domingo, 23 de marzo de 2025

Cuando se acaba la botella de vino en mitad de una comida…



Rocío y Joaquín se han determinado, por fin, a hacer la obra. Han considerado que, si no lo hacían, ahora quizás no la acometerían nunca. Y es que los años no perdonan, y con los años viaja la fatiga como compañera inevitable y, con el cansancio, la pereza en asumir trabajos que carecen de rentabilidad en comparación con la paz que se deja de lado cuando entran los gremios y se ponen a tirar tabiques, a enganchar cables de electricidad, a cambiar el aparato de aire acondicionado… 


Porque todo eso están haciendo Rocío y Joaquín… o se lo están haciendo. Y para tal cometido no han tenido más remedio que contratar a una empresa que se ha llevado todos sus muebles y la ropa que no sería necesaria a un guardamuebles, en tanto que ellos se han mudado a un pequeño apartamento en el barrio de Argüelles, propiedad de Rocío, que por fortuna -Rocío es una chica que se diría permanentemente envuelta por un halo de suerte-, el inquilino al que se lo tenía arrendado abandonaba por la necesidad de dotarse de un piso más amplio.


Y con el cambio de barrio se producen las comparaciones, y con ellas las semejanzas y las diferencias. Porque Madrid es una gran urbe compuesta por una agregación de barrios, cada uno con sus diferentes características. El de la Hispanidad, marcado por los edificios de la estación de Chamartín y el estadio Santiago Bernabéu, es una zona joven, cuyos habitantes cuentan con un poder adquisitivo medio-alto, y un tenue carácter de gente con posibles y -no en todos los casos desde luego, pero sí en algunos- un cierto complejo de superioridad por aquello de haber llegado a una cierta posición elitista que otros no han sabido o podido adquirir.


Argüelles es otra cosa. La calle aparece poblada por estudiantes y jubilados, que se atreven a salir de sus casas a pesar de que en este final del invierno no para de llover… a cántaros, y se descubre el placer de permanecer caliente en la casa de cada uno. Los establecimientos comerciales, además de las inevitables franquicias que se han apoderado en tan alta medida de las ciudades, mantienen aún un cierto carácter popular y una oferta amplia en tiendas de todo tipo. Como dice el compañero de mesa de Joaquín, aquí, cuando se te acaba el vino en medio de una comida, bajas a la tienda y te compras otra botella. 


Es precisamente Juan (un nombre figurado) quien aparece en un restaurante de Argüelles, donde el servicio lo componen camareros españoles, y el menú del día es más que aceptable por el precio que cobran.


Juan acaba de salir de un difícil trance. Tuvo un ictus que le obligaría a utilizar el bastón, por culpa de los zigzagueos que la falta de equilibrio le producían al andar. El hospital Clínico fue su salvación, al igual que para Joaquín Romero, porque allí sería este último operado de un tumor en el aparato digestivo hace ya 4 años.


Repasan ambos las reflexiones de una política desquiciada. Juan fue militante del PSOE, lo dejaría y ahora siquiera entre sus amigos de militancia no hay más que uno que siga afiliado al partido que fundara Pablo Iglesias Posse. Él se siente ya liberal, fue votante de Ciudadanos y no llega a comprender muy bien cómo y por qué se desaprovecharía la oportunidad de disponer de un instrumento en el lado central del tablero político que permitiera a los dos grandes partidos generar alianzas políticas que les libraran de la, en apariencia, ingrata tarea de negociar con los nacionalistas la destrucción a plazo cierto y entrega de saldos -como en las épocas de rebajas- de la soberanía nacional.


Y entre plato y plato, casera y vino tinto, café cortado e infusión de manzanilla, concluyen ambos que ya todo ha cambiado y que apenas algo de lo que conocían va a ser recuperado en alguna ocasión. Y lo dicen en un restaurante que conserva el carácter antiguo de las casas de comidas y en un barrio donde aún es posible hacerse con una botella de vino en medio de la comida, cuando falta.


Claro que Joaquín aprovecha para colocar a Juan una de sus frases favoritas.


  • La diferencia, Juan, entre uno que se siente viejo y otro que se siente joven es que, ante un hecho imprevisto, el primero se pregunta, “¿qué va a pasar?”, en tanto que el segundo se dice a sí mismo, “¿qué puedo hacer?”


Y Joaquín se despide con un abrazo, diciendo:


- Yo soy de los que militan en el bando del qué puedo hacer…

sábado, 15 de marzo de 2025

Cambiar de idea


Cambiar de idea

Decía don Gregorio Marañón: “Ser liberal es precisamente, primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo”. Y en la medida en la que el entendimiento se sitúa en el mismo terreno de la negociación, comprenderse significa también que se está dispuesto a mudar de opinión. Lo advertía también Antonio Escohotado respecto del ámbito de la enseñanza: “Aprender significa disfrutar cambiando de idea”.

En los tiempos por los que estamos atravesando, la sola formulación de este planteamiento supone una llamada a la revolución, siquiera a un replanteamiento radical de nuestras estructuras e idiosincrasias personales. En momentos de polarización, todo lo que proceda de un espacio que no sea afín -aunque ni siquiera sea opuesto a nuestras posiciones- es rechazado como advenedizo o peligroso. Sólo se admite lo que venga de nuestro campo y nos reafirme en nuestras convicciones. La polarización, diríamos parafraseando las palabras que  pronunciara el presidente Miterrand en el Parlamento Europeo respecto del nacionalismo, es la guerra. Y en la guerra de la polarización quienes deciden no participar en la contienda serán pasados por la piedra dialéctica como los tibios, los que se han rendido antes de tiempo, los cobardes, por lo tanto.

Y sin embargo, quienes están -estamos- dispuestos a cambiar de idea entiendo que somos los más valientes de la sociedad. De una sociedad que ha admitido con toda naturalidad que la división constituye un hecho inevitable,  y que el “nosotros” que se construye -o más bien destruye- como el “no a otros” es la principal base del funcionamiento del grupo, aunque esa nueva “polis” no se corresponda ya con una idea de ciudadanía, sino como su situación contraria, esto es, la tribu. Son -somos- los dialogantes los valientes, no los contrarios al debate abierto.

Por lo mismo, la polarización excluyente impide la activación del mecanismo del diálogo, que es la idea previa a la del consenso. Los muros que se erigen en los espacios públicos sólo sirven para definir los campos en los que se producen las contiendas, y desplazan hacia un terreno imposible el ámbito de la contraposición de opiniones y la mera posibilidad del acuerdo.

Por poner un ejemplo cercano a la actualidad de lo que vengo expresando, se puede evocar la patética queja que ha formulado el líder de la oposición española a la propuesta que le ha formulado el presidente del gobierno para mantener una reunión en la que abordar la espinosa cuestión de los gastos en materia de Defensa. 20 ó 30 minutos no serían un tiempo suficiente para entrar en el asunto, además de que se trata del mismo espacio temporal que Sánchez concede a los demás partidos.

Ésta, que no deja de ser una anécdota, me recuerda al Fuero Viejo de Guipúzcoa, según el cual las leyes deberían ser pocas, cortas y justas. Y añadiría también que el tiempo empleado para su discusión debería ser reducido. Para resultar más explícito diría que en éste, como en los restantes ámbitos de la política, convendría utilizar el procedimiento parlamentario de la guillotina, una técnica que permite cortar el uso obstruccionista de las iniciativas y el debate en las cámaras mediante su ordenación, agrupando las intervenciones, el tiempo de discusión u otros métodos de reducción del tiempo a utilizar.

Cuando se trata de analizar asuntos de carácter general, el principal obstáculo no es el del tiempo a emplear en su debate, sino la confianza -o desconfianza- que con carácter previo tengan los interlocutores. Y en el ejemplo referido a España que acabo de proponer, la distancia entre los protagonistas, el nivel de prepotencia de uno y la bisoñez del otro nos conducen a pensar que, no sólo con 30 minutos, ni siquiera con tres horas serían capaces los interlocutores de realizar un diagnóstico común de los problemas y de las soluciones.

Por eso, con carácter previo al cambio de las ideas, hoy por hoy impensable en determinados pagos políticos, habría que pensar en cambiar a las gentes para quienes  el diálogo resulte imposible. Y cierto es que en este punto los son más culpables unos que otros.

Por eso, estar a la altura de un mundo que cambia, de una Europa que debe tomar decisiones trascendentales, de una España a la que le afectará esta nueva situación, exige de gentes que hagan del ejercicio de la posibilidad de cambiar de idea como consecuencia del diálogo y de la necesidad del consenso, una práctica cotidiana.

Rara avis este tipo de responsables políticos, en peligro de extinción en el mundo. en Europa y, desde luego, en España. Y quizás, precisamente por eso, tan necesaria es su existencia y su reproducción.


domingo, 9 de marzo de 2025

El populismo, ¿arma arrojadiza o categoría política?

 Hay algunas gentes que se han instalado en la idea de que el populismo se aplica en exclusiva a las izquierdas. En consecuencia, no existiría en puridad un populismo de derechas. Quienes así se manifiestan, consideran que determinados gobernantes y dirigentes políticos que se sitúan en la derecha -Trump, Orban, Meloni, Le Pen o Santiago Abascal en nuestros pagos- no son sino liberales. Apurándoles un poco dirían que son ultra-liberales, pero en ningún caso populistas.


Convierten así, pervirtiéndola, una definición política en un arma que arrojar a los contrarios. Como quiera que ellos son… otra cosa, los verdaderos populistas, gentes peligrosas a combatir y a batir, son los que no se sitúan en su ámbito político. De manera que no hay un populismo bueno y otro malo, es que sólo existe uno, y es perverso.


Supongo que una tesis semejante procede de forma muy significativa del grado de polarización que están atravesando las sociedades occidentales, y de la que la política española no sólo no constituye una excepción, sino que va siendo un paradigma de los tiempos actuales. Y como síntoma de lo que afirmo podría citar el caso del socio del PSOE en la Internacional Socialista, el SPD alemán, que seguramente pactará una nueva gran coalición con el conservadurismo cristiano-demócrata, con el fin de evitar el pacto de ambas formaciones políticas con el populismo de la derecha -AfD- y de la izquierda -Die Linke-. Una coalición que, por cierto, resultaría enormemente beneficiosa en España.


La polarización divide de tal forma a las sociedades que parecería que no hay más remedio que situarse en alguno de los ejes del arco polarizado. Y a partir de la elección adoptada, sustituir el sustantivo por otro que resulte más políticamente correcto: la izquierda o el liberalismo, por ejemplo.


Más allá de la desvirtuación que proponen los que militan en esos pagos, hay que decir que se han ofrecido diversas definiciones de las políticas populistas, la más habitual es la que proponen quienes las predican soluciones en exceso simplistas a problemas que son complejos. Es así seguramente. Yo añadiría una razón que no contradice la mencionada definición, sino que la complementa. Se trata de lo que en una ocasión le oí decir a la líder del Partido Radical italiano, ex-comisaria europea y ex-ministra de Asuntos Exteriores de su país, Emma Bonino, y es que se está produciendo en las democracias occidentales un retorno en la admiración por los hombres -o mujeres- fuertes. Una admiración que, por cierto, sienten también estos mismos hombres fuertes en relación con los que demuestran firmeza, aunque los pagos ideológicos no sean los mismos. Además de las kermeses internacionales que reúnen a los lideres de la derecha populista, como la recientemente organizada por Vox en Madrid, no se oculta la buena relación que Donald Trump mantiene con Putin o, incluso, con el presidente de Corea del Norte, Kim Jong-Un.


Y es precisamente esta admiración por los hombres fuertes la que se corresponde con un ejercicio de las políticas que estos líderes vienen practicando. En especial el desprecio, cuando no su conculcación o simple eliminación de cualesquiera límites que pongan en cuestión su ejercicio del poder: la oposición, la judicatura independiente, los medios de comunicación contrarios a sus tesis, los órganos de control… 


En algunas ocasiones, no son capaces algunos de esos dirigentes de ejercer su gobierno de esa misma forma, los controles establecidos por sus propios sistemas se lo impiden, pero esa situación sólo les produce la melancolía de quienes quisieran parecerse a los más sátrapas de la cofradía de la satrapía y andan buscando, como Diógenes con su candil, la manera de burlar los impedimentos que les podían conducir a un poder omnímodo.


En esa fascinación se contiene buena parte de la semejanza entre un populismo de derechas y otro de izquierdas. En la admiración y en el rechazo de la democracia representativa como fuente de buena parte de los males que nos acechan. Y del derecho internacional, que trata -con muchas dificultades- de evitar la aplicación simple y llana de la ley de la selva en la esfera global, que fue un elemento principal de organización del orden internacional después de la Segunda Guerra Mundial.


Porque el populismo -sea de derechas o de izquierdas- es eso, la mera aplicación de la ley del más fuerte, el retorno por lo tanto a las épocas medievales en las que el derecho de conquista se abría paso en los cañones que portaban los arcabuceros en las guerras, y en la escala más local, el regreso a la tribu, como expresión del único espacio de protección que le quedaba al ser humano.


No importa, insisto, que los populistas desarrollen programas expansivos del gasto público o que enarbolen la motosierra de Milei en contra del despilfarrador gasto público. Lo sustantivo es que para ellos la democracia es en muchas ocasiones un inconveniente a esquivar, porque, nimbados como se encuentran por una especie de halo divino, ellos saben más, entienden mejor a sus pueblos y disponen de la varita mágica que les conducirá a la tierra prometida. 


Por eso, frente a la práctica de la amenaza y del rodeo de las instituciones, conviene el reforzamiento de la razón y la apelación a la fortaleza del estado de derecho como procedimiento de contención de esas prácticas políticas viciadas. Porque son los controles democráticos -en especial un poder judicial independiente, como estamos observando en muchas latitudes, los que nos hacen más libres, nos permiten abandonar la tribu, nos acercan a conseguir mayores espacios de libertad y a aspirar a una felicidad que no dependa en exceso de los controles a los que se nos somete a diario por las más diversas instancias. 


Y es que el ejercicio de la democracia directa y limitada que, en ocasiones define al populismo occidental, con medios de comunicación adocenados, la libertad reducida a la mera práctica del derecho de voto, los jueces amordazados y la ciudadanía anulada por la única preocupación por la subsistencia, constituyen, todas éstas, el ditirambo de un elogio al retroceso que es preciso combatir. Nos va mucho en ello.


domingo, 2 de marzo de 2025

La nueva vida de Dylan

En una de mis recientes entradas de este blog les hablaba de Marta, una joven abogada que trabaja como becaria en un despacho de la capital. En una mesa contigua a la de Marta se sienta un joven que se llama Dylan. Se trata de un muchacho que nació en Ecuador, pero que muy pronto llegaría a España acompañando a sus padres.


Dylan es un joven que se diría nacido de pie. Su simpatía resulta arrolladora, contagiosa. Su sola presencia define en su entorno una atmósfera de alegría empática quë irradia a todos los que con él se relacionan.


Su madre, de nombre Luz, sería muy pronto abandonada a su suerte por su pareja, un hombre inconstante que se buscaba el abrigo de otros brazos más jóvenes y con menores compromisos que los de la mujer que traía a España. Así que Luz tendría que sacar adelante a su familia -a su hijo y a ella misma-, a base de fregar escaleras y de empleos agotadores de asistenta doméstica, en unas jornadas de trabajo que parecían no tener fin.


Luz tendría sin embargo el apoyo permanente, y no sujeto a tasa alguna, de una hermana suya, que regentaba un bar junto con su marido -éste último llevaba la cocina del establecimiento-, y de una hija del matrimonio, prima por lo tanto de Dylan. Era, la hermana de Luz, quien hacía las recomendaciones que ésta aceptaba para encadenar pequeñas remuneraciones, todas ellas en dinero negro: carecía la mujer de permiso de trabajo en España.


Y Dylan observaba con atención el cuadro de una familia en la que las apreturas se veían siempre compensadas con un fuerte sentimiento de solidaridad -si se exceptúa de esta afirmación el carácter egoísta de su padre, a quien, por cierto, apenas veía, y de quien no procedía ninguna ayuda para su educación y subsistencia.


Contribuía -como podía- Dylan, en sus primeros años de estudiante a las necesidades de su madre, prestando su concurso en los recados que Luz le encargaba. Llevaba paquetes de poco peso, recogía algún que otro pedido, se encargaba de la compra en el supermercado, y hasta limpiaba el bar o, si lo requería el caso, servía coca-colas y cañas en el establecimiento de sus tíos cuando el trabajo acuciaba y nadie más podía encargarse de aquellas tareas. Y no por eso desatendía sus estudios, en los que, sin aparente dificultad, obtenía muy buenas calificaciones


Concluida su preparación primaria, Dylan pasaría a la titulación universitaria. A él le habían apasionado siempre las películas y las series televisivas de abogados y juicios, y en su fantasía se veía algún día informando en un juzgado acerca de algún caso delictivo de relumbrón,


Pero muy pronto descubría que esos asuntos le pondrían más bien en contacto con ese heterogéneo grupo que componían los chorizos, pandilleros, camellos de menudeo y okupas… cuando no de proxenetas, pederastas o productores de malos tratos. La posibilidad de defender a políticos corruptos tampoco le cautivaba en exceso, pero había que reafirmarse en la expresión de quë todas las gentes tienen derecho a la defensa, y que la presunción de inocencia debía imponerse a las condenas mediáticas,


Sucedía además que el mundo del derecho penal era un terreno, necesario en la práctica jurídica, pero no el más brillante y mejor remunerado. Dedicarse a esos asuntos era animarse a veces a recibir principalmente encargos de oficio, mal pagados e intensos en la relación con unos clientes que tomaban su asesoría jurídica y su criterio profesional con la idea de que estaban los abogados hasta tal punto a su servicio que no les ahorraban a éstos ni una sola de sus inquietudes. Hubo un compañero que le refería un día que una cliente le había solicitado que la empadronara en su casa…


Así que Dylan optaría finalmente por el derecho mercantil. Pero antes de eso había que terminar sus estudios universitarios. Una formación teórica que compartía el muchacho con una cada vez mayor implicación en el mundo del trabajo hostelero. Contiguo al bar que regentaba su tía, y en el que el joven seguía colaborando, había un local vacío, que se encontraba bastante deteriorado por la ausencia de uso. Y Dylan, a quien no le resultaba ajeno el sentido de iniciativa empresarial, convencía a su familia para que negociaran una renta razonable y lo adecentaran para hacer de él un restaurante… italiano. La pasta, la pizza y el carpaccio eran los platos que prefería el muchacho, y se había especializado en su preparación en los pocos tiempos libres que le dejaban sus estudios y las ayudas que prestaba a sus familiares


“La Carbonara”, le pusieron como nombre a la trattoria. Y a base de esfuerzo, calidad de producto y la habitual simpatía que derrochaba, Dylan, se fue haciendo un hueco el comedor en aquella zona popular de Madrid, donde todos los domingos y festivos se abría un mercadillo aledaño a la Plaza de Castilla.


De modo que, cuando concluía su horario de trabajo, el joven se precipitaba hacia el establecimiento hostelero de su familia, que él administraba y velaba, hasta que, llegada muchas veces la madrugada, y los últimos clientes habían concluido la consumición de sus limoncellos o sus gin-tonics.


Y observaba también  cómo, dispersa en sus gestiones, Marta apenas hacía otra cosa que mover los expedientes de un lado a otro. “Marta -le decía-. Lo poco que sé de la vida es que el tiempo es lo único de lo que podemos disponer… y eso sólo a veces. Es importante no perderlo…”


Pero Marta le oía, pensando que el ecuatoriano ése estaba chalado. ¿Para qué dedicar tanto esfuerzo a las cosas cuando apenas te reportan alguna pasta…?


“Pasta” dineraria, se entiende. Pero Dylan pensaba que, según la estimación de resultados que se iba produciendo en “La Carbonara”, muy pronto recuperarían el dinero invertido y entrarían en beneficios.


Y en el despacho estaba bien considerado. Le renovarían contrato, esta vez no como becario, sino como titular. Y el camino a que lo hicieran socio de la firma estaba también expedito.


Y además le había echado el ojo a una chica que le proporcionaba materia prima para la trattoria … y la ilusión de un amor compartido se abría paso para un futuro que Dylan estaba preparando con empeño e ilusión,


De modo que el muchacho no tendría nunca, ni siquiera la intención, de regresar a Ecuador. Quizás sólo de visita. España y Madrid se habían convertido en su motivo de batalla y el ámbito principal de sus satisfacciones. 


domingo, 23 de febrero de 2025

Estamos hechos en el amor y en él desapareceremos

 Esta estrofa de la canción Boogie Street, de Leonarda Cohen, que ya fue objeto de comentario en el blog Algunos Pájaros Errantes, quedaría sepultada por el tráfico de la calle y la contraposición entre la agitada vida que proyecta la vía -la vida- pública y la quietud, hasta cierto punto anacoreta, de la vivienda de cada uno. Pero la imagen contiene tanta y tan poderosa fuerza que reclama un comentario aparte.


Hay un amigo que me escribiría manifestándome su desacuerdo con la afirmación del poeta de Montreal. Y tiene razón. No todos somos -o son- hijos del amor, tampoco todos los que se van se disuelven en ese ámbito.


Vayamos a los datos y a las encuestas. Según el informe del Estado de la Población Mundial del año 2022, publicado por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), casi la mitad de todos los embarazos en el mundo -unos 121 millones al año, medidos entre 2015 y 2019- no fueron deseados.


Cualquiera que sea la veracidad de esta estimación (ya decía Disraeli que existen las mentiras, las mentiras sangrantes y… las estadísticas), 121 millones de embarazos no deseados son muchos millones.No disponemos del dato de los embarazos que dan lugar a los correspondientes nacimientos, pero la mencionada cifra constituye una enmienda de totalidad al cantautor, de tal envergadura que no admitiría defensa por su parte, en el caso de que Cohen hubiera podido acometer esta difícil tarea.


No existen, por fortuna para Lord Beaconsfield -ese era el título que ostentaba Benjamín Disraeli- estadísticas sobre las gentes que mueren solas, sin la compañía de familiares o amigos. En fechas recientes, la pandemia del COVID 19 ha puesto en evidencia un importante número de casos de muerte en soledad. Por ejemplo, en Los Ángeles (Estados Unidos) se celebraría una ceremonia en diciembre de 2024 para honrar y enterrar a unas 2.000 personas fallecidas a lo largo del año 2021, cuyos cadáveres no fueron reclamados y que fallecieron solos durante ese episodio.


En todo caso, algunos estudios han puesto en evidencia que la soledad incrementa de manera prematura el riesgo de la muerte. Una investigación realizada en Alemania respecto de un colectivo de unas 4.000 personas en un lapso de 13 años, concluía que vivir solo y con escaso contacto social incrementaba en un 47% el riesgo de fallecimiento.

Y un estudio noruego que seguía a unas 20.000 personas, llegaría a la conclusión de que el aislamiento social incrementaba en un 15%el riesgo de muerte antes de tiempo (un 20% más en el caso de los hombres).


No hacen falta estudios para demostrar que la soledad es mala compañera. Y que morir en esa situación añade al inevitable dolor de la transición, el de la depresión anterior en la persona que padece esa situación.


Y sin embargo es posible que, después de todo, Leonard Cohen no estuviera absolutamente equivocado. Nieto del rabino, Solomon Klonitsky-Kline, al poeta canadiense no le era extraño el ámbito religioso, hasta el punto de que Bob Dylan afirmaría de él que todas sus canciones trataban de la relación del hombre con Dios.


Siguiendo con su propia tradición, tanto en la Torá como en el Génesis, el hombre no nace de una manera casual, sino como consecuencia de un proyecto divino. De la misma manera, su fallecimiento disolvería su existencia en los brazos de su creador. Añadan ustedes la idea del amor con la de Dios que, si bien resultaba menos absoluta en el Antiguo Testamento, impregna de manera total el Nuevo y el cristianismo. 


También es preciso advertir que a Leonard Cohen no le resultaba extraña, tampoco antipática, la idea de la nueva religión que se expresa en los Evangelios. De hecho, en el último disco que se publicaba bajo su responsabilidad (el último se debería a su hijo), el que llevaría por título You Eant It Darker, abogaría por un pacto -un Tratado- entre el amor de Cristo y el suyo (I wish there was a treaty/Between your love and mine).


De la misma manera a como lo hacían nuestros poetas místicos, el discurso -el discurrir- de las palabras del poeta traspasan las fronteras del amor terrenal al espiritual, como si no tuvieran una entidad diferente. No resulta preciso cerrar una espita para que se abra el chorro de la otra. Se ama, se entrega uno, no importa entonces tanto el objeto de esa acción, porque de ella no sólo se beneficia el ser amado. Se trata de una pulsión benéfica que se dirige al conjunto de las gentes que nos rodean, que nos hace mejores y que nos reconcilia con una humanidad que, en alguna ocasión, contagia también a ésta. El amor no hace, por lo tanto, distingos respecto del objeto del ser amado.


No es difícil advertir que en ese estimulante derrame de amor se encuentre Dios. Y no lo es entonces que ese proyecto divino que es el hombre, -aunque sus padres no deseen su existencia- y/o el ser, así creado, deba desaparecer en la más triste de las soledades. Es más que posible -de acuerdo con esta tesis- que también en estas difíciles circunstancias se imponga el designio divino, según el cual, su vida, aunque nos parezca de una forma objetiva como simplemente prescindible, ha sido importante, incluso imprescindible para quienes se encontraron con esa persona a lo largo de su existencia.


Pensemos, por ejemplo, en una niña, acostada en una cama de hospital durante más de 20 años, y que fallecería en ella. Parecería su vida inservible, inútil, gravosa para la sociedad y su familia… pero es posible -es seguro- que su rastro y su cariño -su amor- sería de tal envergadura que nadie que la conociera y la tratara podría negar que su vida tuvo sentido.


Por eso, en el amor nacemos y en él nos disolvemos. Y Cohen también tenía razón en esta estrofa.



domingo, 16 de febrero de 2025

El futuro según Marta

 Decir que Marta vivía al día era explicar, en realidad, buena parte de su vida. Porque para Marta la existencia misma se limitaba al día que estaba transcurriendo en ese momento, todo lo más los planes que pudiera tener para el fin de semana o las próximas vacaciones. 


El pasado que Marta había dejado atrás era por suerte muy limitado y corto. Apenas un colegio y una universidad en los que el esfuerzo por dominar las asignaturas resultaba exiguo, y le daba tiempo sobrado para adentrarse en el proceloso sendero de sus asuntos, siempre que tuvieran que ver éstos con la diversión, los consabidos amoríos de quita y pon y las interminables conversaciones con sus amigas en las que inevitablemente despedazaban a todo el mundo, sin que, a través de ese procedimiento, pudieran arreglar nada las cosas que se producían en su entorno, sino más bien todo lo contrario.


Ahora, con su flamante título de abogada, licenciada en la Universidad Complutense de Madrid, Marta había conseguido -influencia mediante- un puesto de becaria en una importante firma de abogados de la capital. Pero ella no abrigaba gran confianza en su proyección profesional, al menos en aquel despacho. El exiguo dinero que recibía ella por su trabajo -sueldo de mileurista- no justificaba apenas ni siquiera la mínima dedicación que le entregaba. De modo que se pasaba buena parte del día consultando el reloj a la espera de que dieran las 6 de la tarde, embebida en los mensajes que recibía en su móvil o perdiéndose en los vericuetos de internet para conocer las ofertas que las distintas tiendas de modas presentaban a sus eventuales clientas.


Resultaba evidente que, a la conclusión del periodo pactado, Marta dejaría el despacho o le serían agradecidos los servicios prestados, con amable indicación de la puerta de salida. Pero hasta ese momento no había en ella la menor idea de plantar al despacho. ¿Quién sabía si fuera de aquella casa tendría alguna oportunidad de alguna consistencia?


Y no se trataba de que la joven no quisiera pegar un sello al agua, sino más bien que para ella, quien quisiera tomar medida de sus capacidades, debía apostar con claridad por su persona. Una apuesta que para Marta no debía resultar inferior a 3.000€ brutos, 14 pagas y situaciones de fija en la empresa de que se tratase.


Le parecía a Marta que el mundo no era como se había contado en alguna ocasión a sí misma. Pensaba que, una vez conseguido el título de abogada, se le abrirían todas las puertas del cielo, que los bufetes se la rifarían, doblando y triplicando las ofertas para su integración. Ella ya había hecho lo que de ella se esperaba, ahora era la Sociedad la que debía corresponder. Pero la sociedad se convertía en un escenario poco menos que hostil que le proporcionaba la dolorosa información según la cual el mundo podía seguir rodando sin ningún problema con Marta a bordo o en su ausencia.


De modo que se instalaba ella en su cómoda vida de los 1.000 euros, su habitación pagada en la casa de sus padres, alimentación y lavado y planchado de ropa incluidos, y la vida a saltos que, -siquiera limitada a su satisfacción inmediata- al menos, le permitía pasar sin aportar excesiva preocupación a su existencia.


Porque Marta no pensaba apenas en el futuro. Las perspectivas que se le abrían por delante eran tan reducidas que ni siquiera se lo planteaba. Observaba sus padres, que gozaban de buena salud y que le auguraban al menos la seguridad de alguna red de protección. Y además de que ellos no le hacían ninguna consideración acerca de las dificultades que sin duda vendrían por delante. De vez en cuando algún tímido comentario del estilo de, “es un buen despacho, hija. Ya verás como podrás mejorar en él. Al menos aprender algo…” 


Pero hasta allí llegaban, porque, si en algún momento descendían sus progenitores a las preguntas verdaderamente capciosas -“¿qué rama del Derecho te gusta más, el mercantil el penal…?”-, no obtendrían respuesta alguna Y es que a Marta sólo le gustaba de la práctica jurídica los emolumentos que pudiera recibir como contraprestación a sus esfuerzos. Resultaban en vano las advertencias que se les formulaban a todos los becarios desde las altas instancia de la firma. “Recordad. Ésta es una profesión liberal, el horario es un asunto meramente aproximativo. Cuando el cliente os reclame no importa que sea en fin de semana, en vacaciones o en un día normal de trabajo…”, todo eso le parecía pájaros y flores.


Pero el hecho de que Marta no pensara en el futuro no significaba para nada que le tuviera una particular aversión o que sintiera alguna desconfianza respecto de lo que habría de acontecer en el desarrollo de lo porvenir. El caso era que, instalada en el momento presente, lo que tuviera que llegar había desaparecido ya como una categoría de singular importancia. Tampoco anudaba ella su comportamiento cotidiano a ninguna urgencia, a establecer una relación de pareja, por ejemplo. Era todo tan rápido, tan evanescente, tan líquido, que los días se sucedían los unos a los otros como un paquete de kleenex que, una vez consumidos los pañuelos, se reponían. Nada más.


La idea del ahorro resultaba por lo tanto imposible con esa exigua cantidad que ella recibía, las pensiones que pudiera disfrutar en ese futuro, cuya sola palabra ella había dejado de utilizar en su particular vocabulario, se las llevarían, todo lo más, sus padres; ese mundo no estaba aún abierto para ella, y quién sabe si alguna vez fuera conveniente que lo considerara como una de las ecuaciones reverenciales de su existencia. Era más que probable que esa cuestión pasara por delante de ella sin detenerse siquiera.


El futuro para Marta no era tampoco el fin del mundo. Simplemente no existía, ni le ocupaba ni legal preocupaba. 


¡Era Marta tan joven!