lunes, 16 de enero de 2012

Intercambio de solsticios (305)

Sentada en el desvencijado sofá, al lado de su marido que dormía pesadamente, Vic Suárez aguzaba el oído. De un momento a otro llegarían los esbirros de Cardidal y se los llevarían… Ese no era un lugar seguro, tampoco lo era su piso de Francisco Goya. Huir, otra vez; huir, toda la noche y huir el día de mañana… Internarse en la noche de los barrios de Madrid donde las sombras se convertían en enemigos peligrosos, en una especie de muertos vivientes dispuestos a cobrarse su recompensa en forma de dinero, de sexo, de alguna ropa que les permitiera refugiarse del frío de ese Madrid que era en invierno igual de intenso que el de antes, pero con una diferencia, por supuesto: que ya no había gasóleo que quemar en las calderas y que sólo las hogueras que ardían en los rincones más protegidos de las calles permitían un pequeño cobijo a los vagabundos, los nuevos desheredados que ese año 2.013 se hacían multitud todos los días, que se escondían por las mañanas de la implacable acción de las fuerzas del orden y que se hacían visibles por las noches, cuando como las ratas merodeaban por las calles o se apoderaban de las casas abandonadas por sus antiguos ocupantes. ¿Cómo vivirían ellos durante el día? ¿dónde se encontrarían sus guaridas?
Era un mar de dudas. Pero esta de los malhechores de la noche sólo le preocupaba por una razón: si no entraban en esa casa los hombres de Cardidal lo podían hacer los marginales de la noche. Pero ella vendería cara su vida. En su bolso dos instrumentos, uno inservible: un walkie-talkie que apenas la comunicaba con nadie, un Cristino Romerales que estaba encargado de resolver la seguridad del distrito de Chamberí antes que la de su marido y la suya; el otro aún utilizable, aunque Vic Suarez sabía muy bien que se trataba de la última oportunidad: la Smith&Wesson que empuñaba ahora con la convicción de que su destino podía quedar ligado a ese cañón helado.
Y Jorge… más cercano a la derrota final que al inicio de la supervivencia. Como si su última conversación con Cristino Romerales fuera en realidad una especie de adiós a la vida; como si le dijera, con palabras que alguien había pronunciado en sus oídos algún día de su vida pasada: “Tú sadrás adelante, cariño. Yo ya he dado todo lo que podía de sí. Que seas feliz”.
¿Se lo podría llevar a otro lugar? Era más que improbable. Y además… ¿Cuál sería ese lugar? ¿Dónde podría encontrarse la paz y la seguridad en esa horrible noche del Chamartín decadente y condenado a muerte?
Miró su walkie. Pensó que habría alguien al otro lado de la comunicación que le brindaba. Y casi insensiblemente, como pensando en que en toda la tristeza que le embargaba podía quedar una palabra amable, pulsó la tecla que le pondría en contacto con la persona que, como ella, como tantos otros amigos o enemigos en esa noche desesperanzada, seguro que tampoco dormía.
No contestaba. Pero Vic no quiso pulsar otra vez la tecla. Suponía que Cristino haría lo que le habían ordenado. Siempre lo hacía.
Y cuando había casi perdido la fe en sus semejantes, la luz de su emisor-receptor parpadeaba. Vic contestó.
- ¡Hola!
- ¿Cristino! –exclamó ella con un susurro y tapando la boca con su mano.

1 comentario:

Sake dijo...

Es éstos tiempos en los que nos movemos como alimañas y carecemos de todo, miro atrás y me rio yo de lo que (no hace mucho tiempo) llamábamos crisis.