miércoles, 17 de octubre de 2012

Cecilia entre dos mares (4). El poema de Cecilia (IV)

No se despedían. A muchos comensales les bastaba un gesto rápido de la mamo en dirección a Urdaneta, para abandonar un local en el que había tenido lugar un almuerzo de tan tormentoso final. El presidente de la asociación recogía, con su pañuelo, las ingentes gotas de sudor que surcaban su frente.su gruesa papada, toda su cabeza en suma. A todo esto, Cecilia Llosa, permanecía sentada, la boca más prieta que cerrada y la expresión distante, como una diosa antigua, ajena a lo que estaba ocurriendo. No se lo pensó dos veces. Atravesando, casi de un par de zancadas, la distancia que le separaba de ella, Iturregui se plantó ante la Llosa. -Urdaneta. ¿Seria usted tan amable de presentarme a esta encantadora señorita? Cecilia abandono, siquiera por un instante su lejanía oceánica, para devolverle su sonrisa. Solo entonces fue cuando Iturregui pudo comprobar cómo era en realidad la peruana. Su carita india, que incluso pudiera parecer oriental a causa de unos ojos algo rasgados o del dibujo suave de dos líneas que tendían a unirse en la barbilla. Unos anchos pómulos y una interesante cicatriz, que señalaba el tercio inferior del lado derecho de su rostro y que concluía en el lado derecho de su boca, reforzaban la inicial impresión del carácter asiático de la joven. Una naricita recta, que apuntaba hacia un final algo respingón. Una gran pelambrera negra en la que descansaban, unos sobre otros, como si fueran de materias distintas, sus brillantes cabellos. Y sus ojos; unos ojos profundos, oscuros; a la vez próximos y lejanos, al tiempo alegres y taciturnos, que te envolvían de tal forma que parecían, alternativamente, tanto suyos como de su interlocutor. Pero todas las dudas que escondían sus ojos se resolvían en su expresión, una sonrisa desparramada en el marco de unos labios que emergían rectilíneos, que descubrían una perfecta y blanquísima hilera de dientes; una sonrisa que se prolongaba hacia el suave color rosado de sus encías, que provocaba un simpático arraigamiento de su naricita y que resolvía, si alguno quedara todavía, cualquier interrogante proyectado por sus ojos misteriosos. -Claro, claro. No faltaba más -dijo, medio excusándose Urdaneta, intentando sacudirse la intranquilidad que padecía-. Señorita Cecilia Llosa. Tengo el agrado de presentarle a don Miguel Irurregui. -Hola -dijo solamente la peruana, tendiendo una mano de largos dedos. Iturregui acercó una silla hacia la poetisa. -¿Me permite? -Claro -contestó ella, dibujando una de sus más encantadoras sonrisas. - Verdaderamente, creo que ha estado usted colosal -aseveraba Iturregui, en tanto que la Llosa observaba, con atención, el cuidado atuendo del industrial-. Su poesía parece algo así como un desafío valiente para las conciencias dormidas. Me ha encantado. Mientras hablaba, la mano derecha de Iturregui, con sus finos dedos entreabiertos, rubricaba sus palabras. - No parece que el resto de los comensales esté muy de acuerdo con usted -aseguró Cecilia, algo,taciturna-. Por eso es más de agradecer lo que me dice. -Y después, en un gracioso mohín, pedía ella una suerte de halago compensatorio-: ¿De verdad que le ha gustado? - Ya le digo que sí -aseguraba con firmeza Iturregui-. Y en cuanto a lo que piensen otros, yo no le daría importancia, señorita. Si,tiene usted la oportunidad de conocer esta Villa, esta ciudad, ya verá que existe otro tipo de gente, otras formas de sensibilidad más tolerantes de las que se han producido en este momento. - Lo,que pasa es que siento como si hubiera venido aquí a romper el orden establecido. Como si todos ustedes mantuvieran unas posiciones inmutables y yo me estuviera encargando de denunciarlas -dijo Cecilia volviendo a recogerse en un rictus de tristeza. - Señorita. Nada de eso es así. Usted ha recitado un poema sobre la libertad que existe en el amor -le procuraba animar Iturregui-. Y esa es una gran verdad. Lo que pasa es que existen todavía gentes que no están dispuestas a admitirla. - Le agradezco su opinión, señor Iturregui -dio ella dulcemente-. Me hace bien además lo que usted me dice. Casi le diría que me reconforta. - Nada, nada. Eso está claro. Y, si le sirve a usted de algo, le pido a usted disculpas por la incorrección de una buena parte de mis colegas... - ¡Pero eso es demasiado! -le cortó Cecilia-. ¿Cómo se va a disculpar por algo de lo que no es usted responsable? -Señorita -dijo con énfasis Iturregui-. Esto es Bilbao, es España. Yo soy, aunque usted no me conozca, un caballero español. Usted es una ciudadana del Perú que ha sido injustamente agredida por un grupo de personas entre las que me encuentro. Por eso le pido disculpas. ¿No le parece lógico? - No me lo parece, pero se lo agradezco aún más -contestó resuelta.

1 comentario:

Sake dijo...

Cada país tiene su personalidad, que lo diferencia de lo demás, pero el fondo, la esencia, es la misma aquí que en Perú.
Gracias D. Fernando por éste relato.