jueves, 20 de octubre de 2011

Intercambio de solsticios (254)

Bilbao, 8 de noviembre de 2003.

Querida Lorsen:

Este pasado lunes tuve un poco de fiebre. La noche del domingo al lunes la pasé fatal. Tenía unas ganas enormes de devolver, hasta que lo hice. De camino hacia el cuarto de baño me tuve que tragar mi propia vomitona para no manchar la casa. Contigo no lo habría hecho. La sensación de asco me duró toda la noche. Por la mañana carecía de fuerzas para cualquier tarea, así que me quedé dormitando en el apartamento.
La enfermedad, también la física, conduce a la depresión. Te quedas pensando en la muerte, en ese célebre puente de cristal plateado que te conduce al más allá. Al final de ese pasaje están las personas que te han querido, las que te acogen hospitalariamente para enseñarte las costumbres del lugar en el que a partir de ese momento vas a residir. Estás tú, por supuesto, la persona que más me ha querido en este mundo; está mi abuela Eugenia... Pensaba en todo eso, y lloraba, porque quería que fuera ya ese momento. También pensaba en la muerte de Pilar, y me veía interviniendo en su funeral: “Querida niña. Tú que no podías correr, ni siquiera andar, ahora vuelas hacia los brazos de tu madre...” Y volvía a llorar, como estoy a punto de hacer ahora mismo.
Me he repuesto. Hace un par de días me llamaba mi primo Alfonso Zunzunegui para comunicarme que el próximo 27 de noviembre se produce la ordenación de caballeros de la Orden de San Fernando, a la que asistirá el ex alcalde de Madrid Álvarez del Manzano. ¿Te acuerdas de él, de aquella cena que organizó Jaime Mayor, en homenaje a Isabel O’Shea? Una cena en la que te sentaron junto a José María Aznar cuando este ni siquiera era presidente del Gobierno...
No te oculto que ese nombramiento produce para mí sentimientos encontrados, pero he pensado en ti, y en el profundísimo disgusto que sentiste porque yo no fuera el pasado año. Creo –lo he pensado siempre- que esa fue la razán más inmediata de tu partida –la más lejana, la más fuerte, quizás, lo fuera tu idea clara de no salir de tu situación, de la imposibilidad de ello, de la tristeza que te proporcionaba convivir día a día con tu propia depresión-. Voy a ir. Es sólo un día antes de tu aniversario, pero estoy convencido de tu apoyo, siquiera tan lejano, tan distante.
Sí. Se acercan esas fechas duras de que me hablaba Pilar Aresti cuando la felicitaba por su santo. Esos días en que tu ausencia se nota más que nunca cuando se acaba este primer año de separación. Nunca, desde que nos conocimos hemos vivido más tiempo distantes. Nunca te he echado más de menos, y te sigo echando.
Esta mañana me he encontrado con tu padre en Cruces. Parece que está mejor. La que se encuentra colosal es nuestra hija, de la que me he enamorado definitivamente. Hoy me ha hecho prometerla que sacaré una foto a Bècaud cuando vaya a ver a tu padre –ahora le gustaría ver al perro, tu padre le ha dicho que es suyo y que lo guarda por eso-, me ha ofrecido la mejor de sus sonrisas cuando le he preguntado por la persona que cenará con ella el 24 de diciembre y me ha pedido que me vaya cuando el reloj de la UCI estaba dando las dos menos cuarto y aún no habían llegado los celadores para llevarla a la cama. Pilar sigue siendo mi único asidero a la vida, mi única alegría.
Pero tú continúas en tu puesto en el pedestal de mi cariño del que nadie te podrá despojar.

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