jueves, 11 de diciembre de 2025

De cordones sanitarios



Publicado en La Voz de Lázaro, el 11 de diciembre de 2025


La expresión cordón sanitario procede del francés. Se refiere a una acción de elevar una barrera que evite la expansión de una enfermedad infecciosa. Adoptada por el lenguaje político, su primer uso pretendía contener la generalización de la ideología soviética en los países que aún no habían quedado sometidos a su dominio. Hoy en día se utiliza como método que prevenga la extensión de las ideologías extremas, en particular de excluirlas de la acción gubernamental. 


Pero no todas las democracias liberales operan del mismo modo en lo atinente a este método, por lo mismo que tampoco las ideologías y los partidos objeto de semejante prevención resultan equivalentes. Ocurre que, siquiera instalados en la misma área política, encuadrados en el mismo club de las democracias liberales que es la Unión Europea, el conjunto de los países mantienen la misma actitud respecto de los extremos. Sus circunstancias históricas, condicionantes de su psicología colectiva, difieren entre sí.


Veamos algunos ejemplos.


Alemania, que es el país más importante de las democracias de la UE, constituye un paradigma del ejercicio de los cordones sanitarios. Lo hace, además, a izquierda -con Die Linke, partido heredero de los comunistas de la pro-soviética República Democrática de Alemania-, y a la derecha -con la Alternative fur Deutschland-. A nadie se le escapa la preocupación germana por una eventual repetición de su pasado, con la recuperación de posiciones nazis, por un lado, y, por el otro, el doloroso desmembramiento nacional como consecuencia de la derrota bélica, que sometió a más de 16 millones de alemanes a un régimen represor en lo político y a la pobreza económica.


En Francia, el cordón sanitario no parece operar del mismo modo que en Alemania, o no de manera tan evidente. Se dirige, casi exclusivamente, hacia las extremas derechas del Rassemblement National, de Marine Le Pen, y no en contra de La France Insoumise de Jean-Luc Mélenchon. La causa de esa prevención se debería a la defensa de los valores republicanos a los que atentarían Le Pen y sus seguidores, en lo que respecta a una reducción de las libertades civiles, la demonización de la inmigración y el regreso a la endogamia y su rechazo a las políticas de integración europeas.


No ocurre lo mismo en Italia, donde el cordón sanitario respecto de la extrema derecha no ha funcionado desde que, en el año 1994, Silvio Berlusconi llevó al gobierno a Alleanza Nazionale (AN), heredera del MSI, dirigida por Gianfranco Fini. Hoy en día, la democracia cristiana de Antonio Tajani continúa blanqueando a los Fratelli di Italia de la presidenta Meloni, y al vicepresidente, Matteo Salvini, de la Liga.


Resulta preciso conceder que Giorgia Meloni ha hecho buena la idea de que el poder modera las ansias revolucionarias, y las reaccionarias, también. Se trata de un efecto de la tiranía del statu quo, de que nos hablaban Milton y Rose Friedman. Ese inamovible estado profundo de las cosas que dificulta notablemente- cuando no las impide- las políticas de cambio radical.


Eso mismo debió comprobar Pablo Iglesias Turrión, cuando, en el año 2021, abandonaba la vicepresidencia del gobierno para presentarse a las autonómicas madrileñas, en una especie de abandono a cámara lenta de la política activa.


Por eso ocurre que la dialéctica entre revolución y reforma en este siglo XXI que ya está abandonando su primera cuarta parte, apenas existe. Y es cierto que en otros parámetros políticos esa situación de cambio se está produciendo, con importantes consecuencias en las políticas exterior e interior -sirvan como ejemplos los casos de Trump o de Bukele-. Pero donde esa tiranía friedmaniana produce, a mi modo de ver, con mayor intensidad es en la Unión Europea, donde, desde la fragilidad de una unión basada en las convenciones de los Tratados, se ha construido una estabilidad que, si bien en ocasiones, resulta en exceso burocrática, y premiosa en la adopción de decisiones estratégicas, resulta muy complicada de subvertir. Y quien no advierta esa singular consistencia, convendría que se mirara en el espejo del Reino Unido, que por no querer la guatemala institucional europea se ha abismado en la guatepeor de la endogamia nacionalista, a la espera de abrazarse al nuevo engaño del impulsor del Brexit, Nigel Farage, ese que dijo que fuera de la UE se ahorrarían los millones de libras necesarios para recomponer su sistema nacional de salud.


En España, el cordón sanitario que la izquierda propone someter a la extrema derecha no ha operado con Podemos ni con Sumar que, si se me permite la ironía, ni han podido ni han sumado.  Por lo mismo no parece razonable que se le exija a Vox, una organización de tan heterogéneo pelaje que apenas resistirá a la tiranía de la inercia de las maneras ínsitas en el corazón de las políticas.


Cuestión diferente es la admisión a integrar en las estrategias nacionales de quienes no comparten de la Constitución, que estos días cumple 47 años, más idea que su instrumentación para sus objetivos destructores. Porque los nacionalistas, los prófugos y los amnistiados, los que tienen sus manos manchadas de sangre y los que aprendieron con maestría el arte de mirar hacia otro lado… no es que pretendan promover un sistema en el que la economía privada sucumba ante los avances de la pública, como quiere la extrema izquierda, o endurecer la política de emigración, como proclama la extrema derecha; que son cuestiones ambas erróneas, aunque reversibles. Los nacionalistas establecen una hoja de ruta que destruye el fundamento del Estado, constituido por su unidad y su solidaridad, la libertad y la igualdad de todos los españoles, hayamos nacido y vivamos en el lugar de España que nos haya tocado en suerte o que hayamos decidido.


Es ése el cordón sanitario que la derecha y la izquierda deberían crear, fortaleciéndose una y la otra entre sí para que los nacionalistas no nos impongan, desde su exigua representación electoral, sus designios.






martes, 9 de diciembre de 2025

Tristeza de hoy, nostalgia del ayer

(Publicado en El Imparcial, el 9 de diciembre de 2025)

A la altura del mes en el que nos encontramos, se podría afirmar que nada sustancial ha cambiado en la política española respecto de la situación que vivíamos en el año anterior. Apenas nada, podría matizarse, dado el progresivo enrarecimiento que atravesamos en nuestro país. 

2024 concluía con una mezcla de hechos que llamaban a una cierta esperanza y a una segura decepción. Salvador Illa y el PSC obtenían una victoria en las autonómicas de Cataluña y un cierto regreso a la recuperación de la normalidad se producía en el territorio que había protagonizado el procés y la consecuente y estrafalaria proclamación de la independencia; el Rey volvía a esa parte de España, siendo recibido por sus autoridades con la consideración que, como mínimo, merece un Jefe del Estado. La Dana que asolaba Valencia nos devolvía la tragedia sobre una ciudadanía que no encontraba el amparo de las autoridades -nacionales y autonómicas- incompetentes para resolver sus efectos y consecuencias, al que seguiría -ya en este año de 2025- el vodevil de un presidente Mazón que no ha sabido explicar lo que había hecho de su vida en aquella infausta tarde; sin embargo, en medio del desastre unos 50.000 jóvenes y abnegados voluntarios nos devolvían, a golpe de pico y pala, la esperanza en una dignidad nacional que creíamos perdida. Los casos de corrupción que comprometían al entorno familiar y político del presidente del gobierno se abrían generando un considerable estrépito. La polarización, siempre estéril y agravadora de la solución de nuestros problemas, continuaba avanzando.

La inexorable máquina de la justicia ha enviado a lo largo de este 2025 a tres colaboradores de Sánchez a la cárcel -si bien uno de ellos ahora en libertad provisional-, la mujer del presidente, investigada por cinco delitos y su hermano David, por dos; el Fiscal General del Estado ha sido condenado, manteniendo su condición de tal en contra de la decencia más elemental. Las ayudas comprometidas a los damnificados por la gota fría de Valencia han cubierto, transcurrido el año, sólo un 60% de las comprometidas por la Generalidad y en torno a un 35% de las que había anunciado el gobierno central. Y rota la mayoría que apoyara al ejecutivo, el Congreso rechaza los proyectos de ley que se le presentan, y tanto esta institución como el Senado se han convertido en unas auténticas y ensordecedoras jaulas de grillos que apenas resultan útiles para los ciudadanos. Y ni del presidente se espera la convocatoria de elecciones, ni de la oposición la presentación de una moción de censura. Y, por descontado, la polarización ha convertido -¿definitivamente?- a los adversarios en enemigos políticos. 

Se sitúa ahora Sánchez en postura genuflexa ante el prófugo Puigdemont por si cupiera algún golpe de tuerca que permita a este último regresar victoriosamente a Cataluña, o sortear -una vez más, como hiciera con la ley de amnistía- el mandato constitucional, ahora respecto de la entrega de las competencias de emigración. La cooficialidad del catalán en Europa es imposible, no depende del gobierno y extendería la maldición bíblica de la Torre de Babel a unas 65 lenguas más, según la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias (CELRM).

Un fin de año que sólo nos cabrá celebrar desde la insatisfacción por el deterioro de la cosa pública, la cual debiera ser de todos porque a todos nos afecta, pero que se desenvuelve en un terreno cada vez más distante y ajeno a nuestro conocimiento. La política juega al escondite con los ciudadanos, a quienes, por más que la crisis resulte evidente, no se nos ofrece la oportunidad de decidir por quien puede disolver el parlamento y convocar elecciones, en tanto que quienes deberían ofrecer un programa alternativo y presentar en consecuencia una moción de censura, se conforman con transferir a las gentes la exigencia en la calle de lo que ellos no defienden en el Congreso, incumpliendo así su obligación como representantes de esa ciudadanía.

Nos queda quizás la nostalgia de la honradez de los hombres justos que recorrieron nuestra historia de España haciendo de su vida un tributo a la honradez y el patriotismo. Hace ahora cien años, el 13 de diciembre de 1925, fallecía en la finca del Canto del Pico, en la madrileña localidad de Torrelodones, don Antonio Maura. Historiadores de muy diverso orden han dedicado comentarios laudatorios a su memoria, y algunos congresos y seminarios, documentales y artículos de prensa, la reedición de una espléndida biografía, devuelven su imagen a una sociedad no menos atribulada hoy que entonces. Una ciudadanía que no encuentra en estos tiempos -a notable diferencia de los pasados- a gentes de valía en las que confiar. Y es que entonces se sabía que junto a seres atrabiliarios y corruptos -como existen en todos las épocas- existían otros que perseveraban a diario por ofrecer lo mejor de su prestigio y de su acción al bien del común de sus gentes. Porque don Antonio era ese hombre, pero no el único. Ahí estaban don Melquíades Álvarez, don Gumersindo de Azcárate, don José Canalejas, don Raimundo Fernández Villaverde, don Julián Besteiro… y tantos otros.

Son como las golondrinas del poema, esas que no volverán. Pero que nos señalan que existió una pléyade de hombres y mujeres que, en estos tiempos de memoria selectiva, que es más bien desmemoria tantas veces sectaria, no siempre la política fue tan abominable y el regate corto y desleal la única manera de actuación.

Por eso, en estos días, pienso en don Antonio y en ellos. Y soy muy consciente de que los errores y los egoísmos de otros atizaron los rescoldos que encendieron la hoguera de una guerra civil. Y que muchos de esos hombres buenos hicieron el holocausto de su vida como consecuencia de la contienda.

Nos conviene saber que no se va a repetir semejante drama histórico, pero resulta muy triste reconocer también que esas gentes tampoco regresarán. Y si alguna vela tuviera que encender en algún recóndito lugar, la prendería con el solo afán de equivocarme, y que esos que ya no son sino fantasmas del pasado, adquirieran de nuevo vida propia, y ocuparan los escaños del Congreso. 


jueves, 27 de noviembre de 2025

El Sáhara por el que seguimos luchando


Publicado por La Voz de Lázaro, el 27 de noviembre de 2025

El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, siguiendo los auspicios de la Administración Trump, aprobó el 31 del pasado mes de octubre una resolución que considera el plan de autonomía marroquí como base de negociación para la solución del conflicto. “Una auténtica autonomía” bajo soberanía marroquí “podría representar el resultado más viable”, señala la resolución aprobada.  

Puede interpretarse este texto como un reconocimiento implícito de la presunta soberanía marroquí respecto del territorio del Sáhara, una toma de posición que es la primera que se produce en este sentido. El derecho de autodeterminación, si bien reconocido también en la resolución, sufriría un daño poco menos que irreversible, ya que se vería condicionado por el marco de la autonomía respecto de Marruecos, dejando casi impracticable la posibilidad de la independencia saharaui.

Debe realizarse también una lectura en clave de geopolítica internacional del citado acuerdo. La principal valedora de Argelia -esta última la más importante de las naciones que protegen los intereses de los saharauis- que es Rusia, se abstendría en la votación, declinando así utilizar su derecho de veto. Parece evidente que los intereses principales de Putin consisten en no disgustar en exceso al presidente norteamericano por aquello de que pueda ayudarle en su estrategia de sometimiento a Ucrania.

Parece claro, sin embargo, que no se trata de una resolución vinculante la aprobada por el Consejo de Seguridad, ya que carece de la eficacia normativa de la que sí dispone la resolución 1514 de la Asamblea General, relativa a la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales. Pero señala una hoja de ruta muy complicada para los negociadores polisarios. Y es que plan de autonomía marroquí para el Sáhara simplemente no existe. Se trata, según ha afirmado el periodista Ignacio Cembrero, de un papel de tres páginas que carece de contenido. Y la posibilidad creíble de que se ponga en marcha no produce confianza alguna. Marruecos es un régimen que carece de seguridad jurídica, ya que no se trata en puridad de un estado de derecho, sino de una autocracia dirigida por el palacio real (lo que se denomina el Majzén, u oligarquía que gobierna al país).

Un camino tortuoso el que deberán recorrer los negociadores saharauis para un pueblo dividido por una berma de unos 2.700 kilómetros, lo que la convierte en la frontera fortificada más larga del mundo. A un lado y otro de ese límite viven -y malviven- unas 400.000 personas, divididas entre quienes lo hacen bajo la ocupación de Marruecos, los territorios liberados y los campos de refugiados de Tinduf (la fuente utilizada es la Humanitarian Law and Refugees Network, pero existen otras).

He tenido la oportunidad de visitar los campos de refugiados por dos veces, en la primera ocasión para la firma de un acuerdo de colaboración entre UPyD y el Frente Polisario que la portavoz de aquel partido, Rosa Díez, suscribiera. La segunda fue para asistir al Congreso del Polisario que elegía a Brahim Gali como secretario general del partido y presidente de la RASD. En mi primera visita, más prolongada, tuve la ocasión de conocer los territorios liberados por los saharauis.

Mis contactos con esas gentes me produjeron -me los producen aún- sentimientos de tristeza, de vergüenza y de reconocimiento. 

La tristeza se aloja en esa casucha del campamento que nos acogía en julio de 2016 para la celebración del Congreso antes citado. (La organización desorganizada del Polisario nos había juntado en el mismo habitáculo a la representante de Bildu y a mí, que era portavoz de internacional de Ciudadanos, siguiendo un protocolo ciertamente poco sutil). Pero, más allá de la anécdota, recuerdo a un joven saharaui, Lahbib (nombre figurado), casado ya y con hijos, cuya única actividad en la vida consistía -y sigue consistiendo- en ver pasar los días y recoger la ayuda humanitaria que le distribuía el Polisario. Pensar que ese caso se multiplica por cuantas veces queramos hasta completar la cifra de los refugiados en los campos de Tinduf -unos 170.000- es una situación que deberían conocer los políticos antes de tomar decisiones como las adoptadas por los importantes miembros del Consejo de Seguridad, que reparten legitimidades e ilegitimidades como si se encontraran en una timba donde se distribuyen cartas, invariablemente marcadas, por supuesto.

Me produce vergüenza también por el papel que ha jugado mi país en este conflicto. El de hoy y el de ayer, pero el papel que hoy representa en especial. La política de claudicaciones y de entreguismo a un país que nos amenaza porque conoce de sobra nuestras debilidades, que son la inmigración que nos arroja a nado o en pateras, la tasada colaboración en la lucha contra el  narcotráfico y el terrorismo, las aduanas que promete abrir y no abre, los Pegasus con los que infectan los móviles de los ministros de Defensa, de Interior y hasta del presidente del gobierno… y no menos importante en la suma de factores, el lobby formado por escribientes, opinadores, empresarios y hasta políticos que son generosamente remunerados por el Majzén. La vergüenza de una España que se reconoce derrotada sin siquiera presentar batalla, tan irreconocible con nuestra historia que se diría que formamos parte de otro país.

Y, por fin, el reconocimiento. La gratitud de esas gentes que te miran a los ojos, como Lahbib, desde la serenidad y la exigencia, que no desde el odio. Que te reclaman coherencia con lo que predicabas antes de asumir responsabilidades de gobierno. Como el texto que firmó Felipe González, cuando era líder de la oposición, y que se conserva en el museo de la guerra en Tinduf, junto al armamento pesado arrebatado al ejército marroquí. Como las palabras de los ministros de Sumar, ayer, cuando eran miembros también de la oposición, y hoy no se atreven a actuar con la misma vara de medir en lo relativo al etiquetaje de los productos saharauis al igual que con los palestinos (Pablo Bustinduy es ahora ministro de Consumo).

No piden nada. Son conscientes de que están enterrando sus vidas con el único propósito de entregar el testigo a la generación que les sustituya -si eso fuera posible aún y no escapen de esa condena a cadena perpetua a la que se ven sometidos-. Somos nosotros, quienes descendemos de los autores de las políticas vergonzosas, de quienes convivimos con ellos, quienes deberíamos alzar la voz y practicar la solidaridad. No haríamos otra cosa que cumplir con nuestro deber.


domingo, 16 de noviembre de 2025

La salud mental, principal preocupacion de la juventud


Un informe basado en cruces de encuestas y de datos que supone una aproximación muy significativa a la realidad, señala que la principal preocupación de los jóvenes españoles -en contra de lo que parecen advertir otros sondeos- no sería la vivienda, el acceso al mercado laboral o las relaciones personales. No, la principal inquietud de los jóvenes radica en la salud mental. Se trata de datos que, de alguna manera, se ven confirmados por otros estudios. En el Informe #Rayadas: la salud mental de la población joven -realizado por Fundación Manantial junto con Kantar Public -se afirma que “la salud mental ha sido señalada como una de las principales preocupaciones de los jóvenes entre 16 y 24 años en nuestro país”.  En ese mismo estudio se recoge que las cuatro preocupaciones que más afectan al bienestar emocional de los jóvenes incluyen la inestabilidad económica (82,5 %), el desempleo (72,8 %), el acceso a la sanidad (66,7 %) y “como preocupación muy o demasiado” el bienestar emocional.  

Lo había escrito, recientemente, Jonathan Haidt, que es doctor en Psicología Social por la Universidad de Pensilvania, y en la actualidad es profesor de Liderazgo Ético en la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York. 

En su libro -publicado en el año 2024- “La generación ansiosa”, sostiene  Haidt que las cohortes más jóvenes (especialmente la Generación Z, es decir, quienes entraron en la adolescencia después de 2010, están experimentando una crisis de salud mental -más ansiedad, depresión, autolesiones- que no se explica bien atendiendo sólo a factores económicos o sociales tradicionales, sino que tiene una causa tecnológica clave: la rápida adopción de los smartphones y las redes sociales, lo que denomina el citado autor como el “Gran Recableado de la Infancia”. 

Antes de esta recableación, la infancia se caracterizaba por el juego libre, el contacto social presencial y la exploración en el mundo real. Haidt sostiene que ese modo de crecer se ha erosionado: los jóvenes pasan mucho más tiempo frente a pantallas, con menos juego al aire libre y menos interacción física.  

Deriva, por lo tanto, esta carencia de comunicación efectiva -paradójica en la llamada era de la comunicación- en una suma de trastornos emocionales que son reconocidos como tales por los jóvenes, con independencia de su tratamiento posterior. 

Se trata, también en este caso de un nuevo salto generacional. Que los componentes de la Generación Z son diferentes a la nuestra -el que escribe este comentario ha cumplido 70 años- era asunto bien conocido. Las dolencias físicas constituían un imponderable que a nadie avergonzaba (con la excepción segura del mal francés, napolitano, polaco, español… esto es, de todos los países, con las que se calificaba a las enfermedades venéreas) y su terapia se situaba en la más absoluta normalidad.

Herederos de quienes padecieron la guerra civil y sus devastadoras consecuencias, los boomers recibíamos también de nuestros padres la herencia de la fortaleza emocional, el autocontrol, la estabilidad familiar -una creencia que mutaría de manera inevitable a lo largo de nuestra vida- y el trabajo, aunque fuera éste duro. No puede extrañar entonces que la ansiedad o la depresión se asociaran con la idea de la debilidad o del fracaso personal. A la consulta del psiquiatra o del psicólogo había que entrar por la puerta de atrás.

Pero la Generación Z nos enseña que, de nuevo, la adaptación a la vida normal constituye un fenómeno difícil. Están nuestras existencias presididas por estímulos las más de las veces opuestos: la socialización y la soledad, la actividad y la pereza, el carácter animoso y el taciturno, el valor y la cobardía, la generosidad y la tacañería… características todas ellas, que conviven en una misma persona. No es extraño entonces que eso que calificamos de normalidad se convierta muy pronto en su contraria, y que el camino hacia el trabajo o el lugar que elijamos para nuestro ocio, deba hacer un alto en un gabinete médico.

El recableamiento de que nos hablaba Haidt, junto con la inmediatez de la información y el acercamiento entre las gentes nos está deslizando por un vertiginoso túnel cuyo desenlace, además de incierto, puede muy bien desquiciarnos. La recuperación de la vida de relación, la abolición de la omnipresente apelación a los móviles y la constricción personal de las Redes Sociales deberían convertirse en una práctica más habitual. Una buena conversación en una cafetería, la lectura ordenada de una noticia o un artículo de opinión en un medio de comunicación o la lectura de un libro, constituyen actividades insustituibles en nuestra azarosa y compleja vida. No resolverán, por supuesto, nuestras contradicciones, pero puestas en contraste con las de los demás, nos ayudarán a sobrellevarlas. 

Y en cuanto a la información, estoy convencido de que cuanto más elaborada sea ésta, menos enfrentados nos veremos contra nuestros contrarios, seremos más libres y estaremos menos polarizados.



martes, 11 de noviembre de 2025

La batalla cultural

 Publicado en el número de noviembre de 2025, en la revista Avance para la libertad 


En el ensayo que lleva por título, “Extremo Centro” (2021), Pedro Herrero y Jorge San Miguel afirman: “La izquierda ha detectado que enfrente no existe ninguna resistencia cultural, filosófica o social ante las operaciones de derribo que ha iniciado. Lo único que se han encontrado es un conjunto de trabajadores muy listos que han decidido estudiar carreras muy difíciles para ganarse bien la vida, pero que no presentan batalla alguna por el espacio público. Hay quien empieza a repetir la monserga de que ‘las televisiones y los grupos mediáticos están en manos de la izquierda ‘, pero lo cierto es que si mañana entregáramos las televisiones y todos los grupos de comunicación a la no izquierda, ésta no sabría con qué contenido cultural llenarlas. Cada vez que la derecha ha llegado al Gobierno, ha renunciado a crear, o no ha sabido, instituciones culturales acordes con su supuesta visión del mundo y ámbitos de prescripción en defensa de sus valores”. 


Debo comenzar por fuerza a manifestar mi desacuerdo con la calificación que hacen los autores de las posiciones de centro-derecha como de “no izquierda”. No ayuda demasiado a reforzar la necesaria capacidad alternativa de ésta respecto de su rival izquierdista una definición que se refiere sólo a que no comparte semejante ideología. Además, ¿dónde quedarían, por ejemplo, los movimientos populistas de la extrema derecha -o de la extrema izquierda- en el espacio político-ideológico que no es el de la izquierda?


Formulada esta discrepancia previa, y siendo muy juiciosas las apreciaciones transcritas, tiendo a pensar que los autores de esas líneas ofrecen además un cierto beneficio de la duda a la derecha española, y también a la continental europea, en la que todavía el eje del debate lo preside el viejo esquema izquierda-derecha y no el nuevo signo de los tiempos que refiere la controversia pública al populismo -de izquierdas o derechas- contra las ideologías de centro-izquierda y centro-derecha, y que obliga a quienes pretenden evitar el retroceso de la sociedad hacia los esquemas del proteccionismo tribal a reagruparse en torno a las banderas más posibilistas, aunque sean éstas escasamente atractivas. Buena parte de la sociedad francesa, por ejemplo, a pesar de su disgusto con las políticas de Macron, se ha visto obligada a votarle y así eludir un gobierno anti-europeísta y nacional-proteccionista; como decía el lúcido periodista e historiador Indro Montanelli: “Votaré a la DCI (Democracia Cristiana Italiana), pero tapándome la nariz”.


Ofrecen los autores el “beneficio de la duda” al -digamos- centro-derecha, porque considerar a estas alturas que este sector político no haya sabido presentar una alternativa institucional cultural alternativa al modelo de sus opuestos, supone conceder al espacio político liberal y conservador una posibilidad más que remota de combate, porque esa batalla no cuenta -nos podríamos preguntar si ha contado alguna vez- con ejército de tierra, mar, aire o procedimientos híbridos que presentar contra la izquierda, dicho sea en términos pacíficos y dialécticos.


La actual derecha española sólo parece considerar factible la conjugación de dos factores para su regreso al poder: la necesidad imperativa -higiénica, incluso- de desplazar de la Moncloa a su inquilino, y la presumible buena gestión en el terreno de la economía. Sin embargo, deberemos por fuerza considerar que el segundo de los citados argumentos -su probada excelencia en la administración de la cosa pública- debería sujetarse a revisión. No en vano, la experiencia del mandato por mayoría absoluta de Mariano Rajoy, nos demuestra que la deuda pública española aumentaba en 427.000 millones de euros, consecuencia de la generosa liquidez concedida por el BCE (el “whatever it takes”, “lo que haga falta”, de Mario Draghi), que aliviaría nuestras necesidades crediticias y financiaría nuestro desmedido déficit público; todo ello unido a un ajuste de caballo a modo de castigo a nuestras ya suficientemente mortificadas clases medias. A lo que habría que añadir que ese escenario parece definitivamente clausurado: el BCE dejará en breve de comprar deuda pública y la que emitamos tendrá que pagar un interés; lo que hasta ahora no ocurría, ya que sorprendentemente nos pagaban por prestarnos dinero.


La consecuencia de aceptar el marco cultural de la izquierda, a la que nos viene acostumbrando la derecha, supone aceptarse a sí misma como un paréntesis -generalmente breve- entre los más amplios periodos de gobierno de sus rivales; además de reducir su equipaje político a lo que en términos militares ocurre con el valor, que se le supone a cualquier soldado, por lo mismo que la eficaz gestión de la economía se le debería presumir a cualquier partido político (una y otra cualidad no siempre son ciertas, como ya conocemos sobradamente).


Pero no cabe atribuir a la derecha la entera responsabilidad por esta evidente deficiencia. Como también advierten los citados escritores, la renuncia es ante todo y sobre todo consecuencia de una sociedad que prefiere recorrer otros caminos antes de comprometerse, siquiera en corta medida, en contribuir a la formación del espacio público: una sociedad que no es civil porque evita organizarse y que considera que la democracia consiste únicamente en votar los días en que se abren los colegios electorales.


Pero la ciudadanía es otra cosa, no simplemente el nombre que adjudícanos a las personas de una comunidad que cuentan con el derecho de voto. La ciudadanía, organizada en grupos cívicos (asociaciones, fundaciones, centros de opinión, ateneos… y por qué no, también partidos políticos), es a la que incumbe buena parte de la responsabilidad de ofrecer esa alternativa cultural y exigirla a nuestros políticos.


Un compromiso que tenemos con la sociedad de la que formamos parte. Una tarea que -siquiera no resulte jurídicamente exigible- no admite dispensa de su obligatoriedad moral.

domingo, 9 de noviembre de 2025

La esperanza de un futuro mejor



Llegan a España. Nos hemos acostumbrado a verlos en las imágenes que los medios de comunicación y las redes sociales nos muestran de las gentes que se hacinan en los cayucos y que acceden finalmente a nuestras costas, o que en otras ocasiones simplemente se hunden antes de conseguirlo. Llegan también por medios legales y pueden permanecer entonces hasta 90 días en nuestro país, pasados los cuales se convierten en irregulares.


Vienen con la esperanza de un futuro mejor para ellos y los familiares que de ellos dependen. Y vienen dispuestos a entregarnos lo que tienen, su trabajo, tantas veces su cariño, y a contribuir a que nuestros mayores se encuentren atendidos, a servirnos en los restaurantes, a que nos lleguen los pedidos a casa, nos atienden en los hoteles y en las tiendas que frecuentamos, a construir o reformar nuestras viviendas, a recoger los productos del campo que ellos mismos nos venden en los supermercados…


España se vendría abajo, simplemente, si no fuera por ellos. Porque apenas nada de lo que ellos hacen lo queremos hacer nosotros. Y además, en afirmación común de los economistas (un 84%, según la Fundación de las Cajas de Ahorros, FUNCAS), el crecimiento económico del que nos ufanamos procede del trabajo y el consumo de esas personas que ya están integrándose en nuestro mercado laboral.


Y, sin embargo, aumenta en nuestro país la desconfianza respecto de su presencia entre nosotros. Estamos dispuestos a que cuiden de nuestros mayores, pero no queremos verlos en las salas de espera de las consultas de la Seguridad Social. Y, por supuesto, aceptamos que continúen en la economía sumergida, por aquello de que un contrato laboral resulta en exceso oneroso. Queremos que nos cuiden, pero no queremos cuidarlos.


Es preciso advertir que existe una hipocresía en el tratamiento de la emigración. Una reacción que hasta cierto punto no tiene su origen en nuestro país, sino que ha sido importada de otros, que cuentan con problemas diferentes -y más graves- que los nuestros. El caso de Francia o Bélgica, por ejemplo, que a una entrada de extranjeros, culturalmente distintos a sus nacionales, han unido una desatinada  política de concentración de estas gentes en barrios segregados; o el supuesto de los Estados Unidos, en los que una determinada tendencia política ha atizado el descontento de los sectores populares de clase media-baja y aún trabajadora, que observan cómo existen gentes dispuestas a realizar su trabajo a cambio de menores ingresos, con la amenaza existencial consiguiente; o el caso del Reino Unido, que apela a los más bajos instintos del inveterado aislamiento británico, con la promesa de que el cierre de las fronteras a la entrada de emigrantes procedentes de otros países de Europa mejoraría las cuentas de la Seguridad Social, y así les va, por cierto.


Existe, en efecto una importación ideológica que procede del populismo de derechas que se soporta simplemente en el temor al cambio, en la inquietud por el acento diferente que advertimos en nuestras calles, en el diferente color de la piel, en una pretendida identidad conculcada… cuestión, esta última difícil de comprender en un país que ha hecho de las singularidades diferenciadas una especie de mantra. 


Un temor también al supuesto deterioro de la seguridad, debido al incremento delictivo provocado por los inmigrantes. Una afirmación respecto de la que no se han aportado datos contrastables.


Lo ha esgrimido Vox como lema principal de su ideario político. Pero el PP también parece haber sucumbido a esa ola extremista. En su reciente modelo inmigratorio asume el partido que se reclama de centro y liberal -además de democristiano y otras hierbas ideológicas diversas- algunas de las propuestas de la nueva corriente antiextranjerizante. Junto con alguna posición a mi juicio correcta, como lo es el combate a la picaresca de los mayores de edad que quieren hacerse pasar por MENAS, o la coordinación de las políticas en el marco de las políticas europea. 


Sorprenden, sin embargo, algunas de sus propuestas. 


Vincular el empadronamiento a la preexistencia de un contrato de trabajo, con el inconfesable fin de negarles las prestaciones médicas, niega el recorrido que es habitual en estas gentes: empiezan a trabajar en la economía opaca para después legalizar su situación, su empleo y su contribución a la sociedad. Son muy pocos los que llegan a España con un contrato de trabajo.


Por lo mismo, debiera proponer el PP una mayor identificación con los valores constitucionales y la cultura de nuestro país a los españoles de origen antes de exigirla a los emigrantes. Que nuestra Carta Magna haya sido demeritada es responsabilidad de todos los que a lo largo de sus casi 50 años de historia han intentado abolirla a tiros, despreciada desde los escaños parlamentarios y sorteada desde los despachos gubernamentales. En un país en el que son tantos los españoles que no quieren serlo sería paradójico exigir a quienes no han nacido en nuestra tierra que sean… más españoles que muchos españoles previos a ellos.


Quizá el PP debiera elevar el orgullo de pertenencia nacional ejerciendo una oposición más afortunada y una gestión más adecuada de las crisis que asume. Cuanto mejor se cumple con el servicio público, más satisfechos estaremos de nuestra nación y de nuestra condición de nacionales.


Pero corren, por lo visto, malos tiempos para los emigrantes si medidas como éstas se llevan a los textos legales. Pero que nadie se llame a engaño, no correrán mejores tiempos para nosotros. Porque, como han venido, también se pueden marchar. Y entonces ya veremos quién atenderá a nuestros mayores, quien nos servirá el café en el bar, quién recogerá la fruta…









domingo, 2 de noviembre de 2025

¿Un legado irreversible?

Publicado por La Voz de Lázaro, el 2 de noviembre de 2020


Un artículo escrito por quien firma estas líneas, que recientemente publicaba El Imparcial, ha suscitado la pregunta de un amigo. La cuestión es la que figura en el título de este comentario: ¿es el legado de Sánchez. irreversible?


La respuesta obliga desde luego a situar el asunto en una doble perspectiva, la temporal -en el corto y en el largo plazo- y la partidaria -y no sólo del lado de la oposición, sino del propio partido socialista-. Completaría desde luego el análisis algún desiderátum que, necesariamente -al menos a mi juicio- debería insertarse en los parámetros del medio, si no del largo plazo.


Empezaré a desenredar la madeja que acabo de crear confiando para ello en la paciencia del lector.. 


En el corto plazo no tenemos más respuestas al legado  de Pedro Sánchez que dos.


La primera es un gobierno del Partido Popular, con o sin la presencia de Vox en el mismo. Eso depende de los resultados electorales. Y ya se sabe que el partido presidido por Abascal está acortando distancias respecto del de Feijóo. Este último asegura que, cuando llegue el momento de votar, el mecanismo de la utilidad decantará buena parte de los seguidores de Vox en favor del PP, lo cual no deja de ser plausible. Pero no no ocurrirá así en todos los sectores sociales y, en todos los segmentos de edad. En lo que respecta a los jóvenes, en especial, dada su animadversión a lo que consideran éstos una derecha acomplejada, creo más bien que esta cohorte generacional no se mostrará demasiado inclinada a escuchar los cantos de sirena emitidos por las insinuantes voces de los populares. Y no se trata de una cifra menor: si los votantes de entre 18 a 25 años dicen preferir a Vox en un 25%, esta cifra, grosso modo, representaría entre un 3 y un 5% de, voto total, lo  que -en términos de la participación electoral producida en las últimas generales- supondría un total de un millón de votos -entre 750 000 y 1 250 000. (Recordemos que fueron poco más de 8 000 000 los electores del PP en las pasadas generales).


La posible victoria de PP-Vox abriría, como ya se ha sugerido, una doble posibilidad: gobierno en coalición de las dos formaciones políticas o gobierno del PP con apoyo externo de Vox, que podría ser puntual -investidura y negociación sucesiva de presupuestos- o de legislatura. En uno y otro caso, la agenda popular estaría monitorizada por el partido de Abascal, lo cual, en el caso de una formación política que -como ocurre con el PP- carece de un programa definido y que subraya que su argumento primordial es la gestión -mejorable, por cierto, visto lo visto- nos conduciría a un vista a la derecha, por enunciarlo en términos militares. Esto es, una mayor demonización de la inmigración, un posible desmantelamiento en cómodos plazos del estado del bienestar y una posición más escéptica, y en todo caso contraria, a una mayor integración europea, que los nuevos y convulsos tiempos geopolíticos parecen demandar.


Por supuesto que no sería similar el caso de un gobierno del PP a un gobierno del PP con Vox. En el primero, bien pudiera suceder que Feijóo acogiera entre sus medidas buena parte de las emprendidas por su predecesor. Las relativas a la okupación -con k- de las instituciones, en especial. Vale decir, Fiscalía General del Estado, organismos consultivos y de control…, aue prosiguiera con lo que ya ha devenido en práctica habitual en España respecto del poder legislativo -reales decretos, proposiciones de ley que hurtan el control externo…-, o el intento de control del poder judicial o la simple reversión en el Tribunal Constitucional de una mayoría por otra. Únase a todo esto, la presión sobre las grandes empresas y el acoso a las pymes, a lo que sería preciso añadir la continuidad en el ahogo impositivo a una clase media que ya vive de la nostalgia de los tiempos que ha tiempo concluyeron.


Nada nos asegura, por lo tanto, que un gobierno PP -en solitario o en compañía de Vox- vaya a resolver los problemas derivados del legado de Pedro Sánchez, por lo mismo que nadie podría garantizar que estará dispuesto a poner en práctica un programa de reformas que conduzcan a nuestro país hacia los mecanismos de checks and balances que han construido estados de derecho fiables y operativos en otros países de Europa, los nórdicos, por ejemplo.


Pero pasemos a la segunda de las posibilidades existentes a corto plazo. Para ello habría, en mi opinion, que partir de una condición apriorística, que el gobierno de Sánchez aguante -sin gobernar, como ha expresado su socio a ratos, Puigdemont- los casi dos años que restan de legislatura. Sin mayoría, sin presupuesto, sin leyes que puedan salir adelante… en este caso habrá que convenir que dos años son mucho tiempo en política, y que lo que hoy dicen las encuestas podría volverse del revés en las elecciones. Convengamos también en que, durante este tiempo recibiremos los ciudadanos toda suerte de intoxicaciones que nos aseguren la bondad de las acciones gubernamentales y la perversidad de las de la oposicion. Y aceptemos también que los socialistas hacen mejor, bastante mejor, las campañas electorales que los del PP. En suma, que la segunda de las ecuaciones, que no deja de resultar factible, consiste en que el legado de Sánchez sea… más Sánchez. Con los mismos socios y con el programa que decidan éstos dictarle. Dejo a criterio particular del lector su opinion al respecto.


Vayamos ahora al medio plazo, quizás a un plazo más largo.


En este punto, y sin caer en la tentación de analizar todas las posibilidades que están en el tablero, convendría que estimemos sólo la opción primera de las presentadas. Esto es, que el PP, con o sin Vox en el ejecutivo, pero con su apoyo en cualquiera de los casos, consiga formar gobierno. En este supuesto, y sin perjuicio de desear al señor Feijóo el mayor de los aciertos y la mejor suerte posible (le importa mucho a España su triunfo), es más que probable que las expectativas de cambio que está ofreciendo -parafraseando al poeta Mayakovski-  estallen en el rompeolas de la política cotidiana. El abrazo de Vox resultará seguramente tan inclemente como si se tratara de una asfixia. Y es que el PP no ha sabido nunca cómo resolver el elefante existente en su habitación. Sólo parece estimar como la respuesta más probable a esta situación el exorcismo del paquidermo por la via del voto útil. Veremos qué ocurre en las elecciones parciales/regionales que, empezando por Extremadura, se avecinan.


No deja de plantearse tampoco la cuestión de lo que pueda ocurrir en el PSOE en el caso que acabamos de presentar en el párrafo anterior -el de una victoria electoral del PP-. La respuesta remite también a dos posibilidades. La primera, que se produzca finalmente  una renovación en el liderazgo de ese partido que devuelva a los socialistas a la ocupación del centro-izquierda del espectro político, lo cual haría seguramente posible el retorno al consenso partidario, fundamento del sistema constitucional de 1978.


Por supuesto que ese cambio bien pudiera no acontecer, sea porque Sánchez continúe manteniéndose de manera estólida en la jefatura del partido, sea porque su sustituto aplique las mismas o similares recetas que el actual presidente. Sería éste el supuesto del mantenimiento de la polarización de la política española con todos los graves inconvenientes que conlleva.


Y quedaría entonces, last but not least , el desiderátum a que hacía referencia en los primeros párrafos de este comentario. En la medida en que el posible gobierno de Feijóo no se aplique, de verdad, a conciencia, con transparencia y eficacia a revertir el legado de Sánchez, que ejerza un liderazgo, que todavía no hemos advertido; que nos ofrezca un equipo preparado y capaz, del que aún carecemos de noticias y que consiga sortear con habilidad las crisis que se le presenten, que ninguna de gravedad han sido capaces de hacerlo, y ejemplos haylos, como Mazón con la Dana, Mañueco y Rueda con los incendios y… veremos lo que haga Moreno con las mujeres perjudicadas por el cáncer de pecho. Pero es que tampoco el presidente nacional del partido ha avanzado mucho en cuanto a presentar un liderazgo integrador e ilusionante, más bien al contrario.


Será entonces -siempre en mi particular opinión- el momento en el que de la sociedad emerja un proyecto político centrista, reformista y liberal, que aceptando el doble concurso del estado del bienestar y la economía de mercado, colme el hueco que el bipartidismo está creando de nuevo y permita el gobierno de España sin el concurso de los nacionalistas.


Alguien estará pensando, sin duda, que falta en todo este amplio elenco de posibilidades lo que sucedería en el PP en el caso de que no gane las elecciones o que, ganándolas, no pueda formar gobierno -como ahora ocurre-. La crisis en el PP y la búsqueda de otro -¿otra?- candidato entiendo que también habilitaría la posibilidad de la aparición de una nueva formación política, vista la -posible- incapacidad de este partido de construir una alternativa.


Agradezco al lector que haya llegado hasta el final de este comentario su paciencia.