miércoles, 6 de abril de 2011

Intercambio de solsticios (160)

La biógrafa de Jorge Semprún, Franziska Augstein (“Lealtad y traición. Jorge Semprún y su siglo”. Tusquets), señala que el protagonista de su historia se creía el más querido por su madre, y que quizás por ello, pensaba también que era un predestinado para la victoria.
¿Existe esa relación entre la preferencia en el amor de la madre y la certeza de que la vida no tendrá barreras para que consigas todo lo que pretendes?
Jorge Brassens se contestaba a esa pregunta con un punto de escepticismo. Seguramente que ese Semprún que firmaba aquellos guiones de cine que, ya en la época en que fueron rodados, sonaban más a películas de indios y vaqueros trasladadas al medio político; donde los indios tomaban entonces la forma de policías represores, de sátrapas de los sátrapas, de los malos, en fin; y los vaqueros se encarnaban en los rostros de los perseguidos por la sola razón de que luchaban por la libertad, los buenos… ese mismo Semprún creía más en un mundo de colores intensos, donde el blanco y el negro prevalecían sobre todos los demás. Es verdad que a le había tocado vivir buena parte del mal de su siglo: Buchenwald y su campo de concentración, la dictadura de Franco y los camaradas detenidos por su policía, incluso Santiago Carrillo y sus maniobras internas para asegurarse el poder –incluidas entre estas las operaciones consistentes en entregar a los esbirros del régimen a algunos destacados dirigentes de su partido que operaban en el interior de España-. Claro que había males que Semprún –y otros conspicuos comunistas de la época- no pudieron o no quisieron ver: fueron estalinistas mucho más tarde de que se conociera por la opinión pública que también en la “gran patria soviética (Dolores Ibarruri “dixit”) había campos de concentración, purgas masivas y asesinatos generalizados. Semprún se escuda en que de lo que se trataba era de luchar contra Franco. Puede ser, en todo caso las contradicciones asoman en cualquier historia humana; lo importante es saber integrarlas y aceptarlas y eso Semprún parece haberlo logrado, lo que no es poco.
Y si el éxito viene de saberse el niño preferido de su madre… ¿qué ocurre con el fracaso? O preguntado de otra manera: ¿es el olvido, el abandono paterno-materno, la causa principal de una vida destinada a la desolación, a la tristeza, al desaliento?
Muchas veces da la sensación de que buscamos una línea clara en nuestra historia particular, el trazo que de una manera perceptible ha alumbrado u oscurecido nuestra vida, en una suerte de psicoanálisis de nosotros mismos. Descubrimos a veces que fuimos felices, que nuestros padres nos querían y así el afecto de los demás se produce de una manera natural, como si sobreviniera este como por un desarrollo aritmético: después del uno va el dos, luego el tres… Por el contrario, si en esa introspección –en ocasiones ayudada por profesionales- llegamos a la conclusión de que nuestra niñez fue desafortunada, nuestros padres simplemente no existieron en nuestras propias vidas, más allá de soltarnos a este mundo sin protección, sin apoyo –y el cariño es siempre la mayor de las tablas de salvación- parece que estaremos abocados siempre a encontrar el amor de nuestros semejantes al precio que sea, ofreciendo a cambio de él, siquiera de una esperanza de amor, todo lo que somos, dispuestos a entregarlo todo por una calurosa palmadita en la espalda; por un beso, aunque este sólo se ofrezca a cambio de algo.
Y en esa búsqueda del afecto nos encontramos las más de las veces con el engaño. Sabios psicólogos, esos seres aparentemente buenos que nos encontramos por el camino, han sabido intuir que nuestro punto débil es la necesidad de cariño y nos lo ofrecen en tanto sirvamos a sus intereses. Pasado el tiempo, liquidadas las cuentas, descubrimos ¡ay! que no había nada detrás de esa relación, más allá que el incomparable comercio entre los sentimientos y las ambiciones. Entonces surge el desengaño, la sensación cierta de que una vez más han jugado contigo, la idea del intuido fracaso que abre la puerta hacia el fracaso verdadero que es la derrota asumida como una condición real de nuestras existencias.
Y a veces, esos padres de las antiguas generaciones, que traían hijos al mundo lo mismo que los grandes astilleros botan barcos, no son conscientes que ese acto, aparentemente generoso, no ha sido presidido sino por la inconsciencia y la despreocupación según la cual esos muchachos lanzados al mar de la vida de cualquier manera se las arreglarán solos y que el afecto paterno les será administrado a cuentagotas o según las propias preferencias de sus progenitores.
Crean así seres desvalidos que navegan por sus vidas como nuevos mendigos, pero que en este caso no reclaman un chusco de pan sino un poquito de amor.

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