jueves, 11 de diciembre de 2025

De cordones sanitarios



Publicado en La Voz de Lázaro, el 11 de diciembre de 2025


La expresión cordón sanitario procede del francés. Se refiere a una acción de elevar una barrera que evite la expansión de una enfermedad infecciosa. Adoptada por el lenguaje político, su primer uso pretendía contener la generalización de la ideología soviética en los países que aún no habían quedado sometidos a su dominio. Hoy en día se utiliza como método que prevenga la extensión de las ideologías extremas, en particular de excluirlas de la acción gubernamental. 


Pero no todas las democracias liberales operan del mismo modo en lo atinente a este método, por lo mismo que tampoco las ideologías y los partidos objeto de semejante prevención resultan equivalentes. Ocurre que, siquiera instalados en la misma área política, encuadrados en el mismo club de las democracias liberales que es la Unión Europea, el conjunto de los países mantienen la misma actitud respecto de los extremos. Sus circunstancias históricas, condicionantes de su psicología colectiva, difieren entre sí.


Veamos algunos ejemplos.


Alemania, que es el país más importante de las democracias de la UE, constituye un paradigma del ejercicio de los cordones sanitarios. Lo hace, además, a izquierda -con Die Linke, partido heredero de los comunistas de la pro-soviética República Democrática de Alemania-, y a la derecha -con la Alternative fur Deutschland-. A nadie se le escapa la preocupación germana por una eventual repetición de su pasado, con la recuperación de posiciones nazis, por un lado, y, por el otro, el doloroso desmembramiento nacional como consecuencia de la derrota bélica, que sometió a más de 16 millones de alemanes a un régimen represor en lo político y a la pobreza económica.


En Francia, el cordón sanitario no parece operar del mismo modo que en Alemania, o no de manera tan evidente. Se dirige, casi exclusivamente, hacia las extremas derechas del Rassemblement National, de Marine Le Pen, y no en contra de La France Insoumise de Jean-Luc Mélenchon. La causa de esa prevención se debería a la defensa de los valores republicanos a los que atentarían Le Pen y sus seguidores, en lo que respecta a una reducción de las libertades civiles, la demonización de la inmigración y el regreso a la endogamia y su rechazo a las políticas de integración europeas.


No ocurre lo mismo en Italia, donde el cordón sanitario respecto de la extrema derecha no ha funcionado desde que, en el año 1994, Silvio Berlusconi llevó al gobierno a Alleanza Nazionale (AN), heredera del MSI, dirigida por Gianfranco Fini. Hoy en día, la democracia cristiana de Antonio Tajani continúa blanqueando a los Fratelli di Italia de la presidenta Meloni, y al vicepresidente, Matteo Salvini, de la Liga.


Resulta preciso conceder que Giorgia Meloni ha hecho buena la idea de que el poder modera las ansias revolucionarias, y las reaccionarias, también. Se trata de un efecto de la tiranía del statu quo, de que nos hablaban Milton y Rose Friedman. Ese inamovible estado profundo de las cosas que dificulta notablemente- cuando no las impide- las políticas de cambio radical.


Eso mismo debió comprobar Pablo Iglesias Turrión, cuando, en el año 2021, abandonaba la vicepresidencia del gobierno para presentarse a las autonómicas madrileñas, en una especie de abandono a cámara lenta de la política activa.


Por eso ocurre que la dialéctica entre revolución y reforma en este siglo XXI que ya está abandonando su primera cuarta parte, apenas existe. Y es cierto que en otros parámetros políticos esa situación de cambio se está produciendo, con importantes consecuencias en las políticas exterior e interior -sirvan como ejemplos los casos de Trump o de Bukele-. Pero donde esa tiranía friedmaniana produce, a mi modo de ver, con mayor intensidad es en la Unión Europea, donde, desde la fragilidad de una unión basada en las convenciones de los Tratados, se ha construido una estabilidad que, si bien en ocasiones, resulta en exceso burocrática, y premiosa en la adopción de decisiones estratégicas, resulta muy complicada de subvertir. Y quien no advierta esa singular consistencia, convendría que se mirara en el espejo del Reino Unido, que por no querer la guatemala institucional europea se ha abismado en la guatepeor de la endogamia nacionalista, a la espera de abrazarse al nuevo engaño del impulsor del Brexit, Nigel Farage, ese que dijo que fuera de la UE se ahorrarían los millones de libras necesarios para recomponer su sistema nacional de salud.


En España, el cordón sanitario que la izquierda propone someter a la extrema derecha no ha operado con Podemos ni con Sumar que, si se me permite la ironía, ni han podido ni han sumado.  Por lo mismo no parece razonable que se le exija a Vox, una organización de tan heterogéneo pelaje que apenas resistirá a la tiranía de la inercia de las maneras ínsitas en el corazón de las políticas.


Cuestión diferente es la admisión a integrar en las estrategias nacionales de quienes no comparten de la Constitución, que estos días cumple 47 años, más idea que su instrumentación para sus objetivos destructores. Porque los nacionalistas, los prófugos y los amnistiados, los que tienen sus manos manchadas de sangre y los que aprendieron con maestría el arte de mirar hacia otro lado… no es que pretendan promover un sistema en el que la economía privada sucumba ante los avances de la pública, como quiere la extrema izquierda, o endurecer la política de emigración, como proclama la extrema derecha; que son cuestiones ambas erróneas, aunque reversibles. Los nacionalistas establecen una hoja de ruta que destruye el fundamento del Estado, constituido por su unidad y su solidaridad, la libertad y la igualdad de todos los españoles, hayamos nacido y vivamos en el lugar de España que nos haya tocado en suerte o que hayamos decidido.


Es ése el cordón sanitario que la derecha y la izquierda deberían crear, fortaleciéndose una y la otra entre sí para que los nacionalistas no nos impongan, desde su exigua representación electoral, sus designios.






martes, 9 de diciembre de 2025

Tristeza de hoy, nostalgia del ayer

(Publicado en El Imparcial, el 9 de diciembre de 2025)

A la altura del mes en el que nos encontramos, se podría afirmar que nada sustancial ha cambiado en la política española respecto de la situación que vivíamos en el año anterior. Apenas nada, podría matizarse, dado el progresivo enrarecimiento que atravesamos en nuestro país. 

2024 concluía con una mezcla de hechos que llamaban a una cierta esperanza y a una segura decepción. Salvador Illa y el PSC obtenían una victoria en las autonómicas de Cataluña y un cierto regreso a la recuperación de la normalidad se producía en el territorio que había protagonizado el procés y la consecuente y estrafalaria proclamación de la independencia; el Rey volvía a esa parte de España, siendo recibido por sus autoridades con la consideración que, como mínimo, merece un Jefe del Estado. La Dana que asolaba Valencia nos devolvía la tragedia sobre una ciudadanía que no encontraba el amparo de las autoridades -nacionales y autonómicas- incompetentes para resolver sus efectos y consecuencias, al que seguiría -ya en este año de 2025- el vodevil de un presidente Mazón que no ha sabido explicar lo que había hecho de su vida en aquella infausta tarde; sin embargo, en medio del desastre unos 50.000 jóvenes y abnegados voluntarios nos devolvían, a golpe de pico y pala, la esperanza en una dignidad nacional que creíamos perdida. Los casos de corrupción que comprometían al entorno familiar y político del presidente del gobierno se abrían generando un considerable estrépito. La polarización, siempre estéril y agravadora de la solución de nuestros problemas, continuaba avanzando.

La inexorable máquina de la justicia ha enviado a lo largo de este 2025 a tres colaboradores de Sánchez a la cárcel -si bien uno de ellos ahora en libertad provisional-, la mujer del presidente, investigada por cinco delitos y su hermano David, por dos; el Fiscal General del Estado ha sido condenado, manteniendo su condición de tal en contra de la decencia más elemental. Las ayudas comprometidas a los damnificados por la gota fría de Valencia han cubierto, transcurrido el año, sólo un 60% de las comprometidas por la Generalidad y en torno a un 35% de las que había anunciado el gobierno central. Y rota la mayoría que apoyara al ejecutivo, el Congreso rechaza los proyectos de ley que se le presentan, y tanto esta institución como el Senado se han convertido en unas auténticas y ensordecedoras jaulas de grillos que apenas resultan útiles para los ciudadanos. Y ni del presidente se espera la convocatoria de elecciones, ni de la oposición la presentación de una moción de censura. Y, por descontado, la polarización ha convertido -¿definitivamente?- a los adversarios en enemigos políticos. 

Se sitúa ahora Sánchez en postura genuflexa ante el prófugo Puigdemont por si cupiera algún golpe de tuerca que permita a este último regresar victoriosamente a Cataluña, o sortear -una vez más, como hiciera con la ley de amnistía- el mandato constitucional, ahora respecto de la entrega de las competencias de emigración. La cooficialidad del catalán en Europa es imposible, no depende del gobierno y extendería la maldición bíblica de la Torre de Babel a unas 65 lenguas más, según la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias (CELRM).

Un fin de año que sólo nos cabrá celebrar desde la insatisfacción por el deterioro de la cosa pública, la cual debiera ser de todos porque a todos nos afecta, pero que se desenvuelve en un terreno cada vez más distante y ajeno a nuestro conocimiento. La política juega al escondite con los ciudadanos, a quienes, por más que la crisis resulte evidente, no se nos ofrece la oportunidad de decidir por quien puede disolver el parlamento y convocar elecciones, en tanto que quienes deberían ofrecer un programa alternativo y presentar en consecuencia una moción de censura, se conforman con transferir a las gentes la exigencia en la calle de lo que ellos no defienden en el Congreso, incumpliendo así su obligación como representantes de esa ciudadanía.

Nos queda quizás la nostalgia de la honradez de los hombres justos que recorrieron nuestra historia de España haciendo de su vida un tributo a la honradez y el patriotismo. Hace ahora cien años, el 13 de diciembre de 1925, fallecía en la finca del Canto del Pico, en la madrileña localidad de Torrelodones, don Antonio Maura. Historiadores de muy diverso orden han dedicado comentarios laudatorios a su memoria, y algunos congresos y seminarios, documentales y artículos de prensa, la reedición de una espléndida biografía, devuelven su imagen a una sociedad no menos atribulada hoy que entonces. Una ciudadanía que no encuentra en estos tiempos -a notable diferencia de los pasados- a gentes de valía en las que confiar. Y es que entonces se sabía que junto a seres atrabiliarios y corruptos -como existen en todos las épocas- existían otros que perseveraban a diario por ofrecer lo mejor de su prestigio y de su acción al bien del común de sus gentes. Porque don Antonio era ese hombre, pero no el único. Ahí estaban don Melquíades Álvarez, don Gumersindo de Azcárate, don José Canalejas, don Raimundo Fernández Villaverde, don Julián Besteiro… y tantos otros.

Son como las golondrinas del poema, esas que no volverán. Pero que nos señalan que existió una pléyade de hombres y mujeres que, en estos tiempos de memoria selectiva, que es más bien desmemoria tantas veces sectaria, no siempre la política fue tan abominable y el regate corto y desleal la única manera de actuación.

Por eso, en estos días, pienso en don Antonio y en ellos. Y soy muy consciente de que los errores y los egoísmos de otros atizaron los rescoldos que encendieron la hoguera de una guerra civil. Y que muchos de esos hombres buenos hicieron el holocausto de su vida como consecuencia de la contienda.

Nos conviene saber que no se va a repetir semejante drama histórico, pero resulta muy triste reconocer también que esas gentes tampoco regresarán. Y si alguna vela tuviera que encender en algún recóndito lugar, la prendería con el solo afán de equivocarme, y que esos que ya no son sino fantasmas del pasado, adquirieran de nuevo vida propia, y ocuparan los escaños del Congreso.