domingo, 31 de marzo de 2024

Decidir por uno mismo


En la novela de Saramago "La caverna", Cipriano Algor, un alfarero sesentón, recibe una pésima noticia de su único cliente: a partir de ese momento su mandante rescinde el contrato que mantenía con él, ya no le va a comprar los enseres de barro que le ha venido suministrando. Cipriano Algor deberá detener la producción de platos, vasos, botijos y demás enseres que constituyen su único medio de subsistencia. Alguien -un ominoso e impersonal "Centro"- ha decidido que ya no sirve, y que, en consecuencia, no le queda otra salida que el retiro. El alfarero podría vivir acogido al sueldo de su yerno y al cariño de éste y de su hija, pero no está dispuesto a abandonar. Así que decide continuar, operando en esta ocasión un cambio en su modelo de negocio: a partir de entonces fabricará unas estatuillas.


Joaquín Romero no se encuentra en la misma situación que el alfarero. Más cerca de los 70 que de los 60, él podía vivir perfectamente de sus ahorros y de una pequeña pensión. Aún así quería mantenerse en activo, sentirse útil, para los demás pero también para su propia autoestima. De modo que estaba colaborando con una empresa de consultoría, haciendo lo que mejor sabía: mover los contactos que su azarosa vida le había suministrado.


Pensaba Romero que su trabajo rendía a satisfacción del negocio, aunque apenas recibía de sus responsables expresiones de conformidad, tampoco de reparo. Y él continuaba con el desarrollo de su agenda, promoviendo reuniones y algún que otro contrato.


Y en ésas estaba cuando uno de sus compañeros de trabajo se despedía de él a través de un WhatsApp. En estos tiempos modernos, cualquiera que sean las edades más o menos provectas de los interlocutores, las formas de la comunicación directa han quedado atrás, sustituidas por un trato cordial pero distante. Joaquín Romero contestó al mensaje, requiriendo de una posterior explicación que nunca llegaría. En ausencia de marinero -pensó- siempre quedará el capitán. Y a éste se dirigió. La respuesta del principal responsable de la firma resultaría esquiva, cuando no ofensiva. Una vaga promesa de un almuerzo, primero, de un café, después, para formalizar la cancelación de su contrato que nunca se produjo sería el único ofrecimiento que obtenía de la empresa.


Joaquin Romero sintió una profunda decepción. No acababa de comprender muy bien los motivos de la actitud que ponía en evidencia la decisión de prescindir de sus servicios, máxime cuando muy poco tiempo antes había remitido una información de la consultoría a un posible cliente. ¿Cómo era posible que, en lugar de advertirle de que estaban negociando la venta de la sociedad a otra compañía, le hicieran llegar un documento en el que se contenían los servicios a prestar por la firma que estaba siendo objeto de transacción económica? Se unía a esta lamentable circunstancia, además, una gestión que Joaquín Romero estaba haciendo con una importante empresa y que tuvo que detener ante la nueva situación que se había producido.


El cruce de correos que mantuvo con el responsable de la firma no redujo ni su estupor ni su enfado, incluso los acrecentaría. Razones de edad -le informaban-. Pero tampoco existía seguridad de que fueran ciertas esas explicaciones. Y, acompañando a una rápida y confusa conversación telefónica, y por correo, se le hacían consideraciones irritantes e innecesariamente ineducadas en su contra.


Cesados los contactos con el director de la empresa, Joaquín Romero obtendría alguna información complementaria que ya carecía de utilidad. Y reflexionando para su interior, y con el consejo siempre práctico de su mujer, decidió que lo que debía ser en el futuro sería él mismo, y no otros, quien lo determinaría. Y eso que la edad y las prestaciones físicas ni siquiera se parecían a las que le acompañaron en el día que firmara con la anterior compañía. Buscar empleo con 68 años se antoja cuestión difícil donde las hubiera.


Pero Joaquín Romero no era hombre que cedía con facilidad al desánimo. Movió sus contactos, tocó puertas y las encontró generalmente cerradas. Aún así, Madrid es ciudad abierta a las oportunidades, y pasadas unas semanas logró su objetivo. Una prestigiosa empresa del mismo sector de actividad -más importante por cierto que la que le había cancelado su relación comercial- le contrataba.


Era como en la canción de Simon y Garfunkel -The Boxer-, "the fighter still remains". Ese viejo e incansable luchador que era Joaquín Romero, aunque cansado en ocasiones y al límite de sus fuerzas físicas, todavía se veía capaz de lanzar alguno que otro guantazo en su derredor.

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