domingo, 28 de abril de 2024

¿Ceuta por Gibraltar?

 No sé muy bien si en estos turbulentos momentos en los que asistimos a grandes mudanzas resultará o no conveniente revisitar la historia y reflejar cómo en ésta los desatinos y las ocurrencias pueblan sus recovecos de tal manera que los de hogaño se dirían pálidos reflejos de los de antaño. Y no lo sé también porque las ideas "geniales" alimentan a los más diversos personajes dispuestos a frotar la lámpara por ver si la aparición de algún geniecillo le aporte mercancía suficiente para evadir del escrutinio público al que se aplica a tareas semejantes, y generar así la cortina de humo correspondiente. No se trata de proporcionar munición al contrario, en suma.


Pero tampoco está de más recuperar para nuestra memoria -dicho sea sin adjudicarla calificativos que la conviertan en arma arrojadiza- algún acontecimiento que nos demuestre que frivolidad e irresponsabilidad constituyen un par del que no resulta ayuna nuestra historia. 


Me refiero ahora a lo que contaba don Santiago Alba del general Primo de Rivera, a la sazón presidente del Directorio militar que gobernó en forma dictatorial España a partir de septiembre de 1923, y que -dictablanda" incluida- nos llevaría en volandas hasta la Segunda República. 


Ya conocemos que Alba y Primo de Rivera no es que tuvieran posiciones distanciadas, es que se trataba de enemigos políticos declarados. El castellano había formado parte del último gobierno constitucional de la Monarquía restaurada en 1876, como ministro de Estado -lo que hoy son Asuntos Exteriores-, y su actitud respecto de la campaña de Marruecos después del desastre de Annual le había convertido en blanco de todas las críticas de los militares golpistas. Después de un despacho con el Rey en San Sebastián, el liberal ponía rumbo a la frontera con Francia, instalándose en el exilio parisino, desde el cual pudo observar cómo el Directorio le convertía en chivo expiatorio de todos los males de la vieja política que el dictador se veía llamado a desmontar y regenerar.  Supo que los agentes del gobierno entraban en su palacete, saqueaban sus documentos y violaban su correspondencia.  Alba acudió al Rey para que pusiera fin a semejante latrocinio, pero Don Alfonso permaneció impasible. Quizás fuera por esa causa que, cuando concluyera la dictadura, e intentara el monarca un recambio a los liderazgos políticos del país (Cambó para los conservadores, Alba por los liberales), uno y otro declinaron la invitación.  Tampoco sería muy oportuna la indicación de Alfonso de Borbón al líder catalanista en el sentido de que abandonara éste sus pretensiones regionalistas, pero conviene registrar que Alba renunciaba a encontrarse con el Rey en la embajada de España y que le obligara a celebrar la reunión en el hotel Meurice. Desafecto por desafecto, agravio por agravio, pensaría el político castellano. 


Presentada la relación entre ambos protagonistas de nuestro relato, pasemos a la historia -que no deja de resultar una anécdota-. Refiere Alba que el dictador pretendía negociar con Inglaterra el canje de Ceuta por Gibraltar. Poco parecía importarle a Primo el Tratado de Utrecht, de principios del siglo XVIII, la guerra de Sucesión de la que éste trajo su causa y demás zarandajas de nuestra historia como país. Tampoco preocuparía sobremanera al general la población ceutí -que a día de hoy supera los 80.000 habitantes- y su eventual futuro bajo la férula de la Corona británica.


Los españoles somos muy dados a refranes y dichos, como si la sabiduría popular se encontrara sepultada en las incontables expresiones que dan forma a nuestro imaginario colectivo. Algunas de ellas hunden sus raíces en nuestro pasado católico y nuestro impenitente deambular por las iglesias. Se me ocurre entonces que lo que Primo hacía con esa pretensión era "desvestir a un santo para vestir a otro". Una operación de resultados no necesariamente positivos, una especie de operación de "suma cero" en la que las ventajas además no parecen muy determinantes para las partes.


Dejar a los ceutíes en manos de los ingleses, además de desertar de una obligación histórica del resto de los españoles en relación con ellos -Ceuta es española desde el año 1640-, habría supuesto colocar en el tiempo, en la frontera con Marruecos, a una de las presas reclamadas por la dinastía alauí, pero en este caso bajo una bandera diferente. 


Si estiramos los flecos del relato -como se hace con las alfombras- y observamos el vergonzoso trueque de cesiones a cambio de displicencias que hemos venido observando en las relaciones entre España y Marruecos, quizás podríamos aventurar que el Reino Unido acaso no habría mantenido una actitud tan complaciente con nuestro vecino del sur como la que tenemos nosotros; que la posible agresión sobre dicho territorio no habría pasado tan inadvertida como la ocupación del Sáhara y que la protección del paraguas americano y el de la OTAN habrían resultado muy diferentes a los que hoy advertimos como inexistentes.


Están muy bien las distopías como entretenimiento (entretengo y miento), pero no sirven para mucho más. Claro que las ocurrencias no paran aquí, también el Rey Juan Carlos pensó en la posibilidad de ceder Melilla a Marruecos en el año 1979, poniendo a Ceuta en manos de un protectorado internacional. Esto al menos se desprende de un documento descalificado en 2014 y al que ha hecho referencia el historiador y director del Instituto Elcano, Charles Powell.


Las ocurrencias no tienen límite, como se puede advertir con facilidad.

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