador.
Romero le preguntaría acerca del libro. El muchacho decía no saber nada. Romero afirmaba que se había presentado hacía ya un par de semanas. El empleado consultaba en su ordenador. En efecto, había sido publicado. “¡Gran hallazgo!”, pensaría Joaquín, “eso ya lo sabía yo…”. “¿Quiere que se lo encargue?”.
Lo quería. En unos cuatro días lo tendrá usted, le comunicaba el empleado, de modo que Joaquín Romero planificaba su segunda visita al establecimiento en el plazo de una semana. Llegado el día, se acercaba de nuevo a la glorieta. Entraba en la tienda. Observaba que no había novedad alguna en cuanto a las figuras de Tintín y volvía a preguntar sobre el libro. No había novedad, tampoco. No lo habían recibido…
Lo que fue una sorpresa siete días antes se transformaría ahora en una cierta contrariedad. ¿Cómo puede ser? Y el joven empleado le decía que insistiría, a la vez que le entregaba una tarjeta de la librería. “Para que no tenga usted que molestarse en volver por aquí”, le dijo.
Y al tomar nota de nuevo de la petición seria cuando el librero formulaba la cuestión.
“¿Es usted Jorge Semprún?”
Estaba claro que el joven había confundido el nombre del biografiado y el del peticionario. Y Romero bien pudiera pensar que, para los chicos que tenían la edad del empleado, no existía ya memoria acerca de los gobiernos de Felipe González, y que Semprún no resultaba para él un novelista conocido, enterrado el muchacho entre ejemplares de Mortadelo y Filemón, Lucky Luke o los más vanguardistas cómics de la época.
En lugar de pensar en eso, sin embargo, Joaquín Romero regresaba a los vertiginosos años de su juventud, cuando asistía a las misas de los sábados a las nueve de la noche, en las que rasgueaban las guitarras y las canciones sonaban con aires modernos. Eucaristías que se celebraban en una parroquia bilbaina a cuyos organizadores -Romero entre ellos- había catalogado la policía del franquismo tardío como “filo-comunistas”. Recordaba Romero cómo uno de los compañeros de su grupo le espetaba. “No me gusta el nombre de Joaquín…” y éste le indicaba muy rápidamente. “Llámame Jorge, entonces”.
Es cierto que Romero podría haberse negado en redondo a esa posibilidad. Incluso a obligar, en mera reciprocidad, a Santi -que así se hacía llamar su interlocutor, cuando en realidad se llamaba Santos- a que se llamara a sí mismo de una tercera manera, o de una segunda y media -en realidad, entre Santos y Santi iba mucha menos distancia que entre Joaquín y Jorge-. Pero no, Romero aceptaría la imposición y se adjudicaría a sí mismo el agua purificadora del bautismo de guerra de un alias que le venía como llovida del cielo de los sueños revolucionarios para aquella nueva aventura romántica que él estaba dando comienzo.
Y con el alias de Jorge viajaban también los recuerdos del primo de su padre, de su tía Susana que desplegaba la bandera republicana el 14 de abril de 1931, de José María -Pepe- Semprún, su marido, abogado de la derecha republicana; de la resistencia de Jorge, su largo viaje a Buchenwald y su estancia en ese campo de concentración…
El campo de Buchenwald sería también para este nuevo Jorge redivivo un motivo de. estudio. ¿Qué ocurrió allí? ¿Qué hizo Jorge Semprún, afiliado al partido comunista, amparado por su red protectora? ¿Qué objetivos presidía su actuación en el campo, él, conocedor del alemán, colaborador por lo tanto en alguna medida de los designios de sus carceleros? En resumen, ¿a cuántos comunistas protegió y a cuántos no comunistas, vale decir, judíos, gitanos o demás presos, enviaba en su lugar a la cámara de gas? ¿Se trataba para el joven Semprún de un juego de suma cero, un hijo de Israel por un hijo de la revolución, nada más?
No se sabe bien, nadie ha aportado luces a esas sombras. Pero Jorge-Joaquín Romero elegiría ese nombre. Y es cierto que aún no conocía él de la historia de Semprún, ni se habían escrito sus biografías, tampoco el cómic.
“Viviré con su nombre, morirá con el mío”, había escrito Semprún. Y Joaquín viviría con ese nombre su tiempo de actividad pre-revolucionaria, que moriría cuando recuperaba el suyo propio. Llegaría entonces el momento de experimentar nuevas aventuras políticas -ya no religiosas- que le esperaban en sus años universitarios.
Todavía Franco aguantaba en el Pardo, y los estudiantes hacían cábalas sobre el futuro revolucionario de España en los años siguientes… pero, una vez más, muchos confundieron sus deseos con las realidades.
Pero esa es ya otra historia.
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