viernes, 27 de enero de 2012

Intercambio de solsticios (314)

Leoncio Cardidal consultaba su reloj. Eran ya más de las 3 de la madrugada y ya se habían disipado los efectos del breve “gin tonic” que se había administrado apenas hacía un par de horas antes. En realidad él se había planteado la noche como una celebración en toda regla. Y en esa antigua sala “VIP” del que antaño fuera la estación del norte de Madrid habían preparado un simulacro de orgía que les podía llevar buena parte de la noche. Una “gau passa” (en vascuence: noche de juerga pasada en blanco).
Pero aquí se encontraba Cardidal con su viejo amigo y compañero de despacho; él observando, Sotomenor organizando, como resultaba habitual en esa extraña pareja cómplice que habían organizado los tiempos y las circunstancias.
Un sentimiento de orgullo, que se unía a un resentimiento cierto, le pasaba por la cabeza: no, Sotomenor no tenía derecho a hacer lo que estaba haciendo con él. Ya le había organizado ese inteligente golpe de estado contra Jacobo Martos. Sólo faltaba que le asestara a él mismo el siguiente. Implacable, como era Juan Carlos con sus objetivos.
¿Podía Cardidal recuperar el poder en aquel momento? A Leoncio le gustaba la buena vida, las mujeres y las copas y tenía por el dinero la pasión de los que saben bien que con él se compran todas las cosas que él quería. Pero también era consciente de que siempre le convenía unir su destino al del que le procuraba las oportunidades. Un día se había tratado del abogado bilbaino en cuyo bufete se conocían Leoncio y Juan Carlos, andando el tiempo fue el caso de Jorge Brassens que les habilitaría la pista de aterrizaje hacia la renovación del Partido Popular vasco, más tarde se encontraron –a través de Brassens, precisamente- con Jacobo Martos… hoy el tándem se desprendía del protector y se reducía a ellos el espacio mínimo de la colaboración.
Era capaz de intuir también que esas parejas de conveniencia duraban poco. En política se citaba el caso de González-Guerra: había un momento en el que uno de los dos hacía un corte de mangas al otro y ese era el moment de la destrucción del proyecto. Servía para actuar unidos, repartiéndose los papeles; era absolutamente inútil si cada uno de ellos remaba en el sentido contrario al del otro: empezarían por anularse recíprocamente, hasta que uno de los dos –el más fuerte- conseguía desplazar al otro.
Quizás por eso le convenía a Cardidal ceder el testigo del poder fáctico en su otrora amigo y siempre socio Sotomenor: el poder simbólico le seguiría correspondiendo a él, aunque tuviera que negociar todos y cada uno de sus pasos con su teórico subordinado. A cambio, esa cesión del testigo le deparaba una especie de retiro dorado.
¿Por cuánto tiempo ese retiro? Nadie lo sabía. Pero de momento aguantaría. Sotomenor no era persona proclive al desplazamiento brusco de los otros. En realidad se trataba de un cobarde: si se le hacía frente se arrugaba, hasta que encontraba una posición que le permitiera reanudar su imparable ascenso.
¿El poder simbólico? Lo tenía también Martos y ahí estaba, marginado en su despacho.
Algo así debió pensar Leoncio Cardidal cuando volvía sobre sus pasos en dirección de la siempre reconfortante sala VIP de la estación, donde le aguaradaría un buen “gin tonic” y una grata compañía femenina.

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