Rocío y Joaquín se han determinado, por fin, a hacer la obra. Han considerado que, si no lo hacían, ahora quizás no la acometerían nunca. Y es que los años no perdonan, y con los años viaja la fatiga como compañera inevitable y, con el cansancio, la pereza en asumir trabajos que carecen de rentabilidad en comparación con la paz que se deja de lado cuando entran los gremios y se ponen a tirar tabiques, a enganchar cables de electricidad, a cambiar el aparato de aire acondicionado…
Porque todo eso están haciendo Rocío y Joaquín… o se lo están haciendo. Y para tal cometido no han tenido más remedio que contratar a una empresa que se ha llevado todos sus muebles y la ropa que no sería necesaria a un guardamuebles, en tanto que ellos se han mudado a un pequeño apartamento en el barrio de Argüelles, propiedad de Rocío, que por fortuna -Rocío es una chica que se diría permanentemente envuelta por un halo de suerte-, el inquilino al que se lo tenía arrendado abandonaba por la necesidad de dotarse de un piso más amplio.
Y con el cambio de barrio se producen las comparaciones, y con ellas las semejanzas y las diferencias. Porque Madrid es una gran urbe compuesta por una agregación de barrios, cada uno con sus diferentes características. El de la Hispanidad, marcado por los edificios de la estación de Chamartín y el estadio Santiago Bernabéu, es una zona joven, cuyos habitantes cuentan con un poder adquisitivo medio-alto, y un tenue carácter de gente con posibles y -no en todos los casos desde luego, pero sí en algunos- un cierto complejo de superioridad por aquello de haber llegado a una cierta posición elitista que otros no han sabido o podido adquirir.
Argüelles es otra cosa. La calle aparece poblada por estudiantes y jubilados, que se atreven a salir de sus casas a pesar de que en este final del invierno no para de llover… a cántaros, y se descubre el placer de permanecer caliente en la casa de cada uno. Los establecimientos comerciales, además de las inevitables franquicias que se han apoderado en tan alta medida de las ciudades, mantienen aún un cierto carácter popular y una oferta amplia en tiendas de todo tipo. Como dice el compañero de mesa de Joaquín, aquí, cuando se te acaba el vino en medio de una comida, bajas a la tienda y te compras otra botella.
Es precisamente Juan (un nombre figurado) quien aparece en un restaurante de Argüelles, donde el servicio lo componen camareros españoles, y el menú del día es más que aceptable por el precio que cobran.
Juan acaba de salir de un difícil trance. Tuvo un ictus que le obligaría a utilizar el bastón, por culpa de los zigzagueos que la falta de equilibrio le producían al andar. El hospital Clínico fue su salvación, al igual que para Joaquín Romero, porque allí sería este último operado de un tumor en el aparato digestivo hace ya 4 años.
Repasan ambos las reflexiones de una política desquiciada. Juan fue militante del PSOE, lo dejaría y ahora siquiera entre sus amigos de militancia no hay más que uno que siga afiliado al partido que fundara Pablo Iglesias Posse. Él se siente ya liberal, fue votante de Ciudadanos y no llega a comprender muy bien cómo y por qué se desaprovecharía la oportunidad de disponer de un instrumento en el lado central del tablero político que permitiera a los dos grandes partidos generar alianzas políticas que les libraran de la, en apariencia, ingrata tarea de negociar con los nacionalistas la destrucción a plazo cierto y entrega de saldos -como en las épocas de rebajas- de la soberanía nacional.
Y entre plato y plato, casera y vino tinto, café cortado e infusión de manzanilla, concluyen ambos que ya todo ha cambiado y que apenas algo de lo que conocían va a ser recuperado en alguna ocasión. Y lo dicen en un restaurante que conserva el carácter antiguo de las casas de comidas y en un barrio donde aún es posible hacerse con una botella de vino en medio de la comida, cuando falta.
Claro que Joaquín aprovecha para colocar a Juan una de sus frases favoritas.
- La diferencia, Juan, entre uno que se siente viejo y otro que se siente joven es que, ante un hecho imprevisto, el primero se pregunta, “¿qué va a pasar?”, en tanto que el segundo se dice a sí mismo, “¿qué puedo hacer?”
Y Joaquín se despide con un abrazo, diciendo:
- Yo soy de los que militan en el bando del qué puedo hacer…