martes, 11 de noviembre de 2025

La batalla cultural

 Publicado en el número de noviembre de 2025, en la revista Avance para la libertad 


En el ensayo que lleva por título, “Extremo Centro” (2021), Pedro Herrero y Jorge San Miguel afirman: “La izquierda ha detectado que enfrente no existe ninguna resistencia cultural, filosófica o social ante las operaciones de derribo que ha iniciado. Lo único que se han encontrado es un conjunto de trabajadores muy listos que han decidido estudiar carreras muy difíciles para ganarse bien la vida, pero que no presentan batalla alguna por el espacio público. Hay quien empieza a repetir la monserga de que ‘las televisiones y los grupos mediáticos están en manos de la izquierda ‘, pero lo cierto es que si mañana entregáramos las televisiones y todos los grupos de comunicación a la no izquierda, ésta no sabría con qué contenido cultural llenarlas. Cada vez que la derecha ha llegado al Gobierno, ha renunciado a crear, o no ha sabido, instituciones culturales acordes con su supuesta visión del mundo y ámbitos de prescripción en defensa de sus valores”. 


Debo comenzar por fuerza a manifestar mi desacuerdo con la calificación que hacen los autores de las posiciones de centro-derecha como de “no izquierda”. No ayuda demasiado a reforzar la necesaria capacidad alternativa de ésta respecto de su rival izquierdista una definición que se refiere sólo a que no comparte semejante ideología. Además, ¿dónde quedarían, por ejemplo, los movimientos populistas de la extrema derecha -o de la extrema izquierda- en el espacio político-ideológico que no es el de la izquierda?


Formulada esta discrepancia previa, y siendo muy juiciosas las apreciaciones transcritas, tiendo a pensar que los autores de esas líneas ofrecen además un cierto beneficio de la duda a la derecha española, y también a la continental europea, en la que todavía el eje del debate lo preside el viejo esquema izquierda-derecha y no el nuevo signo de los tiempos que refiere la controversia pública al populismo -de izquierdas o derechas- contra las ideologías de centro-izquierda y centro-derecha, y que obliga a quienes pretenden evitar el retroceso de la sociedad hacia los esquemas del proteccionismo tribal a reagruparse en torno a las banderas más posibilistas, aunque sean éstas escasamente atractivas. Buena parte de la sociedad francesa, por ejemplo, a pesar de su disgusto con las políticas de Macron, se ha visto obligada a votarle y así eludir un gobierno anti-europeísta y nacional-proteccionista; como decía el lúcido periodista e historiador Indro Montanelli: “Votaré a la DCI (Democracia Cristiana Italiana), pero tapándome la nariz”.


Ofrecen los autores el “beneficio de la duda” al -digamos- centro-derecha, porque considerar a estas alturas que este sector político no haya sabido presentar una alternativa institucional cultural alternativa al modelo de sus opuestos, supone conceder al espacio político liberal y conservador una posibilidad más que remota de combate, porque esa batalla no cuenta -nos podríamos preguntar si ha contado alguna vez- con ejército de tierra, mar, aire o procedimientos híbridos que presentar contra la izquierda, dicho sea en términos pacíficos y dialécticos.


La actual derecha española sólo parece considerar factible la conjugación de dos factores para su regreso al poder: la necesidad imperativa -higiénica, incluso- de desplazar de la Moncloa a su inquilino, y la presumible buena gestión en el terreno de la economía. Sin embargo, deberemos por fuerza considerar que el segundo de los citados argumentos -su probada excelencia en la administración de la cosa pública- debería sujetarse a revisión. No en vano, la experiencia del mandato por mayoría absoluta de Mariano Rajoy, nos demuestra que la deuda pública española aumentaba en 427.000 millones de euros, consecuencia de la generosa liquidez concedida por el BCE (el “whatever it takes”, “lo que haga falta”, de Mario Draghi), que aliviaría nuestras necesidades crediticias y financiaría nuestro desmedido déficit público; todo ello unido a un ajuste de caballo a modo de castigo a nuestras ya suficientemente mortificadas clases medias. A lo que habría que añadir que ese escenario parece definitivamente clausurado: el BCE dejará en breve de comprar deuda pública y la que emitamos tendrá que pagar un interés; lo que hasta ahora no ocurría, ya que sorprendentemente nos pagaban por prestarnos dinero.


La consecuencia de aceptar el marco cultural de la izquierda, a la que nos viene acostumbrando la derecha, supone aceptarse a sí misma como un paréntesis -generalmente breve- entre los más amplios periodos de gobierno de sus rivales; además de reducir su equipaje político a lo que en términos militares ocurre con el valor, que se le supone a cualquier soldado, por lo mismo que la eficaz gestión de la economía se le debería presumir a cualquier partido político (una y otra cualidad no siempre son ciertas, como ya conocemos sobradamente).


Pero no cabe atribuir a la derecha la entera responsabilidad por esta evidente deficiencia. Como también advierten los citados escritores, la renuncia es ante todo y sobre todo consecuencia de una sociedad que prefiere recorrer otros caminos antes de comprometerse, siquiera en corta medida, en contribuir a la formación del espacio público: una sociedad que no es civil porque evita organizarse y que considera que la democracia consiste únicamente en votar los días en que se abren los colegios electorales.


Pero la ciudadanía es otra cosa, no simplemente el nombre que adjudícanos a las personas de una comunidad que cuentan con el derecho de voto. La ciudadanía, organizada en grupos cívicos (asociaciones, fundaciones, centros de opinión, ateneos… y por qué no, también partidos políticos), es a la que incumbe buena parte de la responsabilidad de ofrecer esa alternativa cultural y exigirla a nuestros políticos.


Un compromiso que tenemos con la sociedad de la que formamos parte. Una tarea que -siquiera no resulte jurídicamente exigible- no admite dispensa de su obligatoriedad moral.

domingo, 9 de noviembre de 2025

La esperanza de un futuro mejor



Llegan a España. Nos hemos acostumbrado a verlos en las imágenes que los medios de comunicación y las redes sociales nos muestran de las gentes que se hacinan en los cayucos y que acceden finalmente a nuestras costas, o que en otras ocasiones simplemente se hunden antes de conseguirlo. Llegan también por medios legales y pueden permanecer entonces hasta 90 días en nuestro país, pasados los cuales se convierten en irregulares.


Vienen con la esperanza de un futuro mejor para ellos y los familiares que de ellos dependen. Y vienen dispuestos a entregarnos lo que tienen, su trabajo, tantas veces su cariño, y a contribuir a que nuestros mayores se encuentren atendidos, a servirnos en los restaurantes, a que nos lleguen los pedidos a casa, nos atienden en los hoteles y en las tiendas que frecuentamos, a construir o reformar nuestras viviendas, a recoger los productos del campo que ellos mismos nos venden en los supermercados…


España se vendría abajo, simplemente, si no fuera por ellos. Porque apenas nada de lo que ellos hacen lo queremos hacer nosotros. Y además, en afirmación común de los economistas (un 84%, según la Fundación de las Cajas de Ahorros, FUNCAS), el crecimiento económico del que nos ufanamos procede del trabajo y el consumo de esas personas que ya están integrándose en nuestro mercado laboral.


Y, sin embargo, aumenta en nuestro país la desconfianza respecto de su presencia entre nosotros. Estamos dispuestos a que cuiden de nuestros mayores, pero no queremos verlos en las salas de espera de las consultas de la Seguridad Social. Y, por supuesto, aceptamos que continúen en la economía sumergida, por aquello de que un contrato laboral resulta en exceso oneroso. Queremos que nos cuiden, pero no queremos cuidarlos.


Es preciso advertir que existe una hipocresía en el tratamiento de la emigración. Una reacción que hasta cierto punto no tiene su origen en nuestro país, sino que ha sido importada de otros, que cuentan con problemas diferentes -y más graves- que los nuestros. El caso de Francia o Bélgica, por ejemplo, que a una entrada de extranjeros, culturalmente distintos a sus nacionales, han unido una desatinada  política de concentración de estas gentes en barrios segregados; o el supuesto de los Estados Unidos, en los que una determinada tendencia política ha atizado el descontento de los sectores populares de clase media-baja y aún trabajadora, que observan cómo existen gentes dispuestas a realizar su trabajo a cambio de menores ingresos, con la amenaza existencial consiguiente; o el caso del Reino Unido, que apela a los más bajos instintos del inveterado aislamiento británico, con la promesa de que el cierre de las fronteras a la entrada de emigrantes procedentes de otros países de Europa mejoraría las cuentas de la Seguridad Social, y así les va, por cierto.


Existe, en efecto una importación ideológica que procede del populismo de derechas que se soporta simplemente en el temor al cambio, en la inquietud por el acento diferente que advertimos en nuestras calles, en el diferente color de la piel, en una pretendida identidad conculcada… cuestión, esta última difícil de comprender en un país que ha hecho de las singularidades diferenciadas una especie de mantra. 


Un temor también al supuesto deterioro de la seguridad, debido al incremento delictivo provocado por los inmigrantes. Una afirmación respecto de la que no se han aportado datos contrastables.


Lo ha esgrimido Vox como lema principal de su ideario político. Pero el PP también parece haber sucumbido a esa ola extremista. En su reciente modelo inmigratorio asume el partido que se reclama de centro y liberal -además de democristiano y otras hierbas ideológicas diversas- algunas de las propuestas de la nueva corriente antiextranjerizante. Junto con alguna posición a mi juicio correcta, como lo es el combate a la picaresca de los mayores de edad que quieren hacerse pasar por MENAS, o la coordinación de las políticas en el marco de las políticas europea. 


Sorprenden, sin embargo, algunas de sus propuestas. 


Vincular el empadronamiento a la preexistencia de un contrato de trabajo, con el inconfesable fin de negarles las prestaciones médicas, niega el recorrido que es habitual en estas gentes: empiezan a trabajar en la economía opaca para después legalizar su situación, su empleo y su contribución a la sociedad. Son muy pocos los que llegan a España con un contrato de trabajo.


Por lo mismo, debiera proponer el PP una mayor identificación con los valores constitucionales y la cultura de nuestro país a los españoles de origen antes de exigirla a los emigrantes. Que nuestra Carta Magna haya sido demeritada es responsabilidad de todos los que a lo largo de sus casi 50 años de historia han intentado abolirla a tiros, despreciada desde los escaños parlamentarios y sorteada desde los despachos gubernamentales. En un país en el que son tantos los españoles que no quieren serlo sería paradójico exigir a quienes no han nacido en nuestra tierra que sean… más españoles que muchos españoles previos a ellos.


Quizá el PP debiera elevar el orgullo de pertenencia nacional ejerciendo una oposición más afortunada y una gestión más adecuada de las crisis que asume. Cuanto mejor se cumple con el servicio público, más satisfechos estaremos de nuestra nación y de nuestra condición de nacionales.


Pero corren, por lo visto, malos tiempos para los emigrantes si medidas como éstas se llevan a los textos legales. Pero que nadie se llame a engaño, no correrán mejores tiempos para nosotros. Porque, como han venido, también se pueden marchar. Y entonces ya veremos quién atenderá a nuestros mayores, quien nos servirá el café en el bar, quién recogerá la fruta…









domingo, 2 de noviembre de 2025

¿Un legado irreversible?

Publicado por La Voz de Lázaro, el 2 de noviembre de 2020


Un artículo escrito por quien firma estas líneas, que recientemente publicaba El Imparcial, ha suscitado la pregunta de un amigo. La cuestión es la que figura en el título de este comentario: ¿es el legado de Sánchez. irreversible?


La respuesta obliga desde luego a situar el asunto en una doble perspectiva, la temporal -en el corto y en el largo plazo- y la partidaria -y no sólo del lado de la oposición, sino del propio partido socialista-. Completaría desde luego el análisis algún desiderátum que, necesariamente -al menos a mi juicio- debería insertarse en los parámetros del medio, si no del largo plazo.


Empezaré a desenredar la madeja que acabo de crear confiando para ello en la paciencia del lector.. 


En el corto plazo no tenemos más respuestas al legado  de Pedro Sánchez que dos.


La primera es un gobierno del Partido Popular, con o sin la presencia de Vox en el mismo. Eso depende de los resultados electorales. Y ya se sabe que el partido presidido por Abascal está acortando distancias respecto del de Feijóo. Este último asegura que, cuando llegue el momento de votar, el mecanismo de la utilidad decantará buena parte de los seguidores de Vox en favor del PP, lo cual no deja de ser plausible. Pero no no ocurrirá así en todos los sectores sociales y, en todos los segmentos de edad. En lo que respecta a los jóvenes, en especial, dada su animadversión a lo que consideran éstos una derecha acomplejada, creo más bien que esta cohorte generacional no se mostrará demasiado inclinada a escuchar los cantos de sirena emitidos por las insinuantes voces de los populares. Y no se trata de una cifra menor: si los votantes de entre 18 a 25 años dicen preferir a Vox en un 25%, esta cifra, grosso modo, representaría entre un 3 y un 5% de, voto total, lo  que -en términos de la participación electoral producida en las últimas generales- supondría un total de un millón de votos -entre 750 000 y 1 250 000. (Recordemos que fueron poco más de 8 000 000 los electores del PP en las pasadas generales).


La posible victoria de PP-Vox abriría, como ya se ha sugerido, una doble posibilidad: gobierno en coalición de las dos formaciones políticas o gobierno del PP con apoyo externo de Vox, que podría ser puntual -investidura y negociación sucesiva de presupuestos- o de legislatura. En uno y otro caso, la agenda popular estaría monitorizada por el partido de Abascal, lo cual, en el caso de una formación política que -como ocurre con el PP- carece de un programa definido y que subraya que su argumento primordial es la gestión -mejorable, por cierto, visto lo visto- nos conduciría a un vista a la derecha, por enunciarlo en términos militares. Esto es, una mayor demonización de la inmigración, un posible desmantelamiento en cómodos plazos del estado del bienestar y una posición más escéptica, y en todo caso contraria, a una mayor integración europea, que los nuevos y convulsos tiempos geopolíticos parecen demandar.


Por supuesto que no sería similar el caso de un gobierno del PP a un gobierno del PP con Vox. En el primero, bien pudiera suceder que Feijóo acogiera entre sus medidas buena parte de las emprendidas por su predecesor. Las relativas a la okupación -con k- de las instituciones, en especial. Vale decir, Fiscalía General del Estado, organismos consultivos y de control…, aue prosiguiera con lo que ya ha devenido en práctica habitual en España respecto del poder legislativo -reales decretos, proposiciones de ley que hurtan el control externo…-, o el intento de control del poder judicial o la simple reversión en el Tribunal Constitucional de una mayoría por otra. Únase a todo esto, la presión sobre las grandes empresas y el acoso a las pymes, a lo que sería preciso añadir la continuidad en el ahogo impositivo a una clase media que ya vive de la nostalgia de los tiempos que ha tiempo concluyeron.


Nada nos asegura, por lo tanto, que un gobierno PP -en solitario o en compañía de Vox- vaya a resolver los problemas derivados del legado de Pedro Sánchez, por lo mismo que nadie podría garantizar que estará dispuesto a poner en práctica un programa de reformas que conduzcan a nuestro país hacia los mecanismos de checks and balances que han construido estados de derecho fiables y operativos en otros países de Europa, los nórdicos, por ejemplo.


Pero pasemos a la segunda de las posibilidades existentes a corto plazo. Para ello habría, en mi opinion, que partir de una condición apriorística, que el gobierno de Sánchez aguante -sin gobernar, como ha expresado su socio a ratos, Puigdemont- los casi dos años que restan de legislatura. Sin mayoría, sin presupuesto, sin leyes que puedan salir adelante… en este caso habrá que convenir que dos años son mucho tiempo en política, y que lo que hoy dicen las encuestas podría volverse del revés en las elecciones. Convengamos también en que, durante este tiempo recibiremos los ciudadanos toda suerte de intoxicaciones que nos aseguren la bondad de las acciones gubernamentales y la perversidad de las de la oposicion. Y aceptemos también que los socialistas hacen mejor, bastante mejor, las campañas electorales que los del PP. En suma, que la segunda de las ecuaciones, que no deja de resultar factible, consiste en que el legado de Sánchez sea… más Sánchez. Con los mismos socios y con el programa que decidan éstos dictarle. Dejo a criterio particular del lector su opinion al respecto.


Vayamos ahora al medio plazo, quizás a un plazo más largo.


En este punto, y sin caer en la tentación de analizar todas las posibilidades que están en el tablero, convendría que estimemos sólo la opción primera de las presentadas. Esto es, que el PP, con o sin Vox en el ejecutivo, pero con su apoyo en cualquiera de los casos, consiga formar gobierno. En este supuesto, y sin perjuicio de desear al señor Feijóo el mayor de los aciertos y la mejor suerte posible (le importa mucho a España su triunfo), es más que probable que las expectativas de cambio que está ofreciendo -parafraseando al poeta Mayakovski-  estallen en el rompeolas de la política cotidiana. El abrazo de Vox resultará seguramente tan inclemente como si se tratara de una asfixia. Y es que el PP no ha sabido nunca cómo resolver el elefante existente en su habitación. Sólo parece estimar como la respuesta más probable a esta situación el exorcismo del paquidermo por la via del voto útil. Veremos qué ocurre en las elecciones parciales/regionales que, empezando por Extremadura, se avecinan.


No deja de plantearse tampoco la cuestión de lo que pueda ocurrir en el PSOE en el caso que acabamos de presentar en el párrafo anterior -el de una victoria electoral del PP-. La respuesta remite también a dos posibilidades. La primera, que se produzca finalmente  una renovación en el liderazgo de ese partido que devuelva a los socialistas a la ocupación del centro-izquierda del espectro político, lo cual haría seguramente posible el retorno al consenso partidario, fundamento del sistema constitucional de 1978.


Por supuesto que ese cambio bien pudiera no acontecer, sea porque Sánchez continúe manteniéndose de manera estólida en la jefatura del partido, sea porque su sustituto aplique las mismas o similares recetas que el actual presidente. Sería éste el supuesto del mantenimiento de la polarización de la política española con todos los graves inconvenientes que conlleva.


Y quedaría entonces, last but not least , el desiderátum a que hacía referencia en los primeros párrafos de este comentario. En la medida en que el posible gobierno de Feijóo no se aplique, de verdad, a conciencia, con transparencia y eficacia a revertir el legado de Sánchez, que ejerza un liderazgo, que todavía no hemos advertido; que nos ofrezca un equipo preparado y capaz, del que aún carecemos de noticias y que consiga sortear con habilidad las crisis que se le presenten, que ninguna de gravedad han sido capaces de hacerlo, y ejemplos haylos, como Mazón con la Dana, Mañueco y Rueda con los incendios y… veremos lo que haga Moreno con las mujeres perjudicadas por el cáncer de pecho. Pero es que tampoco el presidente nacional del partido ha avanzado mucho en cuanto a presentar un liderazgo integrador e ilusionante, más bien al contrario.


Será entonces -siempre en mi particular opinión- el momento en el que de la sociedad emerja un proyecto político centrista, reformista y liberal, que aceptando el doble concurso del estado del bienestar y la economía de mercado, colme el hueco que el bipartidismo está creando de nuevo y permita el gobierno de España sin el concurso de los nacionalistas.


Alguien estará pensando, sin duda, que falta en todo este amplio elenco de posibilidades lo que sucedería en el PP en el caso de que no gane las elecciones o que, ganándolas, no pueda formar gobierno -como ahora ocurre-. La crisis en el PP y la búsqueda de otro -¿otra?- candidato entiendo que también habilitaría la posibilidad de la aparición de una nueva formación política, vista la -posible- incapacidad de este partido de construir una alternativa.


Agradezco al lector que haya llegado hasta el final de este comentario su paciencia.


























































domingo, 26 de octubre de 2025

El legado de Pedro Sánchez

(Publicado en El Imparcial, el 25 de octubre de 2025)


El que fuera hasta en siete ocasiones presidente del Consejo de Ministros italiano, Giulio Andreotti, visitaría nuestro país en los años 90. Preguntado acerca de la manera que teníamos de gestionar las cosas públicas , el sabio democristiano repuso lacónico: “Manca finezza”.


La misma ausencia de finura que tendrían quienes desalojaron a Pedro Sánchez de la secretaría general del PSOE, al no intuir que, a un hombre joven y ambicioso, había que proporcionarle un premio de consolación, por ejemplo, en alguna institución internacional bien retribuida, y no dejarle marchar a , bordo de su Peugeot a la reconquista de las agrupaciones socialistas. Por supuesto que fina, lo que se dice fina, no sería la estrategia seguida por el propio Sánchez en el referido comité federal, pero habrá que convenir que un desaguisado no tapa a otro, por lo mismo que una urna oculta detrás de una cortina no impide encontrar una salida personal a un enemigo en ciernes, precisamente para que no se convierta en eso.


Y así empezaría buena parte de nuestra historia reciente. Nuestro hombre recuperaría el cetro socialista, y obtendría la corona presidencial, moción de censura mediante, con el apoyo de todo lo que era, bien apuesta revolucionaria, bien práctica favorable a una desintegración de España, “ma non troppo”, no fuera que, de tan despojado que dejaran el invento no les quedara nada más que llevarse a la boca.


Vino más tarde una de las promesas incumplidas del sanchismo, ésa del insomnio que le produciría gobernar con Podemos. Un compromiso que transgredía el presidente haciendo Vicepresidente a Iglesias y a su partido socio de gobierno. Comprobaría entonces el líder del partido emergente las juiciosas palabras que pronunciaba el chileno Salvador Allende cuando, en el año 1970, fue nombrado presidente de aquella República por una exigua mayoría: “Tenemos el gobierno, pero no el poder”. Iglesias entraría en el gobierno, pero nunca conseguiría el poder, enredado en los vericuetos de la enjundiosa administración española, que sólo los socialistas comprendían, entre otras cosas porque eran ellos los que la habían creado.


Sánchez no dejaría gobernar a los de Iglesias, pero se apoderaría de la semántica de su discurso posmoderno. Donde aún quedaba algún rescoldo de unidad, levantaría muros; donde permanecían ciertas brasas  de socialdemocracia no apagadas por Zapatero, establecía un discurso social-populista, que ha culminado haciendo referentes de su ideología al Petro colombiano, al Lula brasileño y al chileno Boric; donde disponía de votantes de centro-izquierda, ahora capta las voluntades de los más radicales, con el dudoso resultado, para una posible renovación de su gobierno, de laminar electoralmente a su socio.


Eso en lo que se refiere a la geografía partidaria nacional, porque en cuanto a la nacionalista sólo la cautivaría Sánchez a base de promesas de un troceamiento del país en una perspectiva confederal. En ésta, los soberanistas catalanes aspiran a continuar en la estela fiscal de sus homónimos vascos, dejando patas arriba los preceptos constitucionales que declaran la igualdad de los españoles y amenaza dejar a nuestras cuentas públicas en un erial, sólo susceptible de recibir subvenciones europeas y financiación externa vía deuda pública.


En este mermado paisaje político nacional, en el que no se atisban apenas árboles ni bosque, de tan yermo como se encuentra, nos queda, impávida y solemne, aunque solitaria, la figura de un Rey cada vez más arrinconado, más zaherido por los que un día le fueron leales, como si en este extraño juego de coaliciones de la España actual, se unieran las derechas más clásicas con las ultras, y todas éstas integradas con las izquierdas en transición al populismo, y las extremas izquierdas siempre republicanas. A los primeros, en el ámbito de la derecha, habría que preguntarles -acaso- por las ventajas que aportaría a España una tercera república. 


El legado de Sánchez no es, sin embargo, la división de la política española entre unos y otros, porque ese proceso ya estaba instalado entre nosotros desde antiguo; tampoco por la colonización de las instituciones, porque esa práctica ya la ejercían, mejor o peor los PP y PSOE de otros tiempos; ni siquiera la entrega de la agenda a los nacionalistas, (¿recuerdan ustedes el pacto Aznar-Pujol del Mayestic?)… No, el legado de Sánchez es una vuelta de tuerca más, la más grave producida hasta ahora, en un desarrollo contradictorio con el espíritu constitucional, emprendido por los dos grandes partidos con la impagable -pero satisfecha como deuda política- ayuda de los nacionalistas.


Y es cierto que la ley de amnistía, a decir de muchos expertos independientes, es abiertamente inconstitucional, y sólo se entiende como un trueque -gobierno por retorno victorioso del fugado Puigdemont-, que el Fiscal General del Estado no debería seguir en su puesto; que la instrumentación de todas las instituciones al solo interés del gobierno y su presidente han alcanzado un nivel que se acerca al paroxismo, que un gobierno que no es capaz de presentar un proyecto de presupuestos en toda la legislatura -llevamos ya tres incumplimientos constitucionales sucesivos- debería convocar elecciones…


Cuestiones aparte lo son el inaudito acoso al poder judicial o el desprecio al Parlamento, pero ya se repartían el gobierno de los jueces y la composición del Tribunal Constitucional, entre el PP y el PSOE. Y no fue Sánchez el primero en inundar de decretos-leyes a la Cámara.


Y desde luego que el legado de Sánchez no es tampoco su acción social, tantas veces declarativa y apoyada sobre una administración declinante e ineficaz; ni su acción exterior, que sólo puede leerse en clave interior, no desde luego para mejor defender los intereses de España en el ámbito internacional; ni en el europeo y su defensa, desmarcándonos de manera olímpica de los consensos que se producen…


Nada de todo lo relatado podría considerarse como una novedad, por lo tanto. Lo que de verdad es original, y constituye el legado de Sánchez es su obsesión por el poder, sin limites, desde el altanero desprecio de sus contradictores, dentro y fuera de su partido, y de los mandatos constitucionales, de lo que, más allá de lo que dicen las leyes y aun en su contra, del espíritu inmanente del estado de derecho.


El legado de Sánchez es una palada de tierra más -acaso la más importante-  sobre un sistema que un día quisimos creer que nos haría más libres, más prósperos y mejores.